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1334. Lo que será la República española IV

De izquierda a derecha. Mariano Alarcón. el escultor Dunyach, Carlos Esplá, Blasco Ibález, Unamuno y Corpus Barga. 
Café La Rotonde en Montparnasse, Paris 1925


IV. A los trabajadores

Lo que quiere la monarquía española es que las masas trabajadoras, en el taller en el campo, produzcan lo más posible para las clases privilegiadas y se contenten con lo que estas quieran darles, viendo en perpetuo silencio, cohibidas por el terror. Cada vez que los obreros formulan una protesta, los sostenedores de la monarquía creen llegado ya el momento del temido «reparto» y apelan a la represión brutal, con gran contento e los ignorantes.

La España de Alfonso XIII es el país donde más se habla del peligro comunista para asustar a los burgueses, y tal vez el menos amenazado de tal peligro en toda la tierra.

Primeramente, el proletariado industrial es en España una minoría, en relación con las masas enormes que trabajan los campos. Dentro de dicho obrerismo industrial, los comunistas resultan inferiores en número, comparados con otros grupos revolucionarios que siguen fíeles las doctrinas del anarquismo. Por encima de comunistas y anarquistas están las organizaciones obreras, más numero​sas y conscientes, que sin dejar de ser radicales actúan con un oportunismo cuerdo dentro de la vida del Estado. Así es la Unión General de Trabajadores y así serán otras organizaciones proleta​rias dentro de la República. Esta repre​senta una vida de legalidad, inflexible​mente respetuosa con los derechos de las clases productoras e inflexible igual​mente en la aplicación de la justicia para castigar violencias.

Pero a la monarquía le conviene que una burguesía iletrada, capaz de llegar en su miedo a las mayores ferocidades, ignore la verdadera constitución de la masa obrera española, y apoyándose en su incultura supina, que desconoce la irreductible oposición existente entre la Tercera Internacional, los anarquistas y los socialistas, siempre que surja un con​flicto, englobe a los trabajadores sin ex​cepción, viendo en todos ellos comba​tientes de la revolución roja, y los vene​rables presidentes de círculos católicos y adoraciones nocturnas puedan gritar para servir a Alfonso XIII:

 —Nada de distingos... Todos son unos. ¡Duro con ellos!

El trabajador que no calla y se niega a la resignación es un enemigo del orden y de la patria. La mayor parte de las perturbaciones sociales ocurridas en Es​paña fueron obra directa o indirecta de los Gobiernos de la monarquía. La anor​mal situación de Cataluña, durante los últimos años, puede resumirse en un do​ble movimiento semejante al de la balan​za cuyos platillos suben o bajan según cambian las pesas de sitio.

La burguesía industrial catalana fue nacionalista, y continúa siéndolo, a pesar de los tránsfugas que por vanidad políti​ca o conveniencia individual sirven ahora a Alfonso XIII. Cuando este nacionalismo catalán adquiría grandes vuelos, el Gobierno de Madrid azuzaba, con toda clase de tretas, los rencores del proleta​riado contra los patronos, para que estos últimos se aterrasen buscando el amparo de la monarquía. Apenas los industriales, asustados y contritos, se refugiaban en los brazos protectores del poder central, la generosidad de los ministros de Alfon​so XIII no conocía límites y los patronos recibían en pago de su «patriotismo» la destrucción de las organizaciones sindi​calistas, el apoyo absoluto de la fuerza pública para toda clase de atrocidades. Como en la actualidad una parte mínima de la burguesía catalanista se ha hecho monárquica y sostenedora del Directorio, se dedica a proceder a la vez contra las organizaciones obreras que pretenden mantener su independencia y contra sus antiguos hermanos los nacionalistas catalanes, de espíritu liberal y progresivo, refractarios a transigir con la tiranía militarista.

El problema obrero en España es por el momento un asunto de justicia social, de comprensión de los tiempos moder​nos, de respeto a las organizaciones, de equidad por parte de los gobernantes en la resolución de los conflictos que surjan entre el capital y el trabajo. Esto puede hacerlo una República: jamás lo hará un Borbón.

Sería absurdo esperar que la Repúbli​ca española resuelva las cuestiones socia​les en veinticuatro horas. Ni en veinti​cuatro meses ni en veinticuatro años lle​gará a realizar esta labor completamente.

Los pueblos más adelantados de la tierra, que llevan sobre nosotros la ventaja de un siglo de progreso, no han conseguido aún soluciones definitivas en dicha materia. Es una obra de evolución, de educa​ción, de espíritu de justicia, que irá avan​zando a medida que se sucedan los años, desenvolviéndose el altruismo social y la mentalidad de las nuevas generacio​nes. Pero si la República establece en España las grandes reformas sociales im​plantadas ya en otros países, y cuya efi​cacia está demostrada prácticamente, habrá hecho más en poco tiempo por el bienestar y la dignidad de los trabajadores que la monarquía en siglos y siglos.

Además, la República española no teme a los obreros ni los mantendrá ale​jados de su Gobierno, como lo hacen Alfonso XIII y sus hombres, para los cuales no hay más obreros que los de los Sindicatos católicos. Al que se ama no se le teme, y la República ama a los trabajadores.

Todas las organizaciones obreras se​rán consultadas por la República y cola​borarán con ella para una legislación del trabajo. Desde el primer momento, un programa mínimo, inspirado en los ejemplos que ofrecen los pueblos más progresivos, será implantado en España, amplificándose después según lo vaya permitiendo el desarrollo de la nueva República, pues esta habrá de hacer frente a los ataques traidores de los partidarios del pasado.

A nadie en pleno uso de su inteligencia se le ocurrirá que el pueblo español, ig​norante por culpa de sus reyes, y que aún tiene en campos y montañas defen​sores de la monarquía absoluta y de la Inquisición, puede lanzarse desde los pri​meros momentos de su República a im​plantar reformas extremísimas, nunca ensayadas por ningún otro país en el curso de la historia, o intentadas con ruidosos fracasos. Nosotros debemos li​mitarnos a imitar lo que hayan experimentado ya pueblos más fuertes y adelantados, que llevan sobre España el avance de un siglo.

Además, un pueblo no es una cobaya, un conejito de Indias, de los que emplean los sabios en sus laboratorios para hacer descubrimientos útiles a la humanidad. Los más de estos animalillos mueren cuando el experimento no obtiene resul​tado, y solo cuesta el reemplazarlos unas pesetas, pero la vida de todo un pueblo es difícil de rehacer y los ilusos que la perturban con ensayos audaces y sin pre​cedentes no tienen derecho a salir del mal paso derramando unas cuantas lágri​mas y gimiendo: «Me equivoqué.»

Venga con nosotros la audacia contra un pasado nocivo, y adoptemos sin te​mor todo lo nuevo, lo grande, lo benefi​cioso y justo que existe en otras naciones y lleva años de ordenado funcionamien​to, estando garantizado por la experien​cia. En cuanto a ciertos ensayos genero​sos, pero inciertos, pueden intentarlos las naciones que marchan a la vanguar​dia del progreso humano, y si obtienen un éxito completo en el porvenir, ya los copiaremos nosotros o nuestros hijos.

En las masas obreras de España hay un espíritu de justicia, una visión de la realidad que no sospechan sus enemigos. Las persecuciones de que han sido objeto en tiempos del rey actual, las cacerías a que las han sometido los gobernantes, representan una provechosa lección, y todo trabajador bien equilibrado, que no quiera servir de autómata a sugestio​nes ocultas o anónimas, debe reconocer que vale más para su clase una República donde las Sociedades obreras gocen to​das las libertades legales y donde la es​cuela prepare a las futuras generaciones para la verdadera conquista del poder, que la monarquía de Alfonso XIII, con asesinos como Martínez Anido y fantoches habladores como Primo de Rivera, que solo respetan el obrerismo cuando está dirigido por los jesuitas.

Si existe en España un peligro comu​nista es en los campos. La monarquía española, siguiendo las huellas de su maestro el zarismo ruso, cultiva incons​cientemente el llamado «peligro rojo». La distribución de la propiedad de la tierra en algunas provincias españolas es idéntica a la estructura agraria de Ru​sia en tiempos de su imperio.

En todo el siglo xix y lo que va del presente, rara vez ha transcurrido una década sin que en los campos de Andalu​cía dejen de sonar las voces coléricas o dolorosas de los campesinos, protes​tando contra una existencia a estilo me​dieval. Pero los Gobiernos monárquicos, cuando ven en peligro las cosechas o temen una explosión de rebeldía, inundan las zonas peligrosas de guardia civil, y dan con esto por resuelto el problema.

Los reyes de España solo piensan en el empleo de la fuerza para resolver mo​mentáneamente los conflictos; jamás in​tentan darles fin con una solución legal. Los hombres de la monarquía son inca​paces de implantar una reforma agraria como las que han realizado las naciones de la Europa del Centro. Los gobernan​tes de estos pueblos se convencieron de que las bayonetas serian incapaces de contener la avalancha comunista y ex​propiaron mediante indemnización a los grandes terratenientes, para repartir sus dominios entre los campesinos. Ahora los pequeños propietarios nacidos de esta gran reforma constituyen en dichos paí​ses la base más firme de la democracia.

Es indudable que en Rusia la revolu​ción comunista no habría vencido al Gobierno republicano de la Asamblea Constituyente sin la fuerza que le proporcionó la muchedumbre de los cam​pos, deseosa de poseer la tierra. La Revo​lución francesa ha acabado por triunfar, después de un siglo de alternativas, por​que repartió oportunamente la tierra, monopolizada por la antigua nobleza, entre numerosos millones de pequeños propietarios.

Ni en Francia ni en los pueblos de la Europa central que hicieron la reforma agraria podrá triunfar nunca el bolche​vismo. Las doctrinas comunistas contra​dicen los intereses del pequeño propieta​rio. Este defiende la democracia porque la democracia lo creó como clase social. La aspiración de una República demo​crática no es suprimir la propiedad; muy al contrario, lo que desean las Repúbli​cas es aumentar indefinidamente el nú​mero de los propietarios, por pequeños que estos sean, considerando que todo hombre tiene derecho a la propiedad.

El ideal de las democracias no es aga​char a los hombres, pasando una guada​ña segadora sobre ellos para que todos queden al mismo nivel. A lo que aspira es a elevarlos, dándoles toda clase de medios para que suban según sus fuerzas. Es indiscutible que la propiedad puede reformarse, y debe reformarse cuando resulte necesario. En el curso de la histo​ria no se ha hecho otra cosa, y son abun​dantes sus transformaciones hasta el pre​sente. Pero esto no significa que la Re​pública considere necesaria su absoluta supresión. El derecho de propiedad es uno de los derechos del hombre, y por pequeña que sea la propiedad contribuye a la independencia del ciudadano.

Conociendo el peligro que representa la organización territorial de ciertas re​giones de España, dedicará la República desde el primer día su acción a la reforma agraria. No debe perdurar en nuestros campos la vergonzosa desigualdad ac​tual, después de un siglo de liberalismo y desamortización, que ha pasado sin dejar huella sobre ciertas regiones de Es​paña.

En dichas regiones todo está lo mismo que en la época de Carlos III. La encuesta que sirvió de base a la ley agraria de entonces parece ser todavía un documento del presente. Los males del siglo XVIII continúan aquejándonos en idénticas proporciones. El absentismo de los propietarios tiene ya un carácter crónico. En determinadas comarcas, grandes masas de tierra llevan siglos sin cultivo, mientras en otras regiones adquieren pequeñas parcelas un precio de arrendamiento superior a lo que producen; mal que ya señalaban los reformadores de dicho reinado.

Los subarriendos persisten hoy como entonces. El señorito se desentiende de las pequeñas molestias de tratar con los colonos, y un intermediario se encarga de esta función, procurándose una se​gunda renta. Los jornales, además de resultar exiguos, solo se ofrecen en deter​minadas épocas del año, y no pueden sostener a una población agrícola cuya pobreza moral y agotamiento físico son proverbiales en toda Europa.

Los latifundios españoles, igual a los de la Prusia oriental y de la Rusia prerrevolucionaria, resultan numerosos en las provincias andaluzas, en Extremadura, Salamanca y otras regiones. La situación puede resumirse diciendo que cuatro quintas partes de la tierra de España se hallan en manos de una quinta parte de la población.

La reforma agraria no es solamente una medida de profilaxis y justicia socia​les; constituye además la base de la gran​deza económica de España en lo futuro, y guarda una fuente de recursos, insospe​chados hasta ahora por la Hacienda.

Habrá menos toros para las corridas, pero miles y miles de españoles que viven ahora como mendigos podrán cultivar la tierra, encontrando más abundante su pan.

La parcelación de las grandes propie​dades creará una masa de pequeños pro​pietarios, defensores de la República contra la reacción y contra el bolchevismo.

Los propietarios actuales del suelo, al ser expropiados de él, recibirán una in​demnización en títulos cotizables, como se ha hecho en otros países, y el resultado de dicha reforma, al aumentar el valor de una parte considerable del suelo na​cional, representará una nueva moviliza​ción de la riqueza y proporcionará capi​tales a obras de interés público que men​cionaré más adelante.


Vicente Blasco Ibañez
Lo que será la República española - Capítulo IV











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