Julián Casanova / El País
La cultura política de la violencia y de la división
entre vencedores y vencidos, “patriotas y traidores”, “nacionales y rojos”, se
impuso en la sociedad española al menos durante dos décadas después del final
de la guerra civil. Los vencidos que pudieron seguir vivos tuvieron que
adaptarse a las formas de convivencia impuestas por los vencedores. Muchos
perdieron el trabajo; otros, especialmente en el mundo rural, fueron obligados
a trasladarse a ciudades o pueblos diferentes. Acosados y denunciados, los
militantes de las organizaciones políticas y sindicales del bando republicano
llevaron la peor parte. A los menos comprometidos, muchos de ellos analfabetos,
el franquismo les impuso el silencio para sobrevivir, obligándoles a tragarse
su propia identidad.
Hubo quienes resistieron con armas a la dictadura, los
llamados maquis o guerrilleros. Su origen estaba en los “huidos”, en aquellos
que para escapar a la represión de los militares rebeldes se refugiaron en
diferentes momentos de la guerra civil en las montañas de Andalucía, Asturias,
León o Galicia, sabiendo que no podían volver si querían salvar la vida. La
primera resistencia de esos huidos, y de todos aquellos que no aceptaron doblar
la rodilla ante los vencedores, dio paso gradualmente a una lucha armada más
organizada que copiaba los esquemas de resistencia antifascista ensayados en
Francia contra los nazis. Aunque muchos socialistas y anarquistas lucharon en
las guerrillas, sólo el PCE apoyó claramente esa vía armada. En esa década de
los cuarenta, unos siete mil maquis participaron en actividades armadas
por los diferentes montes del suelo español y unos sesenta mil enlaces o
colaboradores fueron a parar a las cárceles por prestar su apoyo. Si creemos a
las fuentes de la Guardia Civil, 2.173 guerrilleros y trescientos miembros de
las fuerzas armadas murieron en los enfrentamientos.
Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial hubo
esperanzas. Además, bastantes de los antiguos luchadores del bando republicano,
vencidos y exiliados, se enrolaron en la resistencia francesa contra el
nazismo, pensando que aquella era todavía su guerra, la que acabaría con todos
los tiranos, y Franco era el mayor de ellos, permitiéndoles volver a sus casas,
a sus trabajos y a sus tierras. La operación más importante en aquellos años de
guerra mundial fue la invasión del Valle de Arán, en la que entre 3.500 y 4.000
hombres ocuparon varias poblaciones del Pirineo desde el 14 al 28 de octubre de
1944, hasta que Vicente López Tovar, el jefe militar de las operaciones,
tuvo que ordenar la retirada, dejando un balance de unos sesenta muertos y
ochocientos prisioneros.
La lucha armada rara vez conectó con los intentos
clandestinos de reorganización sindical de la CNT y de la UGT y con algunas
protestas obreras que, de forma espontánea y dispersa, empezaron a hacer acto
de presencia desde finales de los años cuarenta en Cataluña y el País Vasco.
Las quejas por los bajos salarios y por el racionamiento eran la expresión de
demandas urgentes para salir de la miseria, pero tenían una dimensión política
porque desafiaban a las autoridades franquistas. Hubo ya una huelga importante,
que incluyó a más de veinte mil trabajadores, en la ría bilbaína el 1 de mayo
de 1947, aunque la más significativa de aquellos años fue la que comenzó en Barcelona
en marzo de 1951 con el boicot a los tranvías, para protestar por la subida de
tarifas. La huelga se extendió a otros sectores industriales y encontró también
un amplio eco de solidaridad en Vizcaya y Guipúzcoa. En esos conflictos, y en
los de los años siguientes, coincidiendo con las primeras movilizaciones
estudiantiles de 1956, se vio ya que los dos sindicalismos históricos, el
socialista y el anarquista, tenían desde la clandestinidad muchas dificultades
para conectar con esas protestas y que los comunistas comenzaban a convertirse
en la fuerza más activa de oposición a la dictadura.
Los comunistas se hicieron notar especialmente a
partir de la Ley de Convenios Colectivos de 1958, una norma que en realidad
intentaba canalizar esas protestas y al mismo tiempo situar la negociación por
los salarios y las condiciones de trabajo bajo el control del sindicalismo
vertical. Y aunque si fallaba el control, la dictadura siempre tenía a la
policía y al código penal, de la introducción de la negociación colectiva
emergió un sindicalismo clandestino, Comisiones Obreras, activado y orientado
por grupos católicos y comunistas, que intentaba penetrar en los sindicatos
franquistas, llevar a ellos a sus representantes, negociar con los patronos
hasta donde las circunstancias permitieran, con paciencia, a la espera de que
ese restrictivo marco oficial saltara algún día por los aires.
El movimiento de Comisiones Obreras nació con los
conflictos laborales de comienzos de los años sesenta y a él se sumaron, al
principio de forma espontánea, los grupos de trabajadores más activos en la
lucha antifranquista. Los representantes de Comisiones Obreras querían actuar
pública y legalmente, y lo consiguieron en algunas huelgas, aunque, dado que
estaban prohibidas y eran duramente reprimidas, ese nuevo sindicalismo tuvo que
moverse siempre en la clandestinidad. La forma de llegar a los obreros era
proponer reivindicaciones básicas en torno a los salarios y a las condiciones
de trabajo, pero entre sus grupos más combativos siempre estaban presentes
reivindicaciones más políticas como la libertad sindical y el derecho a la
huelga.
Desde el movimiento huelguístico de 1962 en las
minas de Asturias, la presencia de Comisiones Obreras fue ya indisolublemente
unida a todos los conflictos laborales que se propagaron por España hasta la
muerte de Franco. Rojos eran también para Franco los profesores y estudiantes
que cuestionaron los fundamentos de una universidad mediocre y represiva, los
clérigos que se distanciaron de la Iglesia sumisa a la dictadura y los
nacionalistas vascos y catalanes. El número de estudiantes universitarios, que
apenas pasaba de cincuenta mil en 1955, se había triplicado en 1971 y para
atender a ese notable crecimiento se creó un cuerpo de profesores no numerarios
(PNN), sujetos a contrato laboral, que mostraron su abierta hostilidad a los
principios ideológicos y políticos del franquismo. Frente a esa disidencia, en
la que confluyeron estudiantes y algunos catedráticos, la dictadura siempre
recurrió a la represión, sobre todo cuando esas protestas y rebeldías
encontraron sus propias formas de organización para enterrar definitivamente al
inútil SEU, obligatorio en teoría para todos los estudiantes.
Franco y sus fuerzas armadas, sin embargo, no estaban
dispuestos a ceder ni un gramo de su victoria en 1939. Por un lado, propagaban
sus “XXV Años de Paz”, con el ministro Fraga Iribarne como principal maestro de
ceremonias, y por otro, torturaban y ejecutaban todavía por supuestos crímenes
cometidos en la guerra, como hicieron con el dirigente comunista Julián
Grimau el 20 de abril de 1963. Unos meses después, el 17 de agosto, cuando
todavía arreciaban las protestas por ese fusilamiento, los anarquistas
Francisco Granados y Joaquín Delgado fueron ejecutados a garrote vil en la
cárcel de Carabanchel.
Pero el control absoluto que el poder intentaba
ejercer sobre los ciudadanos ya no era suficiente para evitar la movilización
social contra la falta de libertades. En esos años finales de la dictadura
aparecieron además conflictos y movilizaciones que se parecían mucho a los
nuevos movimientos sociales presentes entonces en las fuerzas industriales de
Europa y Norteamérica. Era el momento del apogeo del movimiento estudiantil,
enfrentado en España no tanto al sistema educativo como a un régimen político
represor y reaccionario; de los nacionalismos periféricos, que arrastraron a
una buena parte de las elites políticas y culturales; y no habría que pasar por
alto otras formas de acción colectiva vinculadas al pacifismo-antimilitarismo,
al feminismo, a la ecología o a los movimientos vecinales.
Justo cuando el dictador envejecía, apareció ETA (Euzkadi Ta
Askatasuna, Patria Vasca y Libertad), que aunque se creó en julio de 1959,
con retazos de las organizaciones juveniles del PNV, comenzó a tener resonancia
desde agosto de 1968, cuando la propaganda y las bombas sin muertos dieron paso
al asesinato en Irún del comisario de policía Melitón Manzanas. Desde ese
momento, el terrorismo de ETA se convirtió en un grave problema de orden
público y consiguió notables logros al provocar una represión indiscriminada y
la reacción frente a la dictadura de una parte importante de la población
vasca. El proceso de Burgos contra dieciséis detenidos por su vinculación a
ETA, en diciembre de 1970, y el asesinato de Carrero Blanco justo
tres años después, acompañaron a la agonía y muerte del franquismo. Pero Franco
murió matando. Pocas semanas antes de su muerte, ordenó la ejecución de cinco
supuestos terroristas. Para dejar bien claro qué tipo de dictadura había sido
la suya, desde la victoria en la guerra civil hasta el último suspiro en
noviembre de 1975.
Formidable blog, te sigo y te leo con interés, desgraciadamente en España hoy sus gobiernos han querido "olvidar a las víctimas".
ResponderEliminarSaludos.
http://t.co/SjfVDoZ4hE
Gracias por tus palabras Jesús.
ResponderEliminarSi militamos en la memoria, si mantenemos vivo el recuerdo de tantos muertos, represaliados, transterrados, impediremos que el olvido absuelva a los verdugos.
La Memoria como resistencia.
Salud!