El 15 de octubre de 2005 fallecía Ramón Gaya, pintor y
escritor. Colaboró con las Misiones Pedagógicas de la II República española,
realizando copias de cuadros del Museo del Prado para el Museo del Pueblo, y
viajó con este proyecto por los pueblos de España. Participó en la fundación de Hora de España y en el
Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Dos de sus cuadros:
Espanto. Bombardeo de Almería y y Palabras a los muertos. Retrato de Juan
Gil-Albert, fueron expuestos en el Pabellón de la República Española de la
Exposición de París de 1937.
En los últimos días de la Guerra, perdió a su mujer en el bombardeo de Figueras y cruzó los Pirineos con el Ejército republicano. Tras pasar por el campo de concentración de Saint-Cyprien, en junio de 1939 embarcó en el Sinaia camino de México, donde permaneció exiliado hasta 1952 que regresó a Europa.
*
Al joven compositor Salvador Moreno
Creo, además, que no venimos a la vida a ser felices, sino a cumplir con nuestro deber,
y podemos considerarnos dichosos si logramos hallar cuál es ese deber.
NIETZSCHE (De una carta a su amigo el Barón de Gersdorff)
En efecto, venimos tan sólo a cumplir con nuestro
deber. Y esto es verdad, más que para nadie, para el artista, ya que nació
cargado de compromisos. Lo más terrible entonces no es, como pudimos pensar un
día, perder esa felicidad a la que por lo visto nadie tiene derecho, sino
perder nuestro deber, es decir, perder nuestra vida y, sin embargo, seguir
viviendo. No haber encontrado nuestro deber es diferente, porque eso puede
sernos angustioso, tremendamente angustioso, pero nada más, de ahí que
despreciemos al adolescente que se mata y admiremos en cambio el suicidio de
Séneca. Y es que suicidarse por no saber descubrir en sí mismo sus deberes, o
mejor, su deber total, es en efecto, como suelen decir las gentes un poco de
memoria y por repetición, una cobardía. Pero morir voluntariamente,
coincidiendo con que su deber ha quedado cumplido, y tan bien cumplido como en
el caso de Séneca, no puede ser cobarde, sino algo mucho más fuerte que la
valentía, es tener un maravilloso sentido de la perfección. Suicidarse, pues,
sin haber adquirido ese derecho puede significar, sobre todo, y las más veces,
vanidad, petulancia. Sólo tendrán nuestro respeto quienes acaban, cierran,
terminan plenamente de vivir, y nuestro desdén aquellos que lo cortan, haciendo
así con su muerte una estafa a los demás, al mundo todo.
No, no venimos a
ser felices. Y cuando una política o una amante hablen de ofrecernos la
felicidad, desconfiemos mucho de una y otra porque son, de seguro, falsas, ya
que una política, la mejor, la más certera, la más inteligente y honrada que se
idease podría ofrecernos, cuando más, justicia; y una amante, la mejor y más
enamorada podría ofrecernos, a lo sumo, pasión, pero ni la justicia ni la
pasión nos darían felicidad alguna. Desconfiemos también, por otra parte, de
esas gentes que no se comprometen con nada, que no se ligan a nada y declaran
que lo que ellos quieren es vivir. ¿Vivir qué? Porque si no vivimos nuestros
deberes no viviremos nada, o por lo menos nada verdadero. Por eso ese mismo
loco, es decir, ese hombre desnudo, ese hombre descarnado que escribe a un
amigo las palabras que encabezan estas líneas, escribe además estas otras:
“trabajo en la construcción del puente que ha de unir el deseo
interior con el deber exterior”. El artista, que a tantas y tantas desventajas
está condenado, tiene una gran ventaja, por lo menos, sobre la mayoría de los
demás mortales, y es que su deber exterior no es nunca más que su deseo
interior, o sea, coincide lo que debe con lo que quiere, y no puede, por lo
tanto, sentirse enteramente desgraciado, o vacío, aun cuando le agobien graves
y terribles sufrimientos -porque, eso sí, no venimos tampoco a ser
desdichados-, sino que siempre lo envolverá un consuelo, un deber consolador,
un deber que no lo ata, un deber que lo libera.
Vemos, por lo tanto, que
no venimos a la vida para aprovecharnos de ella, sino a entregarle cuanto
somos. Y no ya nuestros valores, sino incluso las pasiones y los sentimientos
parece que nos han sido prestados, que nos han sido entregados, más que para
dicha y desdicha nuestra, para que la vida misma, para que la vida del mundo se
adorne, se emperifolle, se engalane de pasiones y sentimientos. Nada, pues,
salvo el deber, nos pertenece de veras. Cuando nos asalte la soledad, el
desengaño, el dolor, aferrémonos a ese deber, a ese deber que nada ni nadie
puede quitarnos, amparémonos en eso que es nuestro y muy nuestro. No, que no se
diga luego triste y pobremente que cumplimos con nuestro deber; no, no sólo
debemos cumplir con nuestro deber, sino esgrimirlo.
Y aunque todo esto
pueda aplicarse a todos, quede dicho aquí, más que para nadie, para el artista.
El artista -este es un punto al cual quería llegar cuanto antes- no es un algo
aparte del hombre, sino más bien una extremosidad del hombre, una especie de
exageración suya. Nada de todo lo humano se le oculta al artista, mientras que
al hombre, al hombre general, no le alcanzan muchos de los problemas, muchos de
los... climas que vive el artista, lo cual no significa que el artista sea
superior al hombre, sino tan sólo que es como más extenso, como más llevado al
colmo del hombre mismo, y de ahí que suela tenérsele por más loco que a los
demás, cuando eso que hay de raro y de distinto en él no es propiamente locura,
sino, como dije, simple extremosidad.
Y por eso, por extremoso, es por lo
que están tan extremados en el artista los deberes con que naciera. Todo tendrá
que sacrificárselo, él más que nadie, a su deber. ¿Todo, hasta sus propios
sufrimientos, hasta su más desgarradora pena de hombre? Sí, hasta eso. ¿No se
le permitirá, pues, que viva su dolor a solas, que viva su dolor para sí? No,
es decir, no aunque cuando un artista crea está solo en realidad. Todo, todo
tendrá que entregárselo a su deber. Y tanto, tanto deber es el suyo, tan
exigente y tiránico es este deber, que la entrega de estos íntimos sentimientos
no podrá nunca estar hecha así, de cualquier manera, espontáneamente, quiero decir
demasiado teñida de esos íntimos sentimientos mismos, sino con... mucha
frialdad. Sí, así es de penoso el deber del artista; ni siquiera le está
permitido sufrir sus sufrimientos. Ha de cuidar mucho que sus pasiones de
hombre no le quemen los dedos, las manos que ha de reservar y conservar para su
obra. Y cuanto más intenso, cuanto más inmenso sea el dolor -o la dicha, que en
arte, dolor y dicha valen igual-, más vigilante ha de volverse, y si se trata
de un poeta es entonces cuando más preocupado ha de estar por su endecasílabo,
por su rima, por su lenguaje, por sus leyes poéticas, por su artificio todo.
No, no venimos a ser felices ni desdichados, sino a cumplir con nuestro
deber. Hallar cuál es el deber que se nos asignó, y cumplirlo o esforzarse en
cumplirlo, esa puede ser nuestra felicidad, o dicho de otro modo, nuestra
tranquilidad. Claro que un artista puede recibir en su vida golpes que lo hagan
zozobrar en la vida; nada podrá salvarle entonces si no es, acaso, su deber.
Ese deber que, por lo visto, es mayor que la vida misma.
Recuerdo ahora
dos versos de Luis Cernuda, con los que quiero terminar:
Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía.
Ramón Gaya
México, 1940
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