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1434. Holocausto para advertencia del mundo




Guernica era una villa de unos siete mil habitantes, situada en un apacible valle bordeado de montañas. Como todas las poblaciones de Euzkadi, era un conglomerado de limpias casitas blancas, mirándose mutuamente a través de calles estrechas y sombreadas, descollando del conjunto los tres edificios, que se alzan como puntales simbólicos de la vida vasca: la iglesia, índice de la religiosidad de nuestro pueblo: la casa Consistorial, representativa de su civilidad, y el frontón, que nos habla de la fortaleza de la raza. El mar no está lejos, y llega hasta las mismas plantas de Guernica en forma de bellísima ría que va trazando islitas y recodos, por entre los cuales se deslizan en los días de verano, las viejas velas de las gabarras que traen arena desde las playas extendidas junto al mar. Es una población completamento abierta, desprovista de toda defensa, pues en todo su perímetro no se encontraba ni un mal cañón antiaéreo. Apartadas del casco trabajaban dos pequeñas fábricas que de ningún modo podían considerarse como industrias de guerra. La villa propiamente dicha está en la parte baja, en el valle, y junto a ella, en una frondosa elevación se halla la Casa de Juntas -el Parlamento Vizcaíno-, y en su jardín el famoso Arbol de Guernica, apenas mecido por la brisa, siempre en silencio, cual si añorase los días de su esplendor nacional.

Todos los lunes del año se celebraban en Guernica sus famosas ferias, pintorescas aglomeraciones de aldeanos, de un sabor ancestral que ponían de manifiesto la civilidad y alegría de las fiestas vascas. Todos los productos de las huertas e industrias caseras cercanas a Guernica se exhibían en su plaza, y mientras las transacciones se llevaban a cabo con solemnidad mercantil, los burritos y los bueyes que habían traído los productos celebraban ponderada concentración bajo los tilos, esperando el retorno a sus caseríos. Una vez terminada la parte importante del día, la de los negocios, la gente se desparramaba por las casas de comidas, que hacían gastronómicamente renombrada a Guernica, para cumplir con uno de los mandamientos principales de la vida vasca: el de comer y beber bien, con calma, copiosidad y animada conversación. Y en un estado eufórico que es consecuencia directa del rito culinario, la gente rebosa en el frontón donde se celebraban famosos partidos de pelota, o acude a la plaza donde se baila a los acordes del txistu y el tamboril. Cuando las campañas de las iglesias tañían el toque de ánimas, se iniciaba el desfile de los forasteros, y Guernica recobraba su calma de ciudad antigua y tradicional.

Este fue el escenario escogido por Franco y por Alemania para realizar el lunes 26 de abril de 1937 el primer ensayo de guerra total y llevar a cabo el crimen más horrendo que recuerda la historia. Serían las cuatro y media de la tarde cuando las campanas de las iglesias que hacían veces de sirenas anunciaron la presencia de aviones enemigos a la gente que llenaba Guernica por celebrarse la acostumbrada feria. Pronto apareció un avión, que después de dibujar en el aire círculos de observación, arrojó unas cuantas bombas sobre la estación del pequeño ferrocarril que une dicha villa con Bilbao. Pocos minutos después un segundo Heinkel repitió la hazaña con la misma impunidad. La gente se apresuró a cobijarse en las vetustas casas, a falta de refugios, y por las calles desiertas se vio cruzar la figura del sacerdote doctor Arronategui, en su noble deseo de socorrer a las primeras víctimas. Transcurridos quince minutos, y cuando ya se empezaba a creer que el peligro había desaparecido, volvió a oírse el zumbido de los aviones; eran Junkers 52, los aparatos de bombardeo más potentes que Alemania había enviado a la Península. Tan pronto como se hallaron encima de Guernica empezaron a arrojar su mortífera carga, mientras que una escolta de cazas ametrallaba a la gente que huía aterrada al campo, donde creía encontrar una mayor seguridad que dentro de los viejos edificios. Unas casas volaban partidas en dos, otras se hundían aplastando a quienes se habían cobijado en ellas, y las primeras llamas empezaron a realizar su obra devastadora. Hombres, mujeres, niños, corrían enloquecidos en todas direcciones para perecer en las calles, o morir acribillados a balazos por los Heinkel que ametrallaban los caminos volando a ras del suelo, dejando carreteras y heredades sembradas de cadáveres.

Pero todo ese horror no había sido más que un prólogo del enorme crimen que se estaba perpetrando, pues fue entonces, a las cinco y cuarto de la tarde, cuando comenzó la destrucción de la villa sagrada para los vascos. Durante dos horas y media la bombardearon sin cesar, sin compasión alguna, en la más horrible orgía de sangre y fuego hasta entonces conocida en la historia de las hecatombes humanas. Iglesias, casas, todo estallaba hecho trizas, y los heridos que estaban en el hospital fueron arrojados en pedazos por las ventanas rotas. El fuego completaba la labor devastadora, y las llamas devoraban edificios, cuerpos humanos, animales, todo. Guernica había quedado convertida en una inmensa hoguera, dentro de la cual ardían centenares de inocentes víctimas, en holocausto a la barbarie bautizada sacruegamente de "Cruzada por el orden, la autoridad y la religión". Aquel zarpazo de la fiera totalitaria había costado cerca de dos mil víctimas a la humanidad, muchas de ellas pobres aldeanos que trabajaban sus heredades de sol a sol, y cuyos labios rezaban a Dios antes y después de su labor.

A las ocho menos cuarto, cuando la noche empezaba a caer, desapareció del cielo de Guernica el último avión, y una gran extensión de la tierra vasca quedaba iluminada por el resplandor de la villa en llamas, con sus víctimas calcinándose en sus entrañas. "Un espectáculo dantesco -me decía uno de los miembros del Gobierno Vasco-, que impresionaba aún más viendo aquellos rostros petrificados por el dolor de quienes, sentados en los bordes del camino, contemplaban impávidos la consunción de Guernica, y en aquella inmensa hoguera los cuerpos de sus seres queridos. Todas aquellas gentes daban la impresión de haberse vuelto locas. El terror les había quitado el más leve sentido de la realidad. Y no lloraban, porque les era imposible llorar."

La destrucción de la villa sagrada para los vascos se había consumado, pero el Arbol de las Libertades había quedado ileso, inmutable, con sus ramas extendidas hacia el cielo enrojecido, como queriendo decir al mundo, que, a pesar de yacer a sus pies cientos de vascos inmolados por defender la libertad, los principios por él representados nunca pasarían.

Cuando recibí las primeras noticias etel ataque contra Guernica pensé en llegarme al lugar del desastre. Cuando me fueron comunicando las proporciones de la catástrofe, dudé. Más tarde, cuando caída la noche el espectáculo del fuego y desolación llevaba a diplomáticos y periodistas extranjeros a Guernica, decidí no ir. No quería que la impresión de un acto de vandalismo semejante pudiera contribuir a variar nuestra línea de conducta. Preferí quedarme a solas con mi conciencia, que siempre me había aconsejado que el hombre honrado no debe dejarse arrastrar por la indignación que le produce la conducta innoble del adversario.

Pero me dirigí al mundo con las siguientes palabras: "Ante Dios y la Historia que nos han de juzgar, afirmo, que durante tres horas y media los aviones alemanes han bombardeado con una fiereza desconocida hasta aquí, a la población civil indefensa de la histórica villa de Guernica, reduciéndola a cenizas y persiguiendo con tiro de ametralladora a las mujeres y niños que han perecido en gran número mientras huían locos de terror. Yo pregunto al mundo civilizado si puede permitir el exterminio de un pueblo que ha considerado siempre como su más grande título de gloria la defensa de su Libertad y de la santa democracia que Guernica con su Arbol milenario ha simbolizado a través de los siglos".

Pero no había que extrañarse, Se había cumplido la amenaza del general Mola, jefe de las fuerzas atacantes. En unas octavillas que fueron arrojadas sobre Bilbao desde unos aviones, nos amenazaba con las siguientes palabras: "Nosotros destruiremos a Vizcaya, y su territorio desnudo y desolado privará a los ingleses del deseo de sostener contra nosotros a los bolcheviques vascos. Es preciso destruir la capital de un pueblo pervertido que osa oponerse a la causa irresistible de la idea nacional", Y estas palabras del general Mola fueron corroboradas más tarde por el Cardenal Gomá. Primado de España, quien en carta dirigida al Canónigo vasco doctor Onaindia le decía, que la destrucción de Guernica "era el anuncio de lo que podía suceder a la gran cíudad". Se refería a Bilbao.

Mas a la ignominia totalitaria no le bastaba con la salvaje destrucción de Guernica, y en su perfidia llegó a ensañarse en las víctimas, atribuyendo a ellas la responsabilidad de la horrible carnicería en que habían perecido. Y fue el mismo general Franco, quien después de acusarnos vilmente a los vascos de haber destruido Guernica, pronunció estas cínicas palabras: "Aguirre miente. Nosotros hemos respetado Guernica, como respetamos todo lo que es español". Pero quien mentía con cinismo y deshonor era él. Con razón dice Steer en su libro antes citado: "La destrucción de Guernica no sólo fue un horrible espectáculo para los ojos; dio también ocasión a las más horribles contradicciones y mentiras que oídos cristianos jamás oyeron ...".


Jose A. Agirre
"De Guernica a Nueva York pasando por Berlín", 1943











2 comentarios:

  1. Mi abuelo paterno estuvo en Gernika el día del bombardeo y según contaba, no hubo piedad para los que salían del pueblo a refugiarse en los montes. También le tocó el bombardeo de Durango.
    Gracias por conservar la memoria de estas acciones execrables
    Peru

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  2. Gracias Peru. Ya sabes que me encantaría pdoer contar el valioso testimonio de tu abuelo. Recuperar su memoria.

    Aún hoy hay quien intenta reescribir la historia, falsear los hechos, asegurar que Franco y sus amigos de la Legión Condor no tuvieron nada que ver en el bombardeo ...

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