Guernica era una villa de unos siete mil habitantes,
situada en un apacible valle bordeado de montañas. Como todas las poblaciones
de Euzkadi, era un conglomerado de limpias casitas blancas, mirándose
mutuamente a través de calles estrechas y sombreadas, descollando del conjunto
los tres edificios, que se alzan como puntales simbólicos de la vida vasca: la
iglesia, índice de la religiosidad de nuestro pueblo: la casa Consistorial,
representativa de su civilidad, y el frontón, que nos habla de la fortaleza de
la raza. El mar no está lejos, y llega hasta las mismas plantas de Guernica en
forma de bellísima ría que va trazando islitas y recodos, por entre los cuales
se deslizan en los días de verano, las viejas velas de las gabarras que traen
arena desde las playas extendidas junto al mar. Es una población completamento
abierta, desprovista de toda defensa, pues en todo su perímetro no se
encontraba ni un mal cañón antiaéreo. Apartadas del casco trabajaban dos
pequeñas fábricas que de ningún modo podían considerarse como industrias de
guerra. La villa propiamente dicha está en la parte baja, en el valle, y junto
a ella, en una frondosa elevación se halla la Casa de Juntas -el Parlamento
Vizcaíno-, y en su jardín el famoso Arbol de Guernica, apenas mecido por la brisa,
siempre en silencio, cual si añorase los días de su esplendor nacional.
Todos los lunes del año se celebraban en Guernica sus
famosas ferias, pintorescas aglomeraciones de aldeanos, de un sabor ancestral
que ponían de manifiesto la civilidad y alegría de las fiestas vascas. Todos
los productos de las huertas e industrias caseras cercanas a Guernica se
exhibían en su plaza, y mientras las transacciones se llevaban a cabo con
solemnidad mercantil, los burritos y los bueyes que habían traído los productos
celebraban ponderada concentración bajo los tilos, esperando el retorno a sus
caseríos. Una vez terminada la parte importante del día, la de los negocios, la
gente se desparramaba por las casas de comidas, que hacían gastronómicamente
renombrada a Guernica, para cumplir con uno de los mandamientos principales de
la vida vasca: el de comer y beber bien, con calma, copiosidad y animada
conversación. Y en un estado eufórico que es consecuencia directa del rito
culinario, la gente rebosa en el frontón donde se celebraban famosos partidos
de pelota, o acude a la plaza donde se baila a los acordes del txistu y el
tamboril. Cuando las campañas de las iglesias tañían el toque de ánimas, se
iniciaba el desfile de los forasteros, y Guernica recobraba su calma de ciudad
antigua y tradicional.
Este fue el escenario escogido por Franco y por Alemania
para realizar el lunes 26 de abril de 1937 el primer ensayo de guerra total y
llevar a cabo el crimen más horrendo que recuerda la historia. Serían las
cuatro y media de la tarde cuando las campanas de las iglesias que hacían veces
de sirenas anunciaron la presencia de aviones enemigos a la gente que llenaba
Guernica por celebrarse la acostumbrada feria. Pronto apareció un avión, que
después de dibujar en el aire círculos de observación, arrojó unas cuantas
bombas sobre la estación del pequeño ferrocarril que une dicha villa con
Bilbao. Pocos minutos después un segundo Heinkel repitió la hazaña con la misma
impunidad. La gente se apresuró a cobijarse en las vetustas casas, a falta de
refugios, y por las calles desiertas se vio cruzar la figura del sacerdote
doctor Arronategui, en su noble deseo de socorrer a las primeras víctimas.
Transcurridos quince minutos, y cuando ya se empezaba a creer que el peligro
había desaparecido, volvió a oírse el zumbido de los aviones; eran Junkers 52,
los aparatos de bombardeo más potentes que Alemania había enviado a la
Península. Tan pronto como se hallaron encima de Guernica empezaron a arrojar
su mortífera carga, mientras que una escolta de cazas ametrallaba a la gente
que huía aterrada al campo, donde creía encontrar una mayor seguridad que
dentro de los viejos edificios. Unas casas volaban partidas en dos, otras se
hundían aplastando a quienes se habían cobijado en ellas, y las primeras
llamas empezaron a realizar su obra devastadora. Hombres, mujeres, niños,
corrían enloquecidos en todas direcciones para perecer en las calles, o morir
acribillados a balazos por los Heinkel que ametrallaban los caminos volando a
ras del suelo, dejando carreteras y heredades sembradas de cadáveres.
Pero todo ese horror no había sido más que un prólogo
del enorme crimen que se estaba perpetrando, pues fue entonces, a las cinco y
cuarto de la tarde, cuando comenzó la destrucción de la villa sagrada para los
vascos. Durante dos horas y media la bombardearon sin cesar, sin compasión alguna,
en la más horrible orgía de sangre y fuego hasta entonces conocida en la
historia de las hecatombes humanas. Iglesias, casas, todo estallaba hecho
trizas, y los heridos que estaban en el hospital fueron arrojados en pedazos
por las ventanas rotas. El fuego completaba la labor devastadora, y las llamas
devoraban edificios, cuerpos humanos, animales, todo. Guernica había quedado
convertida en una inmensa hoguera, dentro de la cual ardían centenares de
inocentes víctimas, en holocausto a la barbarie bautizada sacruegamente de
"Cruzada por el orden, la autoridad y la religión". Aquel zarpazo de
la fiera totalitaria había costado cerca de dos mil víctimas a la humanidad,
muchas de ellas pobres aldeanos que trabajaban sus heredades de sol a sol, y cuyos
labios rezaban a Dios antes y después de su labor.
A las ocho menos cuarto, cuando la noche empezaba a
caer, desapareció del cielo de Guernica el último avión, y una gran extensión
de la tierra vasca quedaba iluminada por el resplandor de la villa en llamas, con
sus víctimas calcinándose en sus entrañas. "Un espectáculo dantesco -me
decía uno de los miembros del Gobierno Vasco-, que impresionaba aún más viendo
aquellos rostros petrificados por el dolor de quienes, sentados en los bordes
del camino, contemplaban impávidos la consunción de Guernica, y en aquella
inmensa hoguera los cuerpos de sus seres queridos. Todas aquellas gentes daban
la impresión de haberse vuelto locas. El terror les había quitado el más leve
sentido de la realidad. Y no lloraban, porque les era imposible llorar."
La destrucción de la villa sagrada para los vascos se
había consumado, pero el Arbol de las Libertades había quedado ileso,
inmutable, con sus ramas extendidas hacia el cielo enrojecido, como queriendo
decir al mundo, que, a pesar de yacer a sus pies cientos de vascos inmolados
por defender la libertad, los principios por él representados nunca pasarían.
Cuando recibí las primeras noticias etel ataque contra
Guernica pensé en llegarme al lugar del desastre. Cuando me fueron comunicando
las proporciones de la catástrofe, dudé. Más tarde, cuando caída la noche el
espectáculo del fuego y desolación llevaba a diplomáticos y periodistas
extranjeros a Guernica, decidí no ir. No quería que la impresión de un acto de
vandalismo semejante pudiera contribuir a variar nuestra línea de conducta.
Preferí quedarme a solas con mi conciencia, que siempre me había aconsejado que
el hombre honrado no debe dejarse arrastrar por la indignación que le produce
la conducta innoble del adversario.
Pero me dirigí al mundo con las siguientes palabras:
"Ante Dios y la Historia que nos han de juzgar, afirmo, que durante tres
horas y media los aviones alemanes han bombardeado con una fiereza desconocida
hasta aquí, a la población civil indefensa de la histórica villa de Guernica,
reduciéndola a cenizas y persiguiendo con tiro de ametralladora a las mujeres y
niños que han perecido en gran número mientras huían locos de terror. Yo
pregunto al mundo civilizado si puede permitir el exterminio de un pueblo que
ha considerado siempre como su más grande título de gloria la defensa de su
Libertad y de la santa democracia que Guernica con su Arbol milenario ha
simbolizado a través de los siglos".
Pero no había que extrañarse, Se había cumplido la
amenaza del general Mola, jefe de las fuerzas atacantes. En unas octavillas que
fueron arrojadas sobre Bilbao desde unos aviones, nos amenazaba con las
siguientes palabras: "Nosotros destruiremos a Vizcaya, y su territorio
desnudo y desolado privará a los ingleses del deseo de sostener contra nosotros
a los bolcheviques vascos. Es preciso destruir la capital de un pueblo
pervertido que osa oponerse a la causa irresistible de la idea nacional",
Y estas palabras del general Mola fueron corroboradas más tarde por el Cardenal
Gomá. Primado de España, quien en carta dirigida al Canónigo vasco doctor
Onaindia le decía, que la destrucción de Guernica "era el anuncio de lo
que podía suceder a la gran cíudad". Se refería a Bilbao.
Mas a la ignominia totalitaria no le bastaba con la
salvaje destrucción de Guernica, y en su perfidia llegó a ensañarse en las
víctimas, atribuyendo a ellas la responsabilidad de la horrible carnicería en
que habían perecido. Y fue el mismo general Franco, quien después de acusarnos
vilmente a los vascos de haber destruido Guernica, pronunció estas cínicas
palabras: "Aguirre miente. Nosotros hemos respetado Guernica, como
respetamos todo lo que es español". Pero quien mentía con cinismo y
deshonor era él. Con razón dice Steer en su libro antes citado: "La destrucción
de Guernica no sólo fue un horrible espectáculo para los ojos; dio también
ocasión a las más horribles contradicciones y mentiras que oídos cristianos
jamás oyeron ...".
Jose A. Agirre
"De Guernica a Nueva York pasando por Berlín", 1943
Mi abuelo paterno estuvo en Gernika el día del bombardeo y según contaba, no hubo piedad para los que salían del pueblo a refugiarse en los montes. También le tocó el bombardeo de Durango.
ResponderEliminarGracias por conservar la memoria de estas acciones execrables
Peru
Gracias Peru. Ya sabes que me encantaría pdoer contar el valioso testimonio de tu abuelo. Recuperar su memoria.
ResponderEliminarAún hoy hay quien intenta reescribir la historia, falsear los hechos, asegurar que Franco y sus amigos de la Legión Condor no tuvieron nada que ver en el bombardeo ...