La noche del 13 de octubre de 1931 marca un hito
definitivo en la vida de la II República española. Tanto es así, que en la
agitada y trascendental sesión nocturna de las Constituyentes se dará un rumbo
de incalculable importancia a la política que va a seguir el régimen
republicano durante todo el período de su existencia.
La figura de esa noche es don Manuel Azaña, quien
desde aquella tribuna parlamentaria es lanzado comprometidamente al servicio de
la República. La pena fue, a mi modo de entender, que no supo entonces abrir el
Régimen a otras tendencias republicanas tan legítimas como la suya y la de su
partido. Para Gil-Robles, es el «discurso más sectario que oyeron las Cortes
Constituyentes» y, para Jesús Pabón, «el discurso resulta decepcionante, habida
cuenta de la distinción intelectual y de la relevante posición política del
autor»; para Marichal, el discurso del 13 de octubre en las Cortes es
«probablemente el mejor de los discursos parlamentarios suyos», como lo afirma
este autor en la introducción al volumen 11 de las Obras Completas del gran
político español. Jesús Pabón considera este discurso como el acto inaugural de
la segunda República española y aquí radica, a mi juicio, toda la gravedad y
trascendencia del acto.
El discurso parte de dos principios. El primero es que
España ha dejado de ser católica y el segundo enuncia que el problema religioso
tiene que ser relegado necesariamente al campo de la conciencia.
Con el primer principio, Azaña toma en sí mismo el
papel de todo espíritu revolucionario: la ruptura con el pasado, el comienzo de
una nueva etapa en la historia de España. Y así aparece claramente la función
que él encomendaba a las Cortes Constituyentes: ser creadoras de un orden
nuevo, de una nueva realidad española que nada tuviera que ver con las etapas
anteriores, porque entiende el orador que ha habido un corte sustancial en la
historia del país.
Según esta nueva realidad histórica, el problema
político que las Cortes tenían que solucionar se podría concretar, citando las
mis-mas palabras del ministro, en «organizar el Estado en forma tal que quede
adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español». Aparece aquí un
detalle digno de tener en cuenta: siempre me ha parecido ver presente en las
primeras Cortes de la segunda República española el espíritu de la Asamblea
Nacional francesa de 1789; ambas instituciones se creyeron poseídas del mismo
destino: crear un orden nuevo, una legislación universal. Podría ser
casualidad, pero las Cortes Constituyentes españolas se reúnen por primera vez
un 14 de julio.
Las Cortes de 1931 no reniegan del pasado, se le
considera superado porque para el político republicano la realidad política,
social e incluso psicológica de España era muy distinta. No se podía, según
Azaña, continuar con unas categorías históricas que estaban totalmente
rebasadas por la realidad que estaba viviendo el país. «España ha dejado de ser
católica» ha sido una frase interpretada con bastante parcialidad por la
derecha que ha venido detentando el poder en la historia recientísima de
España; Azaña le quiso dar una gran amplitud que posteriormente ha sido
recortada. De ninguna manera se puede limitar esta afirmación al solo campo
religioso, la frase señala una total « metanoia» —valga la palabra— en la
historia de España. Metanoia que, como ya queda indicado, abarca a toda la realidad
de la vida pública española donde, sin duda, hay que colocar el complejo
problema religioso.
Que Manuel Azaña tenía idea de que la transformación
había de ser profunda lo prueba cuando dice: «...La expulsión de la dinastía y
la. restauración de las libertades públicas ha resuelto un problema específico
de importancia capital, ¡qué duda cabe!, pero no ha hecho más que plantear y
enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la
sociedad española hasta la raíz». A continuación enumera los problemas más
urgentes: el de las autonomías locales, el problema social, sobre todo en lo
que toca a la reforma de la propiedad, y «este que llaman problema religioso».
Indudablemente, el tema religioso ocupa un tratamiento
excepcional en el discurso. A fin de cuentas la intervención del ministro de la
Guerra estuvo motivada por la discusión del que iba a figurar en la ley
constitucional como artículo 26. A él se refiere Azaña con desdén y un
desprecio suicida, que solamente se explican si se considera al orador inmerso
en un terrible error histórico al desconocer la profunda y vital unión que
siempre habían tenido lo religioso y lo profano en la vida española. Para
Azaña, el ámbito del problema religioso no puede exceder de los límites de la
propia conciencia del individuo, «porque es en la conciencia personal donde se
formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino». Con
esta afirmación se niega el valor a los fenómenos religiosos colectivos y, por
supuesto, a toda intervención o influencia de éstos en la vida nacional.
La consecuencia de este principio la deduce Azaña
inmediatamente: «...Y es ahora, precisamente, cuando el problema (religioso)
pierde hasta las semejas de la religión, de religiosidad, porque nuestro
Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la cautela de las
conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad,
por el camino de la salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo
cuidado de la fidelidad y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que
tantos y tan grandes servicios le prestó». Y de nuevo vuelve a lo que él creía
labor urgentísima: «Se trata, simplemente, de organizar al Estado español con
sujeción a las premisas que acabo de establecer».
Para Manuel Azaña, no es España quien está en deuda
con el catolicismo, sino éste con España. Ha sido España la que se ha volcado
en el enriquecimiento de aquél, porque «una religión no vive en los textos
escritos de los concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el
espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan ». Según esta concepción
de las relaciones históricas Iglesia-Estado, el orador no se fija tanto en lo
que ha representado el catolicismo en la vida de España, aglutinando y marcando
profundamente la psicología nacional con un innegable carácter religioso,
cuanto en lo que la fe católica, la Iglesia Romana, en definitiva, debe al
empeño creador de España. Y como prueba de ello cita a la Compañía de Jesús,
«creación española, obra de un gran ejemplar de la raza y que demuestra hasta
qué punto el genio del pueblo español ha influido en la orientación del
gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma»
Aquí se invierten los valores utilizados por los
apologistas, siendo la Iglesia la gran deudora del Estado quien, además del
brazo secular, le dio la inteligencia y el espíritu creador de sus hijos.
Este planteamiento del problema es totalmente nuevo y
Azaña se pregunta si le conviene o no a la Iglesia. Con altivez responde: «Yo lo
ignoro, además no me interesa; lo que me interesa es el Estado soberano y
legislador». Y aquí queda apuntada ya la idea que Azaña tenía de la presencia
de la Iglesia dentro del Estado, sobre todo cuando éste no es lo
suficientemente fuerte. Urgía, para él, el robustecimiento del
poder estatal para conjurar así el peligro de una Iglesia excesivamente fuerte
e influyente. Según el orador republicano, el Estado había vivido enfeudado en
la Iglesia, esclavizado y unido al carro clerical, no había tenido autonomía
propia; y deber de las Cortes Constituyentes sería el de dotar a la República
de tal fortaleza que pudiera desafiar a la Iglesia reduciendo «el llamado
problema religioso» al solo ámbito de las conciencias y limitando tal cuestión
a «un problema de gobierno, es decir, a la actitud del Estado frente a un
cierto número de ciudadanos que visten hábito talar». Como fácilmente podrá
suponerse, estas palabras no podían menos de levantar protestas en los medios
confesionales católicos que veían así amenazados los ideales que consideraban
secularmente vinculados a la historia española. Este es el contexto en que debe
estudiarse la actitud de Acción Popular: salvar lo más importante, «las
esencias nacionales, los valores permanentes de la historia española», dejando
a un lado cuestiones de no decisiva importancia como sería, en este caso, el
problema del régimen o forma de gobierno.
Más tarde se pregunta Azaña: «¿Creéis vosotros que una
política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español
v de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde
pudiera ser degollada impunemente por sus enemigos?». Comenta a esto Pabón: «La
angostura se inició aquella misma tarde en la sesión parlamentaria en torno al
artículo 26». Y esto prueba el gran error de Azaña en su visión de la Historia
y de la psicología españolas. El problema religioso era tan candente, su
dramatismo tan fuerte, que ha sido capaz de producir el primer grave cisma en
el Gobierno: la dimisión de su presidente y del ministro de lá Gobernación.
En el discurso que Azaña pronunció ante las Cortes el
día siguiente, 14, para presentar al nuevo Gobierno, hace el ya entonces
Presidente dos confesiones que muestran la gravedad de la discusión
parlamentaria en torno al hecho religioso y al error de apreciación en que se
había movido. La primera se refiere al compromiso que había contraído el Comité
Revolucionario ante ellos mismos y ante la República para «permanecer unidos
hasta que estuviera rematada la obra inmediata que el voto popular nos
encomendó». La «obra» a que se refiere Azaña es la aprobación de la nueva
Constitución. La segunda confiesa que este compromiso de permanecer unidos «ha
resultado superior a las fuerzas humanas». Ya sabemos la causa de esta ruptura;
ello demuestra una vez más la inadmisible minimización del problema tal como lo
había querido hacer Manuel Azaña en la noche del 13 de octubre. Desciende luego
el ministro de la Guerra a proponer la forma en que se han de desarrollar las
relaciones Iglesia-Estado, de este Estado republicano, laico, legislador,
unilateral, y rechazando el Concordato afirma que se ha de encontrar una
fórmula que permita tratar de tú a tú al Estado con la Iglesia, porque aquél
tiene necesidad de «no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el
Gobierno, ni la Política de la Iglesia de Roma». Pero al llegar a este punto no
indica la forma concreta de llevar a cabo estas relaciones. Si el problema
religioso tiene alguna importancia para él, esta importancia la concentra,
sobre todo, en la cuestión de las Ordenes religiosas. Sobre otras derivaciones
del debate, como el presupuesto del clero, la Iglesia romana, pasa rápidamente
porque «son entidades muy lejanas que no toman para nosotros forma ni
visibilidad humana, pero los frailes, las Ordenes religiosas, sí».
Ante el hecho de la libertad de conciencia, proclamada
en el proyecto constitucional, y la seguridad del Estado, escoge «un término
superior a los dos principios en contienda». Y este término superior es la
salud del Estado, de la República. Hay que tener en cuenta que para Azaña no
todas las Ordenes religiosas han de ser tratadas igualmente en razón de su
«temeridad para la República». La más alarmante para el Estado es la Compañía
de Jesús, para quien el ministro pide la disolución. Y en razón de la seguridad
del Estado, la enseñanza debe ser quitada de las manos de las Congregaciones
religiosas; esto afirma tajantemente Azaña: «Que no me vengan a decir que esto
es contrario a la libertad, porque es una cuestión de salud pública», porque
«la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es
enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado
moderno». Tampoco se han de permitir las Ordenes que ejercen la beneficencia o
la caridad, la razón está en el proselitismo que ejercen con ese motivo.
La impresión del discurso en las Cortes la da el mismo
Azaña: «El discurso me salió muy bien, como una seda y fui midiendo el efecto
que hacía casi palabra por palabra... Maura estaba entusiasmado y me aseguró
que yo había prestado un gran servicio a la República». Y en la misma noche
histórica, 13-14 de octubre, se votó el artículo 26 de la Constitución,
jugándose aquí —y creo que no es mucho decir— todo el futuro de la República.
LA REACCIÓN DE LA «ESPAÑA CATÓLICA»
Con fecha 14 de octubre, «El Debate» publica un
editorial en el que, bajo el título «Declaración de guerra», decía: «Por 178
votos contra 59 se aprobó la mal llamada 'fórmula' que suprime la Compañía de
Jesús y sujeta a las demás Ordenes religiosas a una ley especial sobre bases
tiránicas e inadmisibles». Habla luego de los diputados vasconavarros que han
defendido palmo a palmo la postura contraria a esta ley y que ahora quieren
retirarse del Parlamento. Que no se retiren, afirma el diario católico, «ya que
allí, además de otros intereses, han de defender los de la Iglesia». Y termina:
«Los católicos hemos extremado los deseos de concordia. «Sin una provocación de
nuestra parte, se nos ha declarado la guerra con un ataque sectario a la
Religión». El mismo periódico señalaba al día siguiente que «el resultado del
debate constitucional es un hecho gravísimo y trascendental». Y da las razones
de tal gravedad: «Se permite la disolución de las Ordenes religiosas, se ordena
la efectiva disolución de una de ellas y se le confiscan a ésta sus bienes».
Por parte del Gobierno se dan las razones siguientes: son un peligro para el
Estado y la salud pública y juran obediencia a un poder que no es el legítimo
del Estado. «El Debate» califica tal postura como resultado del sectarismo de
la Cámara y de la pasión. «En definitiva, dice, es un decreto de persecución a
la Iglesia». Y continúa el editorial con una constatación seria: «En el
exterior no hay prestigio y en el interior el malestar es profundo y en medio
de esto se alza bandera contra la Iglesia que desde el advenimiento del Régimen
ha extremado la tolerancia, la transigencia, la comprensión, las concesiones,
el afán de concordia».
La conclusión del periódico nos previene ya acerca de
la postura que va a adoptar el elemento católico: la lucha por la revisión
constitucional: «La Constitución que se elabora ya no es nuestra. No estamos
los católicos dentro de ella. Se ha proclamado ya a las claras la guerra, la
persecución contra la creencia religiosa. Tenemos que defender la fe, tenemos
que trabajar dentro de la legalidad contra esa Constitución. ¡Nada de guerra
civil! Sería ilícita, insensata, imposible de mantener. ¡Dentro de la ley!
¡Nada de palabras altisonantes!» El diario termina pidiendo a los católicos «el
sacrificio del dinero, del trabajo, de la preocupación, de asistencia a todo
esfuerzo colectivo encaminado a la defensa de los comunes ideales y, sobre
todo, atención preferente a la preparación electoral... La pluma, la palabra,
el dinero, el trabajo, sean estas nuestra armas legales contra el sectarismo».
El 17 de octubre publicaba la prensa el texto de un
mensaje papal enviado al Nuncio y que el Pontífice deseaba hacer llegar a todos
los fieles católicos españoles. Los puntos más importantes del documento son:
la seguridad de que el Santo Padre «está compartiendo con ellos (los fieles)
los daños y las penas del presente, no menos que las amenazas y el peligro del
porvenir». Le recomienda al Nuncio que proteste (alta protesta) por las ofensas
inferidas a la Iglesia en los derechos de ésta, que son los de Dios; el Papa
«en reciente encíclica ha mandado orar por las necesidades del momento»; el día
de Cristo Rey y en la Basílica Vaticana ofrecerá la Misa para que «cese la gran
tribulación que aflige a la Iglesia y al pueblo fiel de la amada nación
española»; el Papa confía en la ayuda de Dios e en que por el concurso de todas
las buenas energías y «por las vías justas se reparen los daños y se conjure el
peligro... para que no se apaguen los esplendores de la fe de los padres...».
El documento viene firmado por el Cardenal Pecelli. El propio Nuncio Tedeschini
comentó el documento pontificio y, según el diplomático vaticano, en el escrito
papal Pío XI expresa su dolor, su protesta y su confianza...; es la expresión
de su sincero dolor, de su pena ocasionada por tantas heridas como viene
recibiendo... Continúa el Nuncio diciendo que el documento encierra una
pro-testa legítima y lo mostraba no sólo con la esperanza de una debida
reparación, sino por el deseo del respeto a las creencias «de nuestros padres»:
el Papa desea la prosperidad y el esplendor de España. Como detalle importante,
se hace notar que el mensaje pontificio fue enviado en lenguaje común y no
cifrado «por la singularidad del caso. Son métodos buenos porque así todos
saben lo que hay sin necesidad de intermediarios».
Por su parte, «El Debate» —en su editorial del 17 de
octubre— intentaba sacar consecuencias prácticas del mensaje pontificio. Para
el diario católico, lo primero que han de experimentar los españoles ante el
mensaje papal es un sentimiento de gratitud, y ésta se expresa «estando unidos
en una firme conducta de fidelidad al Pontífice»; para el editorialista, la
clave del éxito está en la obediencia a las normas de la Sede Romana. Afirma luego
«El Debate» que, aunque los diputados de la minoría agraria y vasco-navarra
pidan la revisión constitucional, declaran su propósito de no salir de la
legalidad. Como frutos de esta conducta deduce el periódico los siguientes: el
respeto, la transigencia, la benevolencia y el afán de concordia. «Todo ello lo
han extremado los católicos frente a los nuevos poderes y ello hace más odiosa
la conducta de éstos». Y termina el editorial: «En el exterior hay un intenso
movimiento de simpatía hacia los católicos españoles. El éxito es seguro y el
Papa nos muestra el camino. No hay nada que discutir: Unión de todos, acción de
todos por vías justas y legítimas». El Arzobispo Vidal i Barraquer, titular de
la sede tarraconense, en carta al cardenal Pacelli con fecha 22 de octubre,
dice entre otras cosas: «El mensaje del Santo Padre, recibido con indecible
agradecimiento y profunda satisfacción por la Jerarquía y todos los católicos,
ha producido una grande impresión en toda España... Es de notar especialmente
que en los medios oficiales, confidencialmente lo han expresado algunos
Ministros, el mensaje pontificio ha sido considerado como justificado en
defensa de los derechos de la Iglesia y sedante de toda agitación ilegal por no
significar hostilidad ni declaración de guerra al régimen en sí mismo».
Por conducto confidencial y encargo oficioso de
reserva absoluta, se sabe que el Presidente del Consejo, Manuel Azaña, había
hecho llegar al Cardenal de Tarragona el siguiente mensaje, que fundamenta la
anterior afirmación de Vidal i Barraquer a Pacelli: «La actitud de la Santa
Sede ha sido interpretada como protesta por los derechos de la Iglesia y no
como manifestación de hostilidad ni menos declaración de guerra al régimen». En
la misma declaración se califica de actitud noble y reservada la adoptada por
la Jerarquía. Se asegura también que el Gobierno ve con agrado la permanencia
del Nuncio en Madrid.
El día 30 «El Debate» publicaba un mensaje del
Episcopado español dirigido al Papa y fechado en Madrid el 18 de octubre. En el
documento episcopal, la Jerarquía agradece al Papa «su mensaje de mediados del
mes en curso». Más adelante y en un apartado titulado «Daños y penas del
momento presente», añaden los Obispos: «Fácilmente se comprenderá cuán
numerosos y graves sean los daños con sólo considerar las causas de donde
proceden: separación completa y radical entre la Iglesia y el Estado, se ha
llegado a este punto sin contar con la gran fuerza social de la Religión;
equiparación de la religión católica a las otras confesiones a pesar de que
ninguna de éstas cuenta en España con fieles numerosos». Al llegar a este
punto, afirman los Obispos: «Esto que en otras naciones puede ser conveniente,
en España es obra de un sectarismo pernicioso». Y continúa el documento
episcopal: «Se han tomado medidas contra las Ordenes religiosas, especialmente
contra la Compañía de Jesús. Se nacionalizaron los bienes de ésta; se dieron
disposiciones sobre la enseñanza y con ello se pretende arrancar al niño de la
educación de sus padres y a los jóvenes de la influencia de la Iglesia; se
atenta contra la indisolubilidad del matrimonio; implantación del divorcio; se
suprime la dotación de culto y clero, quebrantando los solemnes pactos
contraídos por el Estado a título de justicia». Continúa el Episcopado: «Lo
peor de todo es el laicismo que, a fin de cuentas, lo que intenta es sustraer a
la ley de Cristo toda la sociedad».
Afirman los Obispos que esto se hace basándose «en una
filosofía ingeniosa pero desprovista de base científica. En nombre de la
libertad de pensamiento y de la transigencia se imponen errores ya hace tiempo
condenados». Los Obispos consideran estos hechos como fruto del laicismo,
uniéndose a ello «la proclamación del ateísmo oficial con todos sus horrores y
daños incalculables».
A disminuir esto viene la palabra papal, que significa
la «alta protesta contra las múltiples ofensas irrogadas a los sacrosantos
derechos de la Iglesia, que son los derechos de Dios». Como conclusión a esta
primera parte de su documento, los Obispos declaran que están dispuestos a
seguir luchando por el honor de Dios y de la Iglesia. Pasan luego a recordar a
los católicos sus deberes, trabajando «todos unidos íntimamente al sucesor de
Pedro..., dejando a un lado las cuestiones secundarias que nos dividen,
atenderán (los católicos) a la defensa de los altos intereses de la Iglesia con
el concurso de todas las buenas energías empleadas por las vías justas y
legítimas». Continúan los Obispos: «Haciendo esto se sirve también a la Patria
corno fervientes y dóciles ciudadanos, siguiendo así las instrucciones del
Episcopado que ha reconocido y acatado el Poder constituido sin vincularlo
jamás a una determinada forma de gobierno». Confían los Obispos que de este
modo se reparen los daños causados a la Iglesia, y «sea conjurado el peligro de
que se apague la fe, peligros que en España amenazan al mismo consorcio civil».
Concluye el Episcopado deseando y esperando que el documento papal sea
estudiado con serena reflexión por parte de los poderes públicos, «ya que es un
documento de la suprema autoridad moral, internacional y mundial
que no se puede rechazar sin poner en peligro el progreso y la libertad de los
pueblos».
Nada más aprobarse el artículo 26 de la Constitución,
los diputados católicos comenzaron a organizarse y a recorrer España iniciando,
así, una etapa política que, bajo el «slogan» «La Constitución que va a
aprobarse no puede ser nuestra», tenía como finalidad la revisión de los
artículos que afectaban gravemente a la conciencia católica. Era el revisionismo.
Las fuerzas protagonistas de tal campaña eran las representadas por «El
Debate», la minoría agraria y los diputados vasconavarros.
El 17 de octubre se publicaba en la Prensa un
«Manifiesto de los diputados católicos al país»: en el se reconoce que en la
propaganda revolucionaria que se hizo a favor del régimen republicano, algunos
de sus dirigentes hicieron promesas explícitas de que la República respetaría
«los sentimientos religiosos del país». Confiada la derecha en tal promesa,
votó por el nuevo régimen, pero se ha visto gravemente defraudada «porque no
han logrado salvar la posición doctrinal que sustentaron en su propaganda
revolucionaria». Según los diputados que suscriben el Manifiesto, el acuerdo de
los núcleos de mayoría dio por resultado la redacción y votación «de un
articulo netamente persecutorio, disfrazado con apariencias de medida salvadora
del régimen». Después, califican la medida antirreligiosa de «violenta v odiosa
que verá con sonrojo el mundo civilizado», comunican al país que ellos han
concedido lo más que podían transigir, y estas concesiones son: la libertad de
conciencia, la separación entre la Iglesia y el Estado y el sometimiento de las
Ordenes y Congregaciones religiosas a sus leyes generales. Y terminan su
Manifiesto al pueblo con un llamamiento dirigido a todos los católicos
españoles, llamamiento enérgico y apremiante a la acción: «La Constitución que
va a aprobarse no puede ser nuestra porque es antirreligiosa y antisocial y por
ello, ya desde ahora, levantamos la bandera de la revisión».
El mismo día, en su editorial, «El Debate» calificaba
el Manifiesto de los diputados agrarios y vasconavarros de «ponderado y
enérgico». El periódico los ve «cargados de razón» por dos motivos principales:
porque no hallan amparo y respeto en la Constitución; y porque se han roto los
compromisos contraídos por el nuevo régimen antes y después del advenimiento de
la República, ya que «sus hombres no han cumplido su palabra». Y se vuelve de
nuevo al «leitmotiv» de la campaña revisionista: «Muchos votos del 12 de abril
han quedado sin representación y todos ellos repugnan cualquier intento de
política sectaria». Lo mismo había indicado ya Alcalá Zamora en su discurso
antes de aprobarse el artículo 26. Y termina «El Debate» : «Detrás de estos
diputados se sitúa una gran parte de la opinión española: ¡Todos a luchar 'por
vías justas y legitimas' por la reforma de la Constitución!». Se subrayan
especialmente las palabras «por vías justas y legitimas» porque son las que
aparecen en el mensaje papal de estas mismas fechas. Por su parte, el Cardenal
Vidal i Barraquer se hace eco de esta campaña en pro de la reforma
constitucional, en su carta del 22 de octubre dirigida al Cardenal secretario
de Estado vaticano, Pacelli: «La retirada del Parlamento y el Manifiesto al país
de las minorías católicas y elementos independientes ha hecho impresión, como
lo prueban las invitaciones que desde el Parlamento les han sido dirigidas para
reincorporarse a las tareas constitucionales... Por otra parte, los elementos
católicos han comenzado la campaña revisionista por diversas ciudades
recogiendo notables adhesiones». Hace referencia luego el Cardenal a un
discurso de Lerroux en Santander, en el que calificó el artículo 26 como
«negación de un derecho de gentes v de la condición de ciudadanos a todos los
que no profesan nuestras ideas», manifestando en la misma ocasión su esperanza
de que será posible reformar la Constitución por los medios legales. El
Arzobispo de Tarragona ve en esto «un síntoma de la impresión que, aún en los
medios gubernamentales, produce el criterio ultrarradical en que se ha
inspirado la Constitución».
En su carta al secretario de Estado Pacelli, se puede
ver un poco de optimismo por parte de Vidal i Barraquer: el dictamen primitivo
en lo tocante a los derechos de la familia y a la cuestión del divorcio ha sido
atenuado; se rechazó una enmienda que pretendía nacionalizar la propiedad de
las iglesias consideradas como monumento artístico e histórico, y en este punto
se aprobó un texto aceptable; se reconoce también la enseñanza privada, hecho
significativo para el Cardenal porque se rechazó una enmienda en la que se
proponía la exclusión del profesorado eclesiástico y religioso. Y termina el
Arzobispo catalán: «En cuanto a la ejecución del artículo 26, no es un secreto
para nadie que los propios ministros consideran impracticable, a lo menos por
largo tiempo, la prohibición de enseñanza a las Ordenes religiosas, que figura
en el texto constitucional como base de la ley de Congregaciones a dictar por
las Cortes. Aún con respecto a la Compañía, no deja de ser sintomático el hecho
de que en el día de ayer la Asociación de Padres de Familia haya alcanzado del
Subsecretario de Instrucción Pública autorización para la apertura del Colegio
de Chamartín».
Gil Robles afirma que la campaña promovida para
reformar la Constitución «actuó de poderoso revulsivo de la conciencia
cristiana del pueblo». Lo que está ciertamente fuera de duda es que tal campaña
sirvió para dar cohesión a las fuerzas de la derecha y convencimiento de su
propio poderío y valor, resucitándolas de la postración en que habían que-dado
después de los sucesos del 14 de abril. Afirma Gil Robles, uno de los
principales protagonistas de aquellos momentos revisionistas: «En todas las
provincias, incluso en las regiones más difíciles, decenas de miles de
ciudadanos se reunían para proclamar su entusiasta adhesión a un ideal v la fe
inquebrantable en los destinos de la patria».
El día 8 de noviembre, decía «El Debate»: «Nace su
fuerza (la de la campaña revisionista) del pueblo mismo que se congrega. Es el
pueblo, pueblo auténtico, campesino, unido al terruño por el trabajo...,
congregado en magnífica protesta colectiva en defensa de ideales hondamente
sentidos, reverenciados, transmitidos por una noble y venerable tradición
patria y familiar, arraigados en el alma, que no traídos por una efervescencia
nerviosa, epidémica y callejera, ni al impulso de ambiciones y de odios». Para
el diario católico, la campaña es una solemne intervención «en defensa de
ideales sacramentísimos y de irrenunciables derechos», y ha de servir también
para contener la política sectaria del Gobierno. Y continúa: «No nos
satisfacemos con contener, hay que hacer retroceder la política ahora
imperante. No cesará la campaña revisionista hasta que desaparezcan de la
Constitución aquellos artículos incompatibles con los sentimientos religiosos
del país». La esperanza de tal posibilidad la hacía patente también el
periódico cuando comentaba que, aún con precipitación e improvisación, habían
ido más de 40 diputados a las Constituyentes; añadía luego «El Debate»: «Cuando
ya no quepa la prisa ni el desconcierto serán más los diputados católicos».
El acto más representativo de la campaña promovida
para reformar la Constitución fue, sin duda alguna, el mitin celebrado en
Palencia el 8 de noviembre de 1931. A consecuencia de ello, las derechas salían
a la calle e intentaban demostrar que eran capaces de imponerse a los grupos de
presión izquierdista. De aquello dice Gil Robles: «Era evidente que la opinión
conservadora reaccionaba. A la actitud derrotista de los primeros tiempos de la
República había sucedido anta bien fundada esperanza. Las derechas españolas no
eran ya los restos casi pulverizados de algo pretérito, sirio la fuerza
poderosa organizada y tensa que demostraba hallarse dispuesta a librarla
batalla en el terreno en el que se le presentara».
«El Debate» —en su editorial del 10 de noviembre y
bajo el titulo de «Una jornada triunfal»— comentaba así el hecho de Palencia:
«Al mitin de revisionistas de Palencia asistieron 23.000 personas. Los
católicos han procedido como quien tiente la firme decisión de defender su
derecho, incluso mediante el uso de medios coercitivos autorizados por una, a
todas luces, legítima defensa. La jornada, pues, ha sido triunfante y
gloriosa». Pero no caían los organizadores de estos actos revisionistas en la
ingenua idea de pensar que aquella sería una tarea fácil y que el éxito estaba
ya a las puertas: «Día de triunfo..., triunfo parcial en una lucha que, como
advirtió uno de los oradores, ha de ser larga y dura». Y termina el editorial:
«En fin, lo ilícito es la omisión de todo esfuerzo..., porque al deber
religioso y patriótico únese el instinto de conservación para reclamar de todos
una cooperación asidua y entusiasta al grupo de hombres que ha echado sobre sí
la iniciativa y la responsabilidad de toa restauración cristiana».
En estas dos palabras finales está, a mi modo de ver,
la esencia v el sentido de la línea política de Acción Nacional. Habiendo caído
la Corona que estaba rematada por la Cruz, se debía conservar la Cruz ya que
ésta no tenía por soporte natural a la realeza. Era urgente sostener la idea de
que era posible una restauración cristiana independientemente de la forma de
Gobierno que hubiera en España.
Pronto se hizo eco el Gobierno del movimiento político
que se extendía por el país, y lo hizo tomando la decisión de suspender la
campaña revisionista. Sobre esto escribía su editorial «El Debate» del 14 de
noviembre, bajo el título «El primer triunfo del revisionismo». Se pregunta el
periódico en él por las razones que habían podido mover al Gobierno a tomar tal
medida, después de citar la causa oficial que da el Gabinete: la agitación
antirrepublicana que se viene haciendo con motivo de los mítines. Y continúa el
diario: «Pero la verdadera razón es que el Gobierno ha visto que la opinión
nacional iba a estar polarizada por los católicos en torno al problema de la
revisión. Se ha dado cuenta de la posición tan poco airosa de un Gobierno v de
una Cámara que están elaborando una Constitución contra la que ya se levanta el
país». Ante la acusación que desde el Gobierno se dirige a los revisionistas,
responde el editorialista: «Lo que nuestros diputados combaten es una
Constitución sectaria, no republicana».
Continúa «El Debate» con los puntos siguientes: «No
hay que cejar en la actitud. Por Dios y por nuestro derecho. Y dentro de las
vías justas y legítimas, secundando la norma que se nos ha dado en estos
momentos y para estos momentos... Cuando hablamos de victoria nos referirnos a
los derechos de la Iglesia en España. No hablamos de victoria para nada de la
forma de Gobierno. No necesitamos emplear otras armas que las de la ciudadanía
ni otro cauce que el de la ley. Los católicos desean que la Constitución se
revise para desterrar de ella el sectarismo y la Constitución será revisada».
La prohibición gubernativa llegó tarde; el efecto ya
estaba conquistado cuando se decretó la suspensión de la campaña en el Consejo
de Ministros del 13 de noviembre. «Dejaron de anunciarse los actos con ese
carácter, pero todos los celebrados en España por nuestras fuerzas tuvieron
entonces una acusadísima significación revisionista. Es cierto que el Gobierno
menudeaba las suspensiones y los atropellos, pero la misma arbitrariedad era un
activo elemento de propaganda y de lucha contra la política imperante».
El 5 de diciembre publicaba la Prensa un proyecto de
ley del ministro de Justicia sobre la secularización de cementerios y cuyos
puntos más importantes eran los siguientes: «Art. 1: Los cementerios
municipales serán comunes a todos los ciudadanos, sin diferencias fundadas en
motivos confesionales. En las portadas se pondrá la inscripción de 'cementerio
municipal'. Los distintos cultos podrán celebraren ellos sus ritos funerarios.
Las autoridades harán desaparecer las tapias que separan los cementerios
civiles de los católicos cuando sean contiguos. Art. 3: En ningún caso será
permitida la inhumación en los templos o en sus criptas, ni en las casas
religiosas o en los locales anejos a unas y otras».
En la primera parte del decreto, antes de su parte
dispositiva, aparece un preámbulo donde se justifica la proposición contenida
en el mencionado proyecto: «Secularizar los cementerios era un imperioso deber
civil para el régimen naciente y hoy es un corolario de los preceptos
constitucionales ya aprobados por las Cortes Constituyentes». Para el ministro
autor del proyecto de ley, ésta es una exigencia misma del Estado democrático,
porque de nada valdría proclamar los principios de igualdad si en los momentos
más solemnes de la vida civil la religión dividiera a los ciudadanos. «Ser
disidente era motivo de sanción aún en la hora de la muerte, pues como tal se
ha venido considerando la privación de enterramiento en sagrado...». Por ello,
y con el fin de guardar una de las derivaciones más puras de la libertad de
conciencia, «publica la República este decreto para impedir la perduración de
abusos».
Manuel Azaña comenta en su Diario: «14 de diciembre:
Consejo de Ministros. Fernando lee los proyectos de ley de divorcio y el de
secularización de cementerios. El primero me parece bien y es aprobado sin
discusión. En el segundo, Fernando proponía que se autorizase la creación de
cementerios 'confesionales'. Le hago notar que eso no resuelve la cuestión y
que, al cabo de unos años, volveríamos a estar como ahora. Es preferible el
cementerio único, definitivamente. Se acuerda así, suprimiéndose del proyecto
el artículo correspondiente».
Posiblemente, el proyecto de ley que más impacto causó
en la opinión pública fue el referente al divorcio: «El Gobierno, al
secularizar el Estado, no podía dejar detrás de sí cuanto al matrimonio y a su
íntima estructura jurídica atañe». El Gobierno se ha de ocupar principalmente
de este problema, porque «no podía solidarizarse con quienes quieren hacer de
las situaciones creadas por dolo o culpa situaciones indisolubles
jurídicamente; no podía, en una palabra, permanecer atado a todo el sistema de
prejuicios sociales e imposiciones confesionales de que constitucionalmente se
ha liberado». Estas últimas palabras nos muestran también la que había sido y
será idea central en todos los discursos de Azaña: liberar al Estado de
cualquier prejuicio, sea del tipo que sea, que lesione la soberanía del Poder
nacional. Hace notar Fernando de los Ríos que este decreto no intenta facilitar
la ruptura del compromiso matrimonial para liberar de esta forma a los cónyuges
del sacrificio inherente a la vida familiar, sino que ,la Cámara Constituyente
lo entiende, afirma al ministro, «como resorte postrero a que acudir cuando se
haga imposible sostener las bases subjetivas que la crearon».
En la parte dispositiva del proyecto de ley, se indica
que «los tribunales ordinarios son los únicos competentes para los efectos
civiles. No se inscribirán en el Reglamento Civil las sentencias de los
tribunales eclesiásticos. El objetivo del decreto es vindicar en interés de la
vida ciudadana las funciones de soberanía (del Estado) por naturaleza
indelegables». Las más importantes entre éstas se refieren al orden judicial:
«Reconocida plena eficacia civil a las sentencias de los tribunales
eclesiásticos, resultó que el fallo de una entidad extraña a la soberanía del
Estado venía a crear, modificar v extinguir derechos civiles cuya salvaguarda
es de la exclusiva competencia de éste».
En su editorial del día siguiente, 6 de noviembre, «El
Debate», calificaba el decreto de «injusto e inicuo, monstruosidad jurídica»,
porque «de un plumazo pretende destruir la potestad judicial de la Iglesia».
Acusaba el periódico al ministro de Justicia de importarle muy poco destruir la
tradición jurídica de España con tal de llevar adelante su política sectaria.
La acusación de barbaridad jurídica se fundamentaba en el hecho de que por un
simple decreto se destruya no sólo una ley, sino todo un Código Civil. El
Estado invadía así un campo que no era el suyo, con un atentado a la soberanía
espiritual de la Iglesia, y sustrayéndola a ella la potestad judicial sobre el
matrimonio canónico «que de un modo exclusivo la compete». Para «El Debate»,
tal decreto le planteaba incluso el problema del regalismo, la intervención del
Estado en asuntos de sola competencia eclesiástica, «con todo su carácter
herético». Termina el periódico acusando al ministro Fernando de los Ríos de ir
«contra la tradición jurídica española, contra los derechos de la conciencia
católica, contra los preceptos del Código Civil, contra la inalienable potestad
judicial de la Iglesia». Por último, descubre el editorialista la intención
manifestada en la publicación del decreto de implantar, como en 1870, el
matrimonio civil obligatorio.
El mismo periódico —en un editorial titulado «Ataque
al presupuesto eclesiástico»— escribía el 22 de noviembre: «Aún sin ser ley,
por una simple orden del ministro de Justicia, ya no se pagara ni un céntimo
por las parroquias vacantes, economías, catedrales y colegiatas». Por esta
orden se anulaban créditos consignados en el presupuesto vigente, con la
particularidad de que dicha orden se puso en práctica antes de ser publicada en
«La Gaceta». Le pareció al ministro que tenía valor suficiente una orden de
trámite (que además llevaría consigo efectos retroactivos), lo que «El Debate»
considera que va contra toda razón y justicia.
Ya estaba en la mente del Gobierno hacer economías en
el presupuesto eclesiástico a partir del 1 de enero de 1932, pero con esta
orden que comentamos se anticipa la puesta en práctica del proyecto. Por otra
parte, hemos de recordar que ya en el artículo 24 (en la Constitución ya
aprobada será el 26), el Gobierno se obligaba a suprimir el presupuesto
eclesiástico en un período máximo de dos años. Escribe «El Debate»: «Se podía
esperar de él más moderación y sentido común que de la Cantara, pero no ha sido
así. El Gobierno es más cruel que la Asamblea. No respeta los derechos
adquiridos ni los respetos que la Asamblea le autorizó para tener». Temía el
periódico católico que de seguir los mismos hombres en el Gobierno, se
suprimiera el presupuesto eclesiástico antes del 31 de diciembre de 1933.
Todo ello nos hace ver claro el temor de la Iglesia a
su futuro económico inmediato, ya que desde el 1 de enero de 1932 quedaba
suprimido el presupuesto de culto y una asignación modesta que se pasaba a las
monjas. Concluía «El Debate»: «urge, pues, en España la formación del tesoro
sagrado, del tesoro nacional de culto e clero».
A los pocos días, el 27 de noviembre, volvía el diario
a ocuparse en su editorial del problema económico planteado a la Iglesia, y lo
hacia comentando una circular de los Obispos en la que éstos pedían ayuda
económica a los fieles para el sostenimiento del culto y clero. Decía el
editorial «De una parte, no escapa a ninguno la consideración de la injusticia
del Estado, expoliador en otros días de los bienes de la Iglesia, que consuma
hoy el despojo definitivo faltando a los compromisos que adquirió y negándose a
satisfacer la deuda contraída». También se hace eco de la alegría de bastantes
creyentes porque se encontraban de esta forma «con una Iglesia libre, separada
administrativamente del Estado, frente a si el ancho campo de posibilidades de
una vida independiente». Como consecuencia práctica de esta independencia de la
Iglesia, se sentía una mas viva adhesión que nunca hacia ella. al ser «victima
de la injusticia y del expolio»; esta adhesión llevaba a facilitarle los medios
para que «desarrolle intensamente su altísima misión espiritual». Termina el
periódico recordando a los católicos que se espera de elles «una cooperación
eficaz, constante y metódica
Un problema que aún no había cicatrizado era el de la
escuela laica, cuestión que a finales de 1931 vuelve al primer plano ante el
anuncio que hace el ministro del departamento de que se han aumentado los
presupuestos generales de su ramo en 100 millones de pesetas. La razón de éste
aumento estaba en que se habían de crear escuelas nuevas que sustituyeran a las
privadas. Ante tal noticia los católicos se alarmaron, intuyendo que las
verdaderas intenciones que movían este propósito eran «la orientación
revolucionaria, antisocial v antipatriótica» que se quería dar a las nuevas
escuelas, para que fueran, así, centros arreligiosos y ateos. La versión
oficial que se daba era la de que se quería que estos centros impartiesen una
educación basada en la neutralidad laica.
Comentaba a esto «El Debate» del 17 de noviembre.
«Habrá una mentira: la neutralidad religiosa, y habrá una realidad: la
persecución en el alma del niño de toda espiritualidad, de toda noción
sobrenatural. La mentira de la escuela laica, arreligiosa, aconfesional, es un
antiguo canto de sirena». Y afirma luego con toda gravedad: «Esto lleva
directamente al comunismo». Continúa el periódico: «El señor Llopis, director
general de Enseñanza y hombre clave en el Ministerio de Instrucción Pública, ha
ideado la escuela para educar al pueblo. La neutralidad queda excluida. Nada de
engaños ni de rodeos. Se prohíbe la enseñanza de la Religión, pero no es fácil
que el lugar de asta quede vacante. Ya el señor Llopis habló de la otra
religión, del comunismo». La tesis general del editorial es que no se puede dar
la escuela puramente laica, porque al quitar la religión se cae directamente en
el comunismo. El diario señala a Francia como ejemplo reciente que puede con
firmar su tesis.
La situación de la Iglesia en España era observada con
atención en centros eclesiásticos del extranjero, como no podía ser menos ante
la preocupación que por su futuro se sentía en el Vaticano. El día 27 de
diciembre, se hizo público un mensaje de solidaridad de los católicos belgas,
dirigido por ellos a los católicos españoles: « Dolorosamente conmovidos. por
los acontecimientos que ponen en peligro la libertad religiosa en Espacia,
especialmente en materia de enseñanza y del ejercicio del culto, y por la
empresa pública de descristianización de todo el pueblo, los católicos belgas
abajo firmantes creen responder al llamamiento del Romano Pontífice, a si como
et sus sentimientos de cordial amistad y de constante fidelidad hacia sus
hermanos de la católica España, expresando a estos su profunda simpatía en la
prueba actual».
Con ocasión del tiempo litúrgico de Adviento, el
Obispo de Barcelona publica una circular haciendo un llamamiento al tribunal de
Cristo, «donde habrá una horrible confusión de los pecadores y de los políticos
impíos. Vemos con gran satisfacción el generoso movimiento de protesta y de
revisión que se ha levantado entre nosotros perra reparar los daños causados a
la Iglesia.... empleando con energía todos los medios lícitos, como nos dice el
Santo Padre». El Obispo de Barcelona rechaza la sugerencia que se estaba
propagando entonces, tendente a crear un partido neutro por parte de los
católicos, que formaría «con ciertos partidos de orden». En opinión del
prelado, dicho partido sólo «lograría, suavizar algún tanto la herida sin
cicatrizarla y no se podrían evitar las irreparables consecuencias para el
porvenir». Decididamente, escribe el Obispo: «Nada de transacciones y pactos
con el hueco nudo de neutralidad en una lucha en la que se juegan los intereses
eternos de la Iglesia, que son los intereses de la gloria de Dios y de las
almas... Luchad con mucha intransigencia pero con caridad, luchad con viva energía,
id todos bien templados, sacad las mejores armas de vuestra armería propia del
Evangelio, no luchéis con saña, luchad con arma acerada, exponiendo los
argumentos metafísicos, las razones de orden sobrenatural basadas en los
derechos de un Dios creador, redentor y eterno remunerador». La última parte de
la circular está dedicada a alentar a los fieles respecto a publicaciones de
Prensa: «Declaramos con todo el peso de nuestras responsabilidades que están
comprendidos en el canon 1398 algunos diarios y periódicos que se editan en
nuestra ciudad y en otras de la diócesis, sin que pretendamos en modo alguno
referimos a sus aspectos profesionales y políticos, como «El Diluvio»,
«Solidaridad Obrera», L'Esquella de la Torrara», «El Papitu», «L'Hora»,, «La Batalla»,
y otros que se publican en otras ciudades, como «La Traca», «Frailazo», «El
Cencerro», «La Tierra», y otros similares cuya lectura está prohibida bajo pena
de pecado mortal».
El día 11 de diciembre tomaba posesión de la Jefatura
del Estado don Niceto Alcalá Zamora. Con este motivo, «El Debate» publicaba un
editorial en el que glosaba el hecho de la proclamación del primer Presidente
de la República: «... Nosotros debemos prestarle fidelidad v acatamiento. Es la
autoridad constituida. Tal pide la moral que practicamos, tal es lo que leemos
en las Sagradas Escrituras, lo que de un modo indiscutible y terminante han
mandado los Pontífices, lo que ha hecho la Iglesia española por medio de sus
representantes genuinos que, tengámoslo presente, no son otros que los
Prelados... No se nos puede pedir ni entusiasmo ni fervor, ni satisfacción
interior siquiera. ¿Por qué? Porque lo que se quiere consagrar hoy es un Estado
cuya forma jurídica legal es la Constitución que anteayer votaron las Cortes. Y
nosotros, que acatamos el Poder, no podemos aceptar la ley injusta. No está en
ella la fórmula de convivencia de todos los españoles». Continúa el periódico
afirmando que la primera medida que brota de la Constitución es colocar fuera
de ella misma a «enormes masas de ciudadanos extendidas por todos los ámbitos
del país». Se repite luego la idea ya manifestada a raíz de los debates
constitucionales: se nos ha declarado la guerra y los católicos la llevaremos
por los medios legales. Y termina el editorial: «No nos hagamos ilusiones: hoy
no es un día de paz para España. La primera preocupación del Presidente debería
ser llegara una verdadera paz en la nación... Pero cuando se inicia una
persecución a la Iglesia, no hay más que la que se pacte con la Iglesia misma».
Como final de este trabajo deseo citar la opinión de
Ortega y Gasset acerca de la República y del Gobierno, opinión expresada en los
primeros días de diciembre de 1931:
En cuanto a la forma de llevar la gestión pública del
Régimen, la califica Ortega de «falso apasionamiento, atropellado y
pueblerino». Y continúa criticando así abiertamente la vida de la República:
«El balance de los siete meses de República arroja una pérdida y no, como
debiera, una ganancia... Nos han hecho una República triste y agria. Constata
el filósofo español que ha decaído la temperatura del entusiasmo republicano y
que España va caminando a la deriva.
En cuanto a la solución que se fue dando al problema
religioso, la enjuicia así Ortega: «Yo no soy católico, pero no estoy dispuesto
a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo...
No está dicho, ni mucho menos, que la situación recientemente creada me
parezca, en su detalle, ni perfecta ni deseable. El Estado tiene que ser
perfectamente y vigorosamente laico; tal vez ha debido detenerse en esto y no
hacer ningún acto de agresión». El Gobierno es censurado por Ortega por haber
consentido el falseamiento del gran hecho nacional, debido a lo cual algunos
han entendido que la República no era obra «de un movimiento nacional», sino
que eran «ellos quienes habían traído la República y, en consecuencia, que la
República había venido en beneficio de ellos». Acusa también al Gobierno de no
haber hecho «una política unitaria nacional», de haber consentido el Gobierno
que «cada ministro saliese por la mañana, la escopeta al brazo, resuelto a
cazar al revuelo algún decreto vistoso como un faisán». Culpa también al
Gobierno de «amplio error en el modo de replantear la vida republicana» y de
«preferir continuar siendo el antiguo Comité revolucionario». Esta última
acusación es recogida por el editorial de «El Debate», que —en su edición del 8
de diciembre— calificaba de «gravísimo error» el que los gobernantes, ya en el
poder, no acertaran a despojarse de su antigua condición de miembros del Comité
preparatorio del advenimiento de la República. «Esto fuerza a reconocer —creía
«El Debate»— que cada uno de ellos, tal vez no todos, valía para caudillo de
barricada o de conspiración o de propaganda agitadora. Pero en ellos falta
conciencia de su actual misión, visión de gobernante y talla de jefe político».
En cuanto a la Iglesia y a la Monarquía, son
importantes las afirmaciones siguientes de Ortega y Gasset: «No hemos de negar
que durante no pocos años no fueron populares los gobiernos monárquicos. No lo
eran ni en el sentido de que en el pueblo radicara su fuerza y su sostén, ni en
razón de sus preocupaciones y afanes por los intereses genuinamente populares.
Tampoco nos engañaremos en negar la existencia de oligarquías rondadoras del
trono al que aislaban del resto de la sociedad española». Recuerda aquí Ortega
y Gasset las veces que la Iglesia solicitó algo y siempre se la despachó de
mejores o peores modos. Afirma luego claramente: «La Iglesia española,
empobrecida y mal respetada, ni quería influir ni siquiera era oída como
merecía en las altas esferas del régimen monárquico». Sobre este punto,
apostillaba «El Debate» en su editorial del 8 de diciembre: «En cambio, la
casta o secta o clase intelectual gozaba de prerrogativas, acatamientos y
privilegiada influencia bajo la Monarquía, y esta clase fue la que contribuyó a
derrocar el régimen monárquico. ¡Cuántos intelectuales protegidos por ministros
o duques! ¿Lo ha olvidado el Sr. Ortega y Gasset?».
José Manuel Gutiérrez Inclán
Tiempo de Historia, nº 23
Octubre de 1976
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