El domingo 15 de enero de 1933, Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, inauguraba una parte del primer edificio de la Ciudad Universitaria de Madrid: la moderna Facultad de Filosofía y Letras, con la asistencia de Manuel Azaña; los ministros Fernando de los Ríos, Indalecio Prieto, Luis de Zulueta y Claudio Sánchez Albornoz; y el decano de la Facultad, Manuel García Morente.
Los estudiantes no estaban obligados a asistir a
clase y podían elegir libremente sus asignaturas. Entre los profesores que allí impartieron clase se encuentran los mejores intelectuales de la Edad de Plata: José Ortega y Gasset, Xavier Zubiri, María Zambrano, Julián Besteiro, Manuel García Morente, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Tomás Navarro, Rafael Lapesa, Pedro Salinas, Miguel Asín, Elías Tormo, Jorge Guillén, Claudio Sánchez-Albornoz, Manuel Gómez-Moreno, Agustín Millares Carlo, María de Maeztu, Hugo Obermaier y tantos otros.
Fue la única Facultad que llegó a trasladarse antes de la Guerra española, convirtiéndose durante la contienda en cuartel de la XII Brigada
Internacional, sufrió considerables daños y los libros de su valiosa biblioteca, la que dirigiera Juana Capdevielle, fueron usados para construir barricadas.
*
Ha nevado en la
noche.
La mañana ha
aparecido lisa y clara, ribeteada de blanco. Poca gente sobre la nieve todavía,
en esta ancha y vacía Plaza de la Moncloa: algún bracero, alguna devota... Hay,
olvidado en el cielo, un fantasma de Luna, y el Sol, teñido de rosa, comienza a
resbalar por los aleros.
Hay que
madrugar, ¡ahora sí que hay que madrugar!, para acudir a la Universidad. Tanto,
casi, como para una partida de sport. Y eso parece esta
mocedad que se agrupa y vocea junto al primer autobús, reclamando su puesto:
una alegre partida de esquiadores.
La Sierra azul,
con un festón de nieves blancas, se dibuja apenas en un horizonte lavado de
nubes. ¿Es que vamos allí? La gran parada de los autobuses, rojos, azules,
amarillos, blancos, recoge el bando de muchachos en el borde de los paseos. Y
ellos, los estudiantes, los asaltan, gritando en el regocijo del primer
asombro:
—¡Oye tú, un
autobús de dos pisos!
—¡A ver si os
caéis, vosotros, que sois de pueblo!
Otros prefieren
formar, para la marcha a pie, pequeñas caravanas.
—¡Un kilómetro
y medio, total...!
Y lucen sus
chaquetas de sport, sus sweatersde colores, ellas,
sus medias noruegas, dobladas sobre el recio calzado suizo.
El pabellón,
cuadrado y rojo, hace brillar sus cien ventanas como cien ojos que vigilan esta
primera entrada en las clases nuevas. Al lado, otros cuerpos del edificio, en
construcción todavía, tienen colgados los andamios y dejan circular el aire
frío en los calados cúbicos de su esqueleto de cemento.
—¿Se dará
clase?
—¿Han cambiado
las horas?
—¿Traéis los
cuadernos?
Se ríe, se
saluda con grandes efusiones, como en un largo viaje; se consulta,
ansiosamente, las carteras.
—¡El latín! ¡Me
dejé en casa el ejercicio de latín!
Muy pocos
conocen el edificio nuevo. Los otros miran por las ventanillas, esmeriladas de
frío, señalando pabellones en construcción.
—¿Es este?
—¿Es aquel?
—¿Todavía más lejos?
No decimos que
haya idilios que se reanuden en esta vuelta de las vacaciones. En la nueva
mocedad universitaria, son pocos los idilios. Mucha camaradería, mucha
amistad... No sé cuál de esos pensadores, fáciles de consultar porque sus
máximas están en las hojas de todos los calendarios, ha dicho que la amistad
excluye el amor.
—¡Anda éste,
qué jersey más elegante!
—¡Con que te
has dejado bigote! Oye, ¿te abriga?
Una parada. La rampa,
el pabellón. Se vacían los autobuses como por encanto, a un viento de
curiosidad, y los pasillos se llenan de voces.
—¡Oye tú, qué
alegre!
—¡Oye tú, qué
bonito!
Luego viene la
inquietud de encontrar las clases en aquel laberinto de galerías, brillantes de
color y de luz.
—¿Es la ocho?
—Es la once.
Se consulta en
los planos colocados en las carteleras –¡oh, todo tan moderno!– y al entrar en
las aulas, al olor fresco de la pintura nueva, de la madera nueva, al brillo
de estos cristales, de estos barnices, de estos niquelados impecables, alguien
exclama –él sabrá por qué–:
—¡Lo difícil
que va a ser aprobar aquí...!
Dicen que
luego, cuando esté instalado el comedor, habrá un té estudiantil cada quince o
veinte días, y acaso, acaso... baile.
—¡Que rabien
los que ya han terminado la carrera!
La nueva vida
del nuevo estudiante español empieza hoy, con este pabellón, todo ventanas al
sol, todo terrazas abiertas a la Sierra, todo luz cordial que choca y se
fragmenta en espejos policromos de azulejería.
La vieja vida,
que pronto pasará para no volver, queda encerrada en el caserón triste, en las
galerías yertas, en los claustros grises, en aquel jardín muerto de frío y
sombra de la vieja Universidad.
Matilde Muñoz
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