De izquierda a derecha. Mariano Alarcón. el escultor Dunyach, Carlos Esplá, Blasco Ibález, Unamuno y Corpus Barga.
Café La Rotonde en Montparnasse, Paris 1925
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IV. A los trabajadores
Lo que quiere la monarquía española es que las masas
trabajadoras, en el taller en el campo, produzcan lo más posible para las
clases privilegiadas y se contenten con lo que estas quieran darles, viendo en
perpetuo silencio, cohibidas por el terror. Cada vez que los obreros formulan
una protesta, los sostenedores de la monarquía creen llegado ya el momento del
temido «reparto» y apelan a la represión brutal, con gran contento e los
ignorantes.
La España de Alfonso XIII es el país donde más se
habla del peligro comunista para asustar a los burgueses, y tal vez el menos
amenazado de tal peligro en toda la tierra.
Primeramente, el proletariado industrial es en España
una minoría, en relación con las masas enormes que trabajan los campos. Dentro
de dicho obrerismo industrial, los comunistas resultan inferiores en número,
comparados con otros grupos revolucionarios que siguen fíeles las doctrinas del
anarquismo. Por encima de comunistas y anarquistas están las organizaciones
obreras, más numerosas y conscientes, que sin dejar de ser radicales
actúan con un oportunismo cuerdo dentro de la vida del Estado. Así es la Unión
General de Trabajadores y así serán otras organizaciones proletarias dentro de la República. Esta representa una vida de legalidad, inflexiblemente respetuosa con los derechos de las
clases productoras e inflexible igualmente en la aplicación de la justicia para castigar
violencias.
Pero a la monarquía le conviene que una burguesía
iletrada, capaz de llegar en su miedo a las mayores ferocidades, ignore la
verdadera constitución de la masa obrera española, y apoyándose en su incultura
supina, que desconoce la irreductible oposición existente entre la Tercera
Internacional, los anarquistas y los socialistas, siempre que surja un conflicto, englobe a los trabajadores sin excepción, viendo en todos ellos combatientes de la revolución roja, y los venerables presidentes de círculos católicos y
adoraciones nocturnas puedan gritar para servir a Alfonso XIII:
—Nada de distingos... Todos son unos. ¡Duro con
ellos!
El trabajador que no calla y se niega a la
resignación es un enemigo del orden y de la patria. La mayor parte de las
perturbaciones sociales ocurridas en España fueron obra directa o indirecta de los Gobiernos
de la monarquía. La anormal situación de Cataluña, durante los últimos años,
puede resumirse en un doble movimiento semejante al de la balanza cuyos platillos suben o bajan según cambian las pesas de sitio.
La burguesía industrial catalana fue nacionalista, y
continúa siéndolo, a pesar de los tránsfugas que por vanidad política o conveniencia individual sirven ahora
a Alfonso XIII. Cuando este nacionalismo catalán adquiría grandes vuelos, el
Gobierno de Madrid azuzaba, con toda clase de tretas, los rencores del proletariado contra los patronos, para que estos
últimos se aterrasen buscando el amparo de la monarquía. Apenas los
industriales, asustados y contritos, se refugiaban en los brazos protectores
del poder central, la generosidad de los ministros de Alfonso XIII no conocía límites y los patronos
recibían en pago de su «patriotismo» la destrucción de las organizaciones sindicalistas, el apoyo absoluto de la fuerza
pública para toda clase de atrocidades. Como en la actualidad una parte mínima
de la burguesía catalanista se ha hecho monárquica y sostenedora del Directorio, se dedica a proceder a la vez contra
las organizaciones obreras que pretenden mantener su independencia y contra sus
antiguos hermanos los nacionalistas catalanes, de espíritu liberal y progresivo,
refractarios a transigir con la tiranía militarista.
El problema obrero en España es por el momento un
asunto de justicia social, de comprensión de los tiempos modernos, de respeto a las organizaciones, de
equidad por parte de los gobernantes en la resolución de los conflictos que
surjan entre el capital y el trabajo. Esto puede hacerlo una República: jamás
lo hará un Borbón.
Sería absurdo esperar que la República española resuelva las cuestiones sociales en veinticuatro horas. Ni en veinticuatro meses ni en veinticuatro años llegará a realizar esta labor completamente.
Los pueblos más adelantados de la tierra, que llevan
sobre nosotros la ventaja de un siglo de progreso, no han conseguido aún
soluciones definitivas en dicha materia. Es una obra de evolución, de educación, de espíritu de justicia, que irá
avanzando
a medida que se sucedan los años, desenvolviéndose el altruismo social y la
mentalidad de las nuevas generaciones. Pero si la República establece en España las
grandes reformas sociales implantadas ya en otros países, y cuya eficacia está demostrada prácticamente, habrá hecho más en poco tiempo por el
bienestar y la dignidad de los trabajadores que la monarquía en siglos y siglos.
Además, la República española no teme a los obreros ni
los mantendrá alejados de su Gobierno, como lo hacen Alfonso XIII y sus
hombres, para los cuales no hay más obreros que los de los Sindicatos
católicos. Al que se ama no se le teme, y la República ama a los trabajadores.
Todas las organizaciones obreras serán consultadas por la República y colaborarán con ella para una legislación del
trabajo. Desde el primer momento, un programa mínimo, inspirado en los ejemplos
que ofrecen los pueblos más progresivos, será implantado en España,
amplificándose después según lo vaya permitiendo el desarrollo de la nueva
República, pues esta habrá de hacer frente a los ataques traidores de los partidarios del pasado.
A nadie en pleno uso de su inteligencia se le ocurrirá
que el pueblo español, ignorante por culpa de sus reyes, y que aún tiene en
campos y montañas defensores de la monarquía absoluta y de la Inquisición,
puede lanzarse desde los primeros momentos de su República a implantar reformas extremísimas, nunca
ensayadas por ningún otro país en el curso de la historia, o intentadas con
ruidosos fracasos. Nosotros debemos limitarnos a imitar lo que hayan experimentado ya pueblos más fuertes y
adelantados, que llevan sobre España el avance de un siglo.
Además, un pueblo no es una cobaya, un conejito de
Indias, de los que emplean los sabios en sus laboratorios para hacer
descubrimientos útiles a la humanidad. Los más de estos animalillos mueren
cuando el experimento no obtiene resultado, y solo cuesta el reemplazarlos unas pesetas,
pero la vida de todo un pueblo es difícil de rehacer y los ilusos que la
perturban con ensayos audaces y sin precedentes no tienen derecho a salir del mal paso
derramando unas cuantas lágrimas y gimiendo: «Me equivoqué.»
Venga con nosotros la audacia contra un pasado nocivo,
y adoptemos sin temor todo lo nuevo, lo grande, lo beneficioso y justo que existe en otras naciones
y lleva años de ordenado funcionamiento, estando garantizado por la experiencia. En cuanto a ciertos ensayos generosos, pero inciertos, pueden intentarlos
las naciones que marchan a la vanguardia del progreso humano, y si obtienen un éxito
completo en el porvenir, ya los copiaremos nosotros o nuestros hijos.
En las masas obreras de España hay un espíritu de
justicia, una visión de la realidad que no sospechan sus enemigos. Las
persecuciones de que han sido objeto en tiempos del rey actual, las cacerías a
que las han sometido los gobernantes, representan una provechosa lección, y
todo trabajador bien equilibrado, que no quiera servir de autómata a sugestiones ocultas o anónimas, debe reconocer que
vale más para su clase una República donde las Sociedades obreras gocen todas las libertades legales y donde la escuela prepare a las futuras generaciones
para la verdadera conquista del poder, que la monarquía de Alfonso XIII, con
asesinos como Martínez Anido y fantoches habladores como Primo de Rivera, que
solo respetan el obrerismo cuando está dirigido por los jesuitas.
Si existe en España un peligro comunista es en los campos. La monarquía
española, siguiendo las huellas de su maestro el zarismo ruso, cultiva inconscientemente el llamado «peligro rojo». La
distribución de la propiedad de la tierra en algunas provincias españolas es
idéntica a la estructura agraria de Rusia en tiempos de su imperio.
En todo el siglo xix y lo que va del presente, rara
vez ha transcurrido una década sin que en los campos de Andalucía dejen de sonar las voces coléricas o
dolorosas de los campesinos, protestando contra una existencia a estilo medieval. Pero los Gobiernos monárquicos, cuando ven en
peligro las cosechas o temen una explosión de rebeldía, inundan las zonas peligrosas de guardia civil,
y dan con esto por resuelto el problema.
Los reyes de España solo piensan en el empleo de la
fuerza para resolver momentáneamente los conflictos; jamás intentan darles fin con una solución legal.
Los hombres de la monarquía son incapaces de implantar una reforma agraria como las que
han realizado las naciones de la Europa del Centro. Los gobernantes de estos pueblos se convencieron de
que las bayonetas serian incapaces de contener la avalancha comunista y expropiaron mediante indemnización a los
grandes terratenientes, para repartir sus dominios entre los campesinos. Ahora
los pequeños propietarios nacidos de esta gran reforma constituyen en dichos
países
la base más firme de la democracia.
Es indudable que en Rusia la revolución comunista no habría vencido al
Gobierno republicano de la Asamblea Constituyente sin la fuerza que le
proporcionó la muchedumbre de los campos, deseosa de poseer la tierra. La Revolución francesa ha acabado por triunfar,
después de un siglo de alternativas, porque repartió oportunamente la tierra, monopolizada por
la antigua nobleza, entre numerosos millones de pequeños propietarios.
Ni en Francia ni en los pueblos de la Europa central
que hicieron la reforma agraria podrá triunfar nunca el bolchevismo. Las doctrinas comunistas contradicen los intereses del pequeño propietario. Este defiende la democracia porque la
democracia lo creó como clase social. La aspiración de una República democrática no es suprimir la propiedad; muy
al contrario, lo que desean las Repúblicas es aumentar indefinidamente el número de los propietarios, por pequeños que
estos sean, considerando que todo hombre tiene derecho a la propiedad.
El ideal de las democracias no es agachar a los hombres, pasando una guadaña segadora sobre ellos para que todos
queden al mismo nivel. A lo que aspira es a elevarlos, dándoles toda clase de
medios para que suban según sus fuerzas. Es indiscutible que la propiedad puede
reformarse, y debe reformarse cuando resulte necesario. En el curso de la historia no se ha hecho otra cosa, y son abundantes sus transformaciones hasta el presente. Pero esto no significa que la República considere necesaria su absoluta
supresión. El derecho de propiedad es uno de los derechos del hombre, y por
pequeña que sea la propiedad contribuye a la independencia del ciudadano.
Conociendo el peligro que representa la organización
territorial de ciertas regiones de España, dedicará la República desde el
primer día su acción a la reforma agraria. No debe perdurar en nuestros campos
la vergonzosa desigualdad actual, después de un siglo de liberalismo y
desamortización, que ha pasado sin dejar huella sobre ciertas regiones de España.
En dichas regiones todo está lo mismo que en la época
de Carlos III. La encuesta que sirvió de base a la ley agraria de entonces
parece ser todavía un documento del presente. Los males del siglo XVIII continúan
aquejándonos en idénticas proporciones. El absentismo de los propietarios tiene ya un carácter crónico. En
determinadas comarcas, grandes masas de tierra llevan siglos sin cultivo, mientras en
otras regiones adquieren pequeñas parcelas un precio de arrendamiento superior a lo que producen; mal que
ya señalaban los reformadores de dicho reinado.
Los subarriendos persisten hoy como entonces. El
señorito se desentiende de las pequeñas molestias de tratar con los colonos, y
un intermediario se encarga de esta función, procurándose una segunda renta. Los jornales, además de
resultar exiguos, solo se ofrecen en determinadas épocas del año, y no pueden sostener a una población
agrícola cuya pobreza moral y agotamiento físico son proverbiales en toda
Europa.
Los latifundios españoles, igual a los de la Prusia
oriental y de la Rusia prerrevolucionaria, resultan numerosos en las provincias
andaluzas, en Extremadura, Salamanca y otras regiones. La situación puede
resumirse diciendo que cuatro quintas partes de la tierra de España se hallan
en manos de una quinta parte de la población.
La reforma agraria no es solamente una medida de
profilaxis y justicia sociales; constituye además la base de la grandeza económica de España en lo futuro, y
guarda una fuente de recursos, insospechados hasta ahora por la Hacienda.
Habrá menos toros para las corridas, pero miles y
miles de españoles que viven ahora como mendigos podrán cultivar la tierra,
encontrando más abundante su pan.
La parcelación de las grandes propiedades creará una masa de pequeños propietarios, defensores de la República contra la reacción y contra el bolchevismo.
Los propietarios actuales del suelo, al ser
expropiados de él, recibirán una indemnización en títulos cotizables, como se ha hecho en
otros países, y el resultado de dicha reforma, al aumentar el valor de una
parte considerable del suelo nacional, representará una nueva movilización de la riqueza y proporcionará capitales a obras de interés público que mencionaré más adelante.
Vicente Blasco Ibañez
Lo que será la República española - Capítulo IV
París 1925
I.-El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.-Al Ejército
III.-A los contribuyentes
IV.-A los trabajadores
V.-Los tributos y el progreso del país
VI.- La República y el separatismo
VII.-La Iglesia
VIII.-Los hombres que gobernarán nuestra República
IX.-Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones venideras
X.-La República tiene un ideal
XI.-Y creyendo en ste ideal quiero vivir y morir
I.-El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.-Al Ejército
III.-A los contribuyentes
IV.-A los trabajadores
V.-Los tributos y el progreso del país
VI.- La República y el separatismo
VII.-La Iglesia
VIII.-Los hombres que gobernarán nuestra República
IX.-Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones venideras
X.-La República tiene un ideal
XI.-Y creyendo en ste ideal quiero vivir y morir
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