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1806. España en Martí

José Martí Pérez
(La Habana, 28 de enero de 1853 - Dos Ríos, 19 de mayo de 1895)


Mi padre era español: era su gloria/ Los domingos, vestir a sus hijos.../ Pelear, bueno; no tienen que pelear, mejor:/ Aún por el derecho, es un pecado/ Verter sangre, y se ha de/ hallar al fin el modo de evitarlo. Pero si no,/ santo sencillo de la barba blanca,/ ni a sangre inútil llama tu hijo,/ ni servirá en su patria el extranjero./ Mi padre era español: era su gloria,/ Rendida la semana, irse el domingo,/ conmigo de la manoJosé Martí


La presencia de España es una de las más ricas constantes en la vida de nuestro Libertador. La tierra de sus padres está presente en su palabra y en su escritura, en su tono y en su temperamento. España levanta su frente apasionada y dolorosa desde el fondo de su meditación y de su ademán. España es su sangre y su agonía; España está en su nacimiento y en su muerte. Martí es, fidelidad poderosa, distinto de lo español, con ímpetu español.

Se ha repetido mucho que es característica acusada en la acción política de nuestro héroe la de no mostrar iracundia por el enemigo de todos los días. Ello es cierto, y está visto que ninguno de los revolucionarios americanos expresa tan cordial estimación por su adversario como José Martí. Pero es bueno que se aclare de inmediato que tal postura no obedece a blanduras sentimentales ni a cómodo ademán seráfico. Las razones para actitud tan esclarecida y ejemplar son profundas y firmes y arrancan, es importante precisarlo, de un claro entendimiento revolucionario. 

Nadie dejó en su tiempo un panorama tan vívido y veraz de la España empedernida de retrasos, manejada por una monarquía reaccionaria, explotada por terratenientes de entraña feudal y envenenada por una clarecía ignorante y parasitaria; pero nadie mantuvo tan firme estimación por el pueblo de la península, tan anhelosa vigilancia por sus brotes renovadores y tan robusta fe en su porvenir democrático y creador. Y una cosa y la otra se producen en virtud de los criterios fundamentales que integran e impulsan su acción revolucionaria.

Para un hombre de su tarea y destino no es difícil distinguir entre el grupo gobernante, ensoberbecido y rapaz, y la masa popular, capaz de todas las justicias y excelencias. Por ello, su enjuiciamiento del privilegio que oprime a España posee la misma penetración y energía que el reconocimiento permanente de las firmes calidades del pueblo.

Para que tenga Martí un entrañado conocimiento de lo español -de lo español penetrando en él; de él penetrando en lo español- se dan todas las circunstancias favorables: nace de valenciano y de canaria y conoce -en la avidez de los primeros años, y en los de la madurez anticipada-, la realidad española colonial que es Cuba y la realidad española metropolitana que son Madrid y Zaragoza. Lo primero está en El presidio político en Cuba; lo segundo, en Cuba y la Primera República Española. Pero también descubre muy a tiempo la otra realidad, la que late desvelada e insumisa -inmortal-, en las gentes de la calle y del campo, la que se recoge con verdad y elocuencia en artículos, discursos, cartas y poemas, la que palpita en su mejor hombría y en su más sorprendente creación.


Deber y devoción

Para entender hasta el fondo lo que significa lo español en Martí hay que tener presente tanto su naturaleza cordial y ardorosa como su encarnizado sentido del deber político. Desde que tuvo conciencia del mundo, quedó convencido de que el poder español debía ser derrotado en Cuba. Cuando muchos vacilan, él persiste; cuando combatientes de larga ejecutoria se dejan ganar por la idea de un posible entendimiento con la metrópoli, Martí reitera, predica y exalta su separatismo integral.

Pero no puede olvidarse que esa postura incambiable, que va haciéndose con el tiempo razón de su vida, está inserta en una naturaleza clara, vasta y tierna a la que llegan, en sus más varias solicitaciones, todas las señales humanas; las españolas también, que encuentran en el origen de su sangre un acogimiento cóncavo y entrañado. Recuérdese que la adolescencia y la primera juventud de nuestro héroe -"la poca flor de su vida"...-, se abren en tierras españolas y que allí, a contrapelo de la adultez del mabí irreductible, le cercan las gracias de un idioma amado con la raíz y las calidades de un pueblo que se comunica anchamente, gozosamente, con su entendimiento y sensibilidad.

Llega a tanto la identificación con el medio, que leyendo las crónicas de Martí sobre la vida política madrileña , sus juicios son los de un español más, metido en los entresijos parlamentarios y en las peripecias de las peñas literarias, vibrando siempre en el apasionamiento del instante. Unido después a gentes de excepción por la cultura y la conducta, envuelto en el grato ambiente universitario de Zaragoza, el poder de la amistad, en él avasallante y sagrado y el dominio del amor -desangramiento vitalicio de su costado-, lo atan para siempre a la tierra maternal, contra la que habrá de revolverse como combatiente incansable: Para Aragón, en España/ Tengo yo en mi corazón/ Un lugar, todo Aragón...

Como siempre en Martí, la señal intensa y plena de sus conflictos aparece en el verso, en el "verso amigo" que es su refugio y su consuelo. En uno de sus poemas más divulgados se enfrentan su amor español, en su encarnación popular y artística, y el muro del deber que lo sitúa frente a España. Una bailarina española, esta que acaba de morir ahora en tierras de Francia, la Bella Otero, remueve en él todo un mundo de vivencias -imaginaciones, reminiscencias, nostalgias, ímpetus-, y queda en el breve relámpago de movimiento y color una conjunción de instantes contradictorios que integran la más rica unidad: el ritmo violento y rotundo de la danza del pueblo, la música que arrulla y manda, el dibujo neto y retador de la mujer, que es "convite" y "fuga".

Los versos de "La bailarina española" son hermanos -hijos más bien- de la mujer, la música y el baile. El españolismo lo circunda y penetra todo y el poeta es una nota profunda de su propio canto. Se miran fijamente a los ojos la obra de arte, ingenua y madura a un tiempo, y el reclamo inapelable de la misión. El mambí puede llegar hasta un espectáculo que goza, con familiar sabiduría porque han quitado "el banderón de la acera". De otro modo, el hondo deleite -que anda tanto en el baile del pueblo como en el espectador apasionado-, quedaría soterrado, aplazado, pero nunca muerto bajo el mandato austero. En solo cuatro versos, la fiesta de los ojos, el entusiasmo recóndito y la severidad del apostolado: Baila muy bien la española;/ Es blanco y rojo el mantón:/ ¡Vuelve, fosca, a su rincón/ El alma trémula y sola!

Por estas razones, tan hondas y firmes, el juicio martiano de lo español será siempre un juicio desde adentro. De ahí su perspicacia, su sintonía y su verdad en el señalamiento de las cualidades del pueblo peninsular y el sorprendente juicio sobre sus más importantes problemas. Mil veces se yergue contra lo mucho que hay en Madrid de ociosidad achulada y de engreída molicie, pero se gozará con la alegría sana de su pueblo, en cuyas particularidades más típicas se sumerge y nada como en aguas propias. Hay un tierno mimo caricioso cuando, en el "Norte revuelto y brutal", lo asaltan los recuerdos de la calle madrileña. En unas navidades de Nueva York, que son allí, dice "de toma y daca", vive de nuevo la algazara desgarrada, sincera, directa, ruidosa de la Nochebuena de Madrid: "Óyense allá por todas partes, en los contornos de la ancha Plaza Mayor, chirimías y dulzainas; y una madre gentil ha puesto alas de cera a su hijo alegre, y la otra, cachucha de soldado, y esta compra tambor y aquella zampoña, y la señora Petra está celosa porque no tiene en su ventorrillo un tan galano nacimiento, hecho de cartón pardo y polvo de oro, como el que hace cerca de ella la corpulenta señora María..."

En muchos momentos la palabra de Martí, al asomarse sobre España, recuerda la visión y la manera del grande Antonio Machado. Como él, no se deja arrastrar por criterios simplistas y románticos y pone al descubierto, como el autor de Galerías, la huella repulsiva, impresa por la barbarie regresiva en una masa desdichada. Saben los dos grandes poetas que como cambie el régimen social se borrará la huella y nacerá una humanidad sin estigmas, de claro ímpetu creador. Para ellos, como para Quevedo, lo importante es arrojar la cara, no el espejo.

No es ésta la ocasión de ofrecer siquiera una muestra elocuente del enjuiciamiento martiano de la España de su tiempo. Así como al juzgar a los Estados Unidos distingue y distancia a Cutting, el bandido, de Lincoln, el libertador, al mirar hacia la tierra maternal enfrenta a Felipe II, cabeza de opresiones seculares, al Alcalde de Mósteles, ejemplo de limpia valentía popular. El bravo Alcalde lugareño pertenece a la que llama "la noble España nueva" y es parte del "sobrio y espiritual pueblo de España".

Por encima de la huella del grillete que le puso la España oficial en las Canteras de San Lázaro, sitúa Martí, su "fe en el mejoramiento humano" y en la "utilidad de la virtud". Recordemos: "A España se le puede amar, y los mismos que sentimos todavía sus latigazos sobre el hígado la queremos bien; pero no por lo que fue ni por lo que violó, ni por lo que ella misma ha echado con generosa indignación abajo, sino por la hermosura de su tierra, carácter romántico y sincero de sus hijos, ardorosa voluntad con que entra ahora en el concierto humano y razones históricas que a todos se alcanzan, y son como aquellas que ligan con los padres ignorantes, descuidados y malos a los hijos buenos".

En el enjuiciamiento español de Martí se descubre la pugna de enfoques característica de un meditador situado en la cresta de dos vertientes históricas e ideológicas. A veces, se deja llevar por sus residuos románticos y entiende que el retraso español nace de la pereza que engendra lo benigno y bello del medio físico. "Su suelo -dice aludiendo al de la península-, calentado por los rayos del sol y sombreado por los naranjos; allí donde las mujeres inflaman como lava ardiente, donde las flores perfuman el aire, donde aún las ruinas sonríen y el alba ofende la vista con sus resplandores; donde los campos sembrados de amapolas semejan lagos de sangre, donde las cabañas, cual nido de rosales, parecen sumergir a los moradores en la felicidad..." han estorbado la entrada del pueblo español en el desarrollo industrial que distingue su tiempo.

Tiene el mayor interés que hombre de la filiación de Martí descubra -cosa sorprendente entre sus contemporáneos americanos-, la relación entre la organización económica y la naturaleza del aporte cultural y artístico. En un artículo de singular interés, escrito en inglés y aparecido en el Sun de Nueva York el 26 de noviembre de 1880, establece que para que España produzca una literatura, una poesía distinta y mejor, ha de superar su retraso social y económico. Oigamos sus razones: "Las esparcidas y humeantes ruinas de la vieja sociedad todavía no se han transformado en los nuevos elementos de la época democrática. La poesía de la naturaleza no puede mover sola los corazones de una sociedad que tiene empeñadas las más amargas cuestiones en los más oscuros campos de batalla. Dos gigantes, el pasado y el porvenir, lidian actualmente. Los soldados gritan ¡adelante! Y apenas tienen tiempo para preguntarse dónde están, y morir después. Cada cual en su afán de abrirse paso por entre las polvorientas ruinas, carece de tiempo para detenerse y contemplar las bellezas de la Naturaleza, la gran consoladora. Una de las abundosas fuentes de la poesía está pues, seca y la otra es insuficiente. La tierra de don Pedro y de Felipe cantará verdaderamente poesía el día en que una nueva sociedad se asiente y el reposo general permita al pueblo nadar tranquilo en el mar sin riberas de la naturaleza.

Situada la cuestión en tan firmes términos, y dentro de un entendimiento materialista que contradice los criterios mil veces expuestos por Martí, reitera su fe en el pueblo español y advierte firmes señales de esperanza: "Empiezan a ver (los españoles) que no pueden quedarse árabes ni convertirse en gitanos. Desde que el mundo entero razona y las fábricas de vapor ocupan los lugares de inmensos arenales, ellos, a su vez, deben razonar con el mundo, trabajar en sus fábricas y buscarse sitio entre los que piensan como Herbert Spencer, se quejan como Heine, dudan como Byron y desprecian como Leopardi. Con sus manos españolas deben herir las cuerdas de la lira humana".

Consecuencia obligada de ese ancho criterio revolucionario es la preocupación de nuestro héroe porque la República que anhela cuente, en su nacimiento y desarrollo, con el aporte de los españoles residentes en Cuba. Aparte destacar en Patria las virtudes de españoles fieles a la causa libertadora -cosa que hace con singular emoción-, no olvida Martí exhortar a la masa hispana que convive con los cubanos; para ello pone mucho cuidado en definir contra quién se hace la guerra y contra qué España se produce. Recordemos sus frecuentes advertencias: "Esta no es la pelea del cubano contra el español sino la del Alcalde de Mósteles contra Felipe II".

En el documento capital de la Revolución liderada por Martí, en el Manifiesto de Montecristi, no solo aparece la preocupación sino que se enfatiza y reitera cuantiosamente. Recordemos: "La guerra no es contra el español que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento de la Patria que se ganen podrá gozar respetado, y aun amado, de la libertad que solo arrollará a los que salgan imprevisores al camino..." "¿Ni con qué derecho nos odiarán los españoles si los cubanos no los odiamos?" "Los cubanos empezamos la guerra y los cubanos y los españoles la terminaremos...".

¿Sería mucho imaginar suponer que Martí quería lograr la colaboración de los españoles en el reforzamiento de la economía propia y en la pelea que sabía inevitable contra el imperialismo naciente de los Estados Unidos? No olvidemos que más de una vez el líder del 95 teme que los españoles, que significan un peso considerable en los negocios cubanos, se empavorezcan ante el triunfo cercano de las Revolución y busquen la defensa de sus intereses en un entendimiento con los Estados Unidos. En fecha muy significativa, el 2 de mayo de 1895, escriben Máximo Gómez y Martí una carta al director del New York Herald. En ella leemos: "...y esos cubanos de adopción (los españoles de Cuba) si por temor injusto vuelven los ojos al Norte, como buscando amparo a las represalias, que no ocurrirán jamás, de la República de Cuba, ya no los vuelven, arrepentidos y avergonzados, al arma que habrían de poner contra el pecho de sus hijos..."

Solo encuentra explicación en la ancha perspicacia martiana este interés de fundir la voluntad de todos los españoles residentes, ricos o no, en la construcción de su República. Conocía como pocos los prejuicios de todo orden -el racista en lugar muy destacado-, que se levantaban contra su obra y entendía su deber sumar todas las fuerzas positivas para lograr, primero, la derrota del poder español, después, la de la penetración imperialista. Pero ha de añadirse, desde luego, cuanto había en su previsión de confianza y fe en el poder del vínculo de la sangre y en la condición recia, levantada y valerosa de las gentes de la tierra de sus padres.


El padre

Podríamos discurrir largamente sobre el modo en que fortalece la devoción española de Martí la presencia de sus padres. Alude de continuo a las virtudes fundamentales de Don Mariano y Doña Leonor como excelencias unidas a su origen. Ve en ellos la expresión cumplida de las cualidades de un gran pueblo sojuzgado, y lo que empieza en tierno amor termina en inspiración orientadora. El hijo sabio, que "viene de todas partes y hacia todas partes va", pide, andando el tiempo, consejo y señal al padre de pocas letras y mucha abnegación.

Entre las cartas numerosas que confirman la estimación del hijo por el padre, no es posible olvidar aquella en que le dice a su hermana Amelia: "Allí donde lo ves, lleno de vejeces y caprichos, es hombre de virtud extraordinaria. Ahora que vivo, ahora sé todo el valor de su energía y de todos los raros y excelsos méritos de su naturaleza pura y franca..." "...es sencillamente un hombre admirable. Fue honrado, cuando ya nadie lo es. Y ha llevado la honradez en la médula como lleva el perfume una flor, y la dureza una roca. Ha sido más que honrado; ha sido casto..." Y este amor hecho de profundos respetos va cuajando en una identificación sobria y callada que es, al fin, mandato austero de virtud y entereza.

Don Mariano ha muerto. El hijo trabaja día y noche en su oficina sombría de Nueva York por poner a un pueblo en pie de lucha. Sobre la mesa, dentro de un marco de bronce, vigilan dos ojos de silencioso heroísmo. El hijo toma la pluma y escribe unos versos -de españolísimas resonancias-, que quedan en apunte inconcluso:

Viejo de la barba blanca/ Que contemplándome estás/ Desde tu marco de bronce/ En mi mesa de pensar:/ Ya te escucho, ya te escucho:/ Hijo, más, un poco más:/ Piensa en mi barba de plata,/ Fue del mucho trabajar./ Piensa en mis ojos serenos,/ Fue de no ver nunca atrás:/ Piensa en el bien de mi muerte/ Que lo gané con luchar/ Piensa en el bien de/ Que lo gané con penar./ Yo no fui de esos ruines/ Viejos turbios que verás/ Hartos de logros impuros/ Parecer sin/ Cual el monte aquel he sido/ Que ya no veré jamás/ Azul en lo junto a tierra,/ No: yo pasé por la vida/ Mansamente ... / Como los montes he sido

Vamos, pues, yo voy contigo/ Ya sé que muriendo vas:/ Pero el pensar en la muerte/ Ya es ser cobarde! ¡A pensar,/ Hijo, en el bien de los hombres,/ Que así no te cansarás!/ El llanto a la espalda: el llanto/ Donde no te vean llorar:/ Hay tanta lágrima afuera,/ Y vienes a darnos más?

Cuando lo ve zozobrar/ Quejarse es un crimen, hijo/ Calla: date: ¡Un poco más!/ La barba muerta me tiembla,/ Hijo de verte temblar./ Recojo el cuerpo deshecho/ Cierro los labios amargos.

En su novela Amistad Funesta, hecha toda de sustancias autobiográficas, nos deja Martí la mejor estampa del español bueno en don Manuel del Valle y en su mujer, que tiene "el alma madraza de la española pobre". En don Manuel y en doña Andrea está, aún dentro de diferencias temperamentales, muy acusadas, mucho de la sobria entereza y de la severa ternura que encontró al nacer. Esa hondura humana, ese modo vital, tiñen para siempre el tránsito apasionado de nuestro grande hombre. Así se confirma en un poema de radiante madurez:

Cuando me vino el honor/ De la tierra generosa,/No pensé en Blanca ni en Rosa/ Ni en lo grande del favor./ Pensé en el pobre artillero/ Que está en la tumba callado:/ Pensé en mi padre el soldado:/ Pensé en mi padre, el obrero.

Y en unos versos poco conocidos, sorprendentes por su encantadora sencillez, Martí escribe: Mi padre fue español: era su gloria/ Rendida la semana, irse el Domingo/ Conmigo de la mano...


La huella en la letra

Pero claro está que la españolidad de Martí, afincada en la tierra siempre removida y sedienta de su parcela sentimental, hace presencia en un costado esencial de su personalidad, en la expresión literaria.

Fue nuestro hombre escritor de alma y cuerpo enteros; un sumo varón literario, que dijo Alfonso Reyes. La palabra, dicha o escrita, fue en él un arma poderosa, lista a todos los milagros. Después de darle muchas vueltas a las relaciones entre lo político y lo literario, queda claro que Martí es un caso en que la capacidad expresiva en él insuperable, fue un modo de ser, una categoría de la existencia, manifestada en todos y cada uno de sus menesteres. Y como se había formado en el amor y el entendimiento de una gran lengua y de una gran literatura, lo español está en la raíz de cuanto salió de su boca y de su pluma.

Pero, el caso de la españolidad literaria de Martí es en verdad uno de los sucesos culturales más necesitados de atención y estudio. Que fue Martí un escritor universal en el sentido más ancho y exacto del término, es cosa averiguada. Hombre alguno de su tiempo manejó, en el orbe hispánico, tantas noticias y saberes. El hecho de haber vivido sus últimos 15 años -los que le hacen la estatura impar-, en un mirador tan alto como Nueva York, ofreció a su desbordada curiosidad una información cabal de las literaturas de su tiempo. Ello le permitió ofrecer, a todos los pueblos de América -como reconoce Juan Ramón Jiménez- libros y autores solo por él frecuentados. Gente como Whitman, Emerson, Longfellow, Pushkin, Thoreau y Wilde llegaron al público hispánico a través de su comprensión sorprendente.

Su anhelosa vigilancia sobre la escritura de todo un continente lo llevó a proclamar una y otra vez la necesidad de conocer todas las literaturas para no quedar en servidor de alguna de ellas y, predicando con el ejemplo, su obra extensa y varia está cruzada de las más inesperadas presencias y de los aires más encontrados. ¿Cómo, escritor de tantas lecturas y lenguas y sensibilidad tan asaeteada de la nueva forma excelente, pudo defender su legado español y enriquecerlo frente a todo?

Ya sabemos que Martí, durante sus años de estudiante madrileño, había leído sin cansancio los clásicos de Rivadeneyra, y sobre ello tenemos el buen testimonio de Julio Burell. Lo supo bien Gabriela Mistral, que dejó escrito con gracia y verdad aquello de que nuestro hombre había pasado por los setenta rodillos de Rivadeneyra, quedando ileso. Pero muchos hicieron lo mismo en su tiempo y pocos acrecieron la herencia con autenticidad tan gallarda, con novedad tan leal. El españolismo literario de Martí es como una impregnación del tuétano creador; algo así como si a una planta en desarrollo le hubiéramos inyectado en lo más recóndito del tallo una sustancia singular, capaz de mostrar su color en toda floración y en todo fruto. En tal caso, la sustancia inyectada debe poseer raras virtudes enérgicas -como las que tuvo la obra de la Edad de Oro de la literatura española-, pero el organismo que recibe tal sustancia debe poseer una avidez sin fronteras ni término, una predisposición radical, sanguínea, de las que no admiten ni la vacilación, ni la debilidad ni la tregua.

Martí es el ejemplo mejor para confirmar que una gran originalidad -y no conoce lo hispánico artista más original-, no se empequeñece sino que se acrecienta y afirma cuando se da entrada a todas las aguas, siempre que se tengan fuerzas para regirlas con mano infalible. Confieso la honda impresión que me causó ver los grabados en que Goya reproduce los grandes óleos de Velázquez. Tan insigne humildad no puede darse sino en el que tenga poder, como el autor de los Caprichos, para contradecir, con genial, con inusitada expresión, a los modelos primordiales. Solo el que posee fuerza omnipotente puede resistir y utilizar el cuerpo a cuerpo con los gigantes.

Una posesión tan plena de la intimidad de las fuentes clásicas de España -posesión que peca por exceso, al decir del autor de Platero y yo- aparece en Martí por dos caminos principales: por las notas dominantes en una etapa o en un género peninsular y por la notoria influencia de sus más altos creadores. Hemos dado algún espacio a descubrir y explicar estas presencias insignes, y todo aconseja aludirlas ahora al paso, como testimonio de una fidelidad sin pausas.

Digamos algo, en primer término, de la huella española en la prosa martiana; acudiremos después a descubrirla en su poesía.

Por mil razones, los escritores españoles que son contemporáneos de Martí influyen en su obra. Los casos de Campoamor y de Bécquer, entre otros, son ostensibles; pero ocurre que el superior entendimiento de la tarea creadora y las facultades de excepción rechazan pronto tales huellas, y lo que permanece como afluencia primordial es el legado histórico de la grande escritura hispánica, desde los romances y cancioneros anónimos hasta las figuras dominantes del siglo XVII.

Es evidente que los modos genéricos de la expresión española se ahondan en Martí cuando se enfrenta a situaciones similares a las que dan nacimiento a aquellos modos. Así, es fácil encontrar la huella de los grandes escritores de la etapa preclásica en una porción hermosa y cumplida -culminante- de su literatura, en sus diarios de campaña. En ellos el gran escritor avanza embriagado en la realización de su largo sueño libertador, y al decir su diaria faena mambisa, le salen al paso las poderosas afluencias de las crónicas medievales de Castilla y el realismo prodigioso -recio y sutil- de los viejos romances. Y en el silencio del campamento, en las treguas de la noche sin sueño en que retornan viejas lastimaduras y se abren heridas que parecían cerradas y el espíritu quiere escaparse por el camino vertical de las palmas, sentimos revivir lo más puro, lo más afilado del misticismo español del XVII. Por el día, manda el Romancero; por la noche "los dos mansos luises".

En lo que mira a las huellas mayores, ya han sido descubiertas las de más reiterada aparición, desde el parentesco esquinado y contradictorio con Baltasar Gracián hasta la impronta permanente y profunda de Quevedo y de Santa Teresa de Jesús. Existen otras huellas, numerosas, pero aludimos a las primordiales.

En cuanto a la señal gracianesca en el período martiense, pudiéramos decir que es, desde cierto punto de mira, la más firme comprobación de su ascendencia hispánica. No pueden haber existido dos personalidades más distintas y contrarias que el jesuita aragonés y el libertador cubano y, sin embargo, se tocan en la angustia de la palabra exacta y del giro inesperado, cayendo los dos en esa espiral desvelada que involuciona sin cesar hasta el enrarecimiento, exigiendo al lector un duro esfuerzo interpretativo no siempre satisfecho. Como en ciertas familias, el padre y el hijo son del todo distintos y, no obstante, un gesto los denuncia. Muy espesa ha de ser la sangre que tal logra.

El magisterio de Quevedo, acatado y proclamado por el mismo Martí, está más cerca de nuestro hombre, aun cuando existan entre el sarcasmo amargo del autor de Los sueños y la angustia esperanzada de nuestro escritor distancias insalvables. Pero el ánimo adoctrinador, la mucha ciencia, el lirismo soberano y la belleza en lo exigente los unen en profundas cercanías.

El teresianismo de nuestro Apóstol, tan reiterado y evidente, es en verdad una gozosa comunión. La abulense, como el habanero, están insertos de por vida en una tarea fundadora que ha de suscitarles estorbos y quebrantos en cada hora. Los dos tienen el ánima adhesiva y la ternura a punto, y los dos han de acallar la complacencia cordial ante la dureza de una misión que terminará con sus vidas. Y por una coincidencia no bien aclarada en su origen comunicador, los dos poetas, que viven en el examen de los elementos menudos y domésticos que exige la obra militante, se nos escapan de continuo con alas místicas de las más afiladas puntas. Llega a tanto el parecido literario, que los giros y períodos suenan a coro de voces. 


El verso

La poesía de Martí, solicitada e influida como su prosa por múltiples corrientes, es, en lo más logrado, continuidad superada de las mejores señales líricas de España. Desde luego que la causa de tan mantenida, de tan radical filiación, está en que el verso, en que la forma poética cuaja en moldes consabidos, que tiene mucho que ver con los senderos de la invención lírica. La sonoridad orquestal del endecasílabo español es un camino excelente en Martí para la oda civil y las grandes lamentaciones elocuentes; de igual modo que el verso menor, lo mismo en los cuartetos de Versos Sencillos que en las seguidillas de Ismaelillo, acogen e incitan su más rica intimidad. Desde luego que la auténtica genialidad de Martí apunta más alto que los poetas españoles que le son contemporáneos -como el hombre es mayor, también lo es la obra-, y queda por ello su poema como el más rico, complejo y sorprendente de su día. En su estrofa se juntan las mejores resonancias clásicas con las simientes de una poesía de dinámica novedad, de un modo lírico que se desprende de la rica matriz con los jugos bebidos en ella.

Ya se sabe que lo popular español -el modo sentencioso y sabio de los romances y los cancioneros-, logra en la poesía martiana encarnaciones a un tiempo leales y distintas: ejemplo no superado de traslación de valores populares a la más exigente modernidad. Habrá que encontrar algún día la razón profunda de esta hazaña, caso primordial de la fuerza de la tradición y del poder actualizante y superador de los grandes poetas.

Lo que hemos anotado con obligada precipitación da una idea del modo en que retoñó en tierras de América, en una isla del Caribe, el ímpetu creador de un gran pueblo europeo. La españolidad de Martí es una gran lección de contornos universales y de inextinguible vigencia. Ella nos dice cómo la honestidad cenital y el entendimiento de los valores esenciales tienen impulso para dar nueva vida a las virtudes soterradas; ella nos ofrece a medida de cuanto puede colaborar el genio nacional de una gran patria al cauce creador de otros pueblos.


Final

No hay entusiasmo vano ni contagio místico cuando imaginamos, leyendo a Martí, la España que quiso y evocó, regida por su pueblo y dueña de sus destinos, la España de su padre, obrero y soldado, la España de la rabia y de la idea que soñó con Martí, Antonio Machado. Esa España nueva, que está naciendo ahora en las fábricas y en los campos, en los astilleros y en las minas en las escuelas y universidades, en la rabia y en la idea de sus verdaderos representantes.

La tierra de Martí, que fue agonía y deber para su oficio apostólico, ha hecho verdad su propósito de independencia plena. Ya Cuba, por obra de la Revolución encabezada por el compañero Fidel Castro es, como ansiaba Martí, como lo dejó dicho en una fase cargada de sentido y de porvenir, "libre de España y de los Estados Unidos". Ya podemos, sin turbación ni rubor, mirar hacia la luz de su frente paternal, ya podemos llevarle a la tumba el ramo de flores y la bandera que pidió, mudando el texto de su voto. El cumplimiento de su mandato -dentro de niveles distintos y más altos-, nos permite ofrecerle hoy una Patria digna de su sacrificio y de su genio, una Patria con bandera, con flores y sin amo; una Patria martiana.

Pero, la medida universal que alienta en lo martiano nos dice que todavía queda por cumplir una parte primordial de su deseo. Fue él quien dijo que la Patria es solo la porción de mundo que nos ha tocado contemplar más de cerca, con lo que advertía que el deber revolucionario, que el impulso libertador, para ser pleno, no puede admitir ni reconocer fronteras.

Ofreciendo toda la magnitud de su pensamiento revolucionario, dejó escrito el Apóstol José Martí en versos ejemplares que "la esclavitud de los hombres es la gran pena del mundo". Es indispensable, para cumplir con el querer martiano, limpiar la mundo de su pena mayor, hacer hombres libres a los que hoy esclaviza el imperialismo, denunciado firme y lúcidamente por el líder del 95. Poseemos hoy más razones de las que sustentaron el pensamiento de José Martí para poder afirmar, con plena convicción, que todos los pueblos y todos los hombres derrotarán a sus opresores. Basta con que la conciencia libertadora se muestre unida y combatiente acudiendo a los medios indispensables para vencer al común enemigo.

Por primera vez al recordar a Martí podemos afirmar que no está lejos el cumplimiento de su propósito mayor. Puede el imperialismo acumular tropas y armas sobre el pueblo heroico del Viet Nam, puede todavía asesinar libertadores en el Congo y en Santo Domingo, puede cegar vidas, acortarlas, en muchos parajes de la tierra comidos por la miseria que engendra su presencia; pero todo eso es la marca de la violencia sin sentido ni riberas, que precede a los grandes derrumbes. La victoria de los pueblos se advierte en su unión, en una decisión inapelable, que podrá más que diferencias ocasionales y rencillas míseras. La época grande y feliz en que vivimos, la que estrecha pueblos y convoca continentes, tiene la responsabilidad de liquidar el imperialismo, abriendo vías a la definitiva liberación humana.

En la gran tarea cumplirá su cuota de deber el pueblo español. Sobre él cae hoy un horror inmedible. Sobre sus campos, por largo tiempo recintos de la miseria y el terror, se abate ahora, como un viento de destrucción y de muerte, como una maldición infernal, la barbarie atómica. De tanto crimen nacerá, más alta que la injuria, una fuerza que, al traer la libertad, echará a andar sobre nuevas alturas aquel genio popular de gesto inconfundible y universal avidez que animó, desde la entraña, la acción y la creación de José Martí. Cuando cuaje la gran obra, cuando advenga el gran día, mediremos mejor el tamaño de un hombre que, al ser fiel a ese genio, trabajó por su liberación y que, al luchar desde Cuba contra los que le han cerrado el paso con hierro y engaño, sirvió los valores más altos de España.

En la obra libertadora y creadora de nuestro guiador se desborda, por debajo de la intención de los opresores de España y de Cuba, un ímpetu libertador que marcha ya unido, proyectado contra las mismas fuerzas regresivas. Por ello, el varón de deberes y de bellezas es hoy un inspirador clarividente y poderoso en la lucha de la tierra de sus padres y de la tierra de sus hijos. Cuando nos demos las manos en la común victoria, se habrá hecho verdad su anhelo de una nueva España. Trabajemos sin descanso, compañeros españoles y cubanos, por hacerle esta pleitesía a la grandeza permanente, a la creciente grandeza de José Martí.


Juan Marinello Vidaurreta
Discurso pronunciado en los salones de la Sociedad de Amistad Cubano-Española, el 11 de febrero de 1966








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