Esta
retrospectiva histórica estará forzosamente limitada, en el tiempo y en el
espacio. Sólo puedo referirme a lo que yo viví personalmente durante los meses
que duró mi mandato como ministro de Sanidad y Asistencia Social. Y sólo puedo
referirme, también, a lo que fueron los problemas planteados a la Sanidad en el
espacio ocupado por la España republicana. Ignoro lo que ocurriera en el resto
de la España ocupada por las fuerzas franquistas.
El
Ministerio de Sanidad y Asistencia Social fue creado en noviembre de 1936, en
cierto modo para responder a la necesidad de dar cuatro Carteras ministeriales
a la CNT. Existía una Dirección General de Sanidad dependiente del Ministerio
de la Gobernación, y otra Dirección de Asistencia Social que dependía,
asimismo, de ese Ministerio.
Con
esas dos Direcciones Generales de Sanidad y Asistencia Social se creó el
Ministerio al que yo fui destinada.
Organización del Ministerio
En
realidad, no era una mala idea dar independencia y personalidad a la Sanidad y
a la Asistencia Social, que estaban, en cierto modo, desasistidas en el
conjunto de Secciones del Ministerio de la Gobernación. La guerra, con sus
peligros y sus exigencias, reclamaba una atención especial para los aspectos
sanitarios y la asistencia social debía hacer frente a multitud de necesidades
creadas por la propia guerra. Empezaban a producirse las evacuaciones de
pueblos enteros que huían de la guerra, planteando lo que iba siendo el
pavoroso problema de los refugiados.
Cuando
me hice cargo del Ministerio me esforcé en buscar personal idóneo, con la
voluntad de potenciar la presencia femenina en este mundo político, del que la
mujer se había visto casi siempre marginada. Nombré subsecretaria a la doctora
Mercedes Maestre; directora de Asistencia Social a la doctora Amparo Poch. En
cuanto a la Dirección General de Sanidad, tuve que conformarme a lo que fueron
indicaciones del Sindicato Nacional de Sanidad, que señaló la conveniencia de
que fuese nombrado para ese cargo el doctor Morata Cantón.
Como
inciso, señalaré que se me había sugerido el nombre del doctor Gregorio Marañón
como subsecretario de Sanidad. Teniendo una opinión formada sobre las reservas
de Marañón ante las derivaciones de la guerra civil, me atrincheré en mi
propósito de valorar presencias femeninas en el Ministerio, designando, como he
dicho antes, a la doctora Mercedes Maestre, que, por cierto, no pertenecía a la
CNT sino a la UGT.
Mi
reserva respecto a Marañón, cuyos grandes méritos como hombre de ciencia no he
puesto nunca en duda, se vio justificada muy pronto: Enviado en misión al
extranjero, no regresó a España, mostrando su hostilidad a lo que era proceso
revolucionario con el que el pueblo respondiera al levantamiento fascista, no
escondiendo que, colocado ante una opción, siempre debería preferir las ideas
de orden y de continuidad que, para él, encarnaba mejor el franquismo que una
República desbordada por las masas.
Sin
embargo, el doctor Marañón había jugado un papel importante en el advenimiento de
la Segunda República, de la que se decía había sido quien le ayudara a nacer.
Algo
parecido ocurrió con el doctor Gustavo Pittaluga. Pese a mi desconfianza, se le
envió en delegación fuera de España. Tampoco regresó a ella y mejor perjudicó a
la causa republicana, ya que no supo guardar, por lo menos, una neutralidad que
hubiera podido excusarle históricamente.
Por
desgracia, carezco de datos concretos y de estadísticas a mi alcance para poder
establecer, de manera fidedigna, todo lo que fueron problemas a resolver
durante ese período en que todo estaba trastocado y en que hubo que improvisar
muchas cosas. Había, además, una triple función similar. Por una parte, había
una Sanidad que respondía a la Generalidad de Cataluña. Por otra, existía una
Sanidad de Guerra que formaba parte del Ministerio de Defensa. Y existía la
nuestra, que, en cierto modo, debía tomar bajo su cargo los heridos, cuando
éstos eran evacuados de los hospitales de sangre y pasaban a la retaguardia.
No
hay que exagerar las dificultades de esta triple función, porque las
sobrellevamos con buena voluntad y espíritu solidario, evitando roces y malos
entendidos. En primer lugar, debo decir que el comportamiento de los médicos
fue generalmente ejemplar. En ningún momento, o en raras ocasiones, las
ideologías políticas o las influencias religiosas se antepusieron al
sentimiento de responsabilidad del médico ante el herido o el enfermo. Tampoco
encontré, en ningún momento, hostilidad ante la mujer, confedera) y libertaria,
que ocupaba la dirección del Ministerio.
Todos
cuantos médicos debí tratar y colocar en cargos importantes cumplieron con su
deber y fueron siempre correctos conmigo. Cito como ejemplo el caso del doctor
Mestres Puig, que me secundó activamente en la Subsecretaría de Sanidad en los
últimos meses de mi gestión.
Recuerdo,
como dato anecdótico, que puse a disposición del doctor Trueta los locales del
Instituto Pedro Mata, de Reus, para que en ellos se ensayaran los métodos de
curación de brazos y piernas por medio del procedimiento de la gangrena seca,
que más tarde salvó a tantos hombres de mutilaciones fatales en el curso de la
segunda guerra mundial.
Allí
se instaló un equipo de médicos, ganados a las ideas de Trueta, que recogían a
heridos procedentes de los hospitales de sangre y a los que generalmente
salvaban de la pérdida de uno de sus miembros. Tuve ocasión de visitar este
instituto, convertido en hospital de ensayo, y de comprobar los éxitos
obtenidos.
Sanidad
Otro
de los grandes problemas a los que tuvo que hacer frente la Sanidad Civil fue
el temor a las epidemias. Como antes apuntábamos, por decreto de la Presidencia
del Consejo de Ministros del 21 de noviembre de 1936, fueron refundidos los
Consejos y Juntas Técnicas del anterior Ministerio en el Consejo Nacional de
Sanidad y Consejo Nacional de Asistencia Social.
El
Consejo Nacional de Sanidad constaba de los siguientes departamentos:
1.°
Higiene y Profilaxis.
2.°
Hospitales y Sanatorios.
3.°
Farmacia y Suministros.
4.°
Personal y Organizaciones profesionales.
5.°
Secretaría General.
Mi
mayor preocupación y la de mis colaboradores consistía en combatir las
infecciones, atajar las epidemias, hacer que el resquebrajamiento de la salud
del pueblo con la guerra no se convirtiera en un segundo frente. Ejemplo de
esta preocupación es la circular que publica el Ministerio a principios de
diciembre de 1936, a través de su departamento de Higiene y Profilaxis, en la
que se expresa lo siguiente:
«El
desplazamiento de una parte de la población española debido a las contingencias
de la guerra, y su aglomeración en determinadas regiones y provincias, obliga a
la Administración Sanitaria a la adopción de aquellas medidas profilácticas que
impiden la aparición de focos de enfermedades epidémicas...»
Había
que vigilar atentamente el estado sanitario de las aguas y la higiene de las
poblaciones que, en el maremágnum de las instalaciones improvisadas, de las
concentraciones de soldados y de refugiados, exigían una vigilancia continua
para evitar ciertos contagios, e incluso algunas de las formas que podía
utilizar el enemigo para envenenar aguas o para producir focos infecciosos.
El Comité de Higiene de la Sociedad de las Naciones
Tan
convencidos estaban en Ginebra del peligro de epidemias, que el Comité de
Higiene de la Sociedad de las Naciones envió a España dos delegaciones, una a
la España republicana y otra a la España franquista, para examinar «de visu» el
estado sanitario de las ciudades y de los frentes.
La
obsesión de los médicos comisionados era que se produjese, en una o en otra
zona, una epidemia de tifus exantemático. Ignoro lo que ocurriera en la zona
sometida por Franco y los suyos, pero en lo que respecta a la zona republicana,
no se produjo ni un solo caso de tifus exantemático. La Comisión tuvo que
reconocer que el estado sanitario, tanto en las ciudades como en los propios
frentes, no dejaba nada que desear, y que se observaban las más rigurosas
reglas de higiene y de vigilancia ante la propagación posible de enfermedades
clásicas en todo período de guerra, como son las enfermedades venéreas.
Asistencia social
La
otra gran orientación que guiaba nuestras actividades con respecto a la Asistencia
Social tenía una proyección para después de la guerra, y en ella se acometieron
reformas cuyo objetivo primordial consistía en cortar por la base los problemas
concernientes a las antiguas instituciones benéficas. El Decreto de la
Presidencia del Consejo de Ministros del 25 de noviembre de 1936, por el que se
creaba el Consejo Nacional de Asistencia Social, disponía que éste «tendrá como
misión primordial coordinar todo cuanto antes constituía el objeto y fines de
la beneficencia oficial, particular y pública». En efecto, se trataba de
aprovechar, por un lado, los bienes e instituciones pertenecientes a la antigua
Beneficencia, pero tratando al mismo tiempo de erradicar el espíritu humillante
de la caridad que lo inspiraba.
Procuramos
mejorar el régimen de los antiguos hospicios, lo mismo en la acogida a los
viejos que a los niños. Se utilizaron también grandes residencias requisadas,
instalándolas en condiciones humanas.
La
Asistencia Social fue regulada por el decreto del 14 de enero de 1937, según el
cual el Consejo Nacional constaría de cinco Consejerías, que serían:
1ª
Anormales, inválidos y desvalidos.
2ª
Protección a madres embarazadas y lactantes, y a niños lactados.
3ª
Hogares de la infancia (ex asilos), guarderías infantiles, etcétera.
4ª
Escuelas de corrección y reforma.
5ª
Secretaría general.
A
su vez, los Consejos Provinciales constarían de cinco secciones análogas en su
cometido. Y, al mismo tiempo, quedaban «disueltas todas las instituciones de
beneficencia particular, se hallasen o no afectas al protectorado del Gobierno,
cualquiera que fuese su carácter, ya se las conociera como fundación, asilo,
junta, patronato u otro nombre que pueda haber empleado». De acuerdo con la
doctora Amparo Poch, quise mejorar la condición económica de las asistentas
sociales, que cobraban sueldos irrisorios. Pero allí choqué con lo que era y
sigue siendo el estatuto de los funcionarios, que establece un principio de
jerarquización que me sublevaba. Existía tal diferencia entre lo que cobraba un
director general y lo que percibía una asistenta social, que no era posible
consentirlo.
Pero
no hubo manera de modificar legalmente este principio de jerarquía, que temo
continúe subsistiendo. No pude hacer más que buscar medios indirectos
para aumentar los sueldos de los funcionarios menos favorecidos y
disminuir, apelando a su conciencia de hombres y de sindicalistas, a los que
ocupaban cargos elevados.
En
lo que a mí respecta, y en lo que se refiere a cuantos estábamos delegados por
nuestra organización, el principio quedó establecido: Entregábamos el importe
de nuestros honorarios al Comité Nacional de la CNT y éste nos daba
mensualmente el sueldo que cobraba un miliciano.
Invitación del Comité de Higiene de la Sociedad de las Naciones
Como
consecuencia de la visita a la zona republicana de la Comisión enviada por el
Comité de Higiene de la Sociedad de las Naciones, fui personalmente invitada a
asistir a una reunión de este Comité, ante el cual expondría las conclusiones
de su viaje la delegación antes citada, a lo que yo podría agregar lo que
estimase conveniente.
Asistimos
a esta reunión la que esto firma, acompañada por los doctores Cuatrecasas y
Marín de Bernardo, y aprovechamos la ocasión para defender la causa de la
España republicana, denunciando el abandono en que nos dejaban las democracias,
de las que era máximo exponente la Sociedad de las Naciones.
Tuvimos
el atrevimiento de decir que no era preocupándose del estado sanitario de un
país civilizado, como era España, como se defendía a esta democracia que ponían
en peligro las huestes fascistas que pretendían enseñorearse de nuestro país.
Me
disculpo de referirme a este inciso anecdótico, que nada tiene que ver con la
Sanidad. Pero es que, en aquellos días, todo estaba tan íntimamente confundido
que era imposible establecer separaciones entre los diversos aspectos de la
vida económica, social y política de España.
Creación de la OCEAR
A
nuestro regreso nos esperaban las grandes dificultades, creadas por la caída de
Málaga, a la que había precedido la de Irún, derramando sobre la zona que
continuaba en poder de la República miles y miles de refugiados, la mayor parte
mujeres, viejos y niños. Cada día era también mayor el número de heridos a
cargo de la Sanidad de Guerra y que pasaban después a cargo de la Sanidad
Civil. Ello nos obligó a crear la Oficina Central de Evacuación y Asistencia a
los Refugiados (OCEAR), con sede en Valencia y en Barcelona. Cabe decir que en
esos días la situación de Madrid, rodeado por las fuerzas enemigas, salvo las
rutas que llevaban de Madrid hacia Valencia, había obligado al Gobierno, a
todos los servicios oficiales y a los Comités Nacionales de todos los partidos,
a abandonar Madrid, instalándose en Valencia.
Sin
embargo, en Madrid siguió funcionando la Sanidad Civil y la Asistencia Social,
tomando a su cargo los niños en edad escolar, que eran trasladados a zonas más
seguras, algunas situadas incluso en Francia, donde ya existían colonias
infantiles de niños refugiados.
El problema del aborto
Uno
de los problemas que me propuse abordar, aprovechando las dificultades que
ofrecía una situación revolucionaria, fue el de encontrar medios para evitar la
hecatombe de mujeres que eran víctimas de maniobras abortivas, que las
mutilaban para siempre y que en muchas ocasiones les costaban la vida.
En
unos momentos en que tener un hijo creaba dificultades casi insolubles, miles
de mujeres recurrían a curanderas o a prácticas primitivas que eran causa de
infecciones de gravísimas consecuencias. Urgía encontrar una solución sanitaria
a este problema, permitiendo que la mujer que se encontraba embarazada,
habiendo fallado todo procedimiento anticoncepcional puesto en práctica,
pudiera interrumpir este embarazo con garantías de higiene que no pusieran en
peligro su salud.
Todo
escrúpulo religioso o de otra índole pesaba poco en la vida de las mujeres que
debían afrontar tal estado de cosas. Consciente de la necesidad de encontrar
solución al caso, sin ser partidaria, ni mucho menos, de la práctica del
aborto, decidimos de común acuerdo la doctora Mercedes Maestre y yo preparar un
decreto que permitiera la interrupción artificial y voluntaria del embarazo.
Decreto que quedó en suspenso en la cartera del presidente a causa de la
oposición de la mayoría de miembros del Gobierno.
Esta
fue la causa por la cual tuve que recurrir al subterfugio de extender al resto
de la España republicana los beneficios del decreto sobre el derecho a la
interrupción artificial del embarazo adoptado por la Generalidad de Cataluña en
agosto de 1936. Este decreto de la Generalidad, que redactara el subsecretario
de la Consejería de Sanidad, el doctor Félix Martí Ibáñez, lo hizo aprobar el
compañero Pedro Herrera, nombrado por la CNT para ocupar el cargo de consejero
de Sanidad. Al elaborar estos decretos éramos conscientes de que debía buscarse
una solución al drama de miles de mujeres que, cargadas de hijos, recurrían a
medios extramedicales o caseros para suprimir embarazos no deseados. Debo añadir
que la oposición a tal proyecto de buena parte de los entonces miembros del
Gabinete derivaba de que sólo veían en él los aspectos negativos. Para ellos,
esta permisibilidad sería motivo de desbordes sexuales, y se prestaría a
ciertas inmoralidades de las que, a la larga, serían víctimas las propias
mujeres.
De
todo ello poco quedó, y hoy las tímidas tentativas de legalización del aborto,
con muchas limitaciones, chocan, una vez más, con los obstáculos que a ella
oponen aquellos que, por prejuicios religiosos, no se dan cuenta de que no sólo
no evitan los abortos, sino que exponen a numerosos peligros a muchas mujeres.
Por lo demás, estos escrúpulos son trasunto de una hipocresía evidente, de la
que son víctimas las mujeres pobres, ya que las ricas pueden ir tranquilamente
a Inglaterra, a Suiza o a otro país extranjero a liberarse de un embarazo
inoportuno.
La lucha contra la prostitución
Otra
de las iniciativas que, de acuerdo con la doctora Amparo Poch, directora de
Asistencia Social, pusimos en práctica fue crear las contingencias favorables
para que aquellas mujeres que quisieran liberarse de la prostitución pudieran
hacerlo encontrando medios que les permitieran abandonar el ejercicio de una
profesión considerada la más antigua del mundo.
Creamos
hogares, llamados Liberatorios de Prostitución, en los que eran alojadas y
asistidas aquellas mujeres que quisieran encontrar otro trabajo. Había allí
talleres donde aprendían oficios y un servicio mediante el cual se les iba
colocando en otras actividades remuneradas. Debo decir que algunas mujeres
reincidieron en su antigua profesión, que juzgaban menos penosa que aquella que
se les enseñaba. Pero, en honor a la verdad, hubo una gran mayoría que se
reintegraron a lo que, por llamarlo de alguna manera, llamaremos vida honrada,
algunas de ellas casándose incluso y siendo esposas y madres ejemplares.
Consideraciones finales
Es
difícil imaginar, a cincuenta años de distancia, lo que fueron esos meses
terribles. Los bombardeos de la aviación enemiga se abatían, sin
discriminación, sobre ciudades abiertas, donde la defensa antiaérea poco podía
hacer contra los aviones enemigos. Ignoramos si de manera deliberada, en lugar
de buscar puntos estratégicos, se atacaban sistemáticamente los barrios obreros
en las grandes aglomeraciones.
Y
que conste que la República nunca bombardeó ninguna ciudad de la zona ocupada
por Franco. Que conste, también, que la mayor parte de estos aviones asesinos
eran pilotados por aviadores alemanes e italianos. Es necesario evocar lo que
fue la matanza de niños y mujeres en muchas capitales para comprender el pánico
que se apoderara de las familias y que les hizo buscar desesperadamente un
refugio, una solución para salvar la vida de sus hijos.
Precisan
estas explicaciones para que la historia conozca las razones por las cuales
tanto el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social como las familias tuvimos
que aceptar ofertas de Méjico y de la Unión Soviética, que se ofrecieron a
acoger niños españoles a fin de salvarlos de los peligros de la guerra.
Y
fue una labor ímproba, a cargo sobre todo de la OCEAR, la de reunir y dirigir,
primero sobre Valencia y luego sobre Barcelona, los miles de niños destinados a
salir de España, unos hacia Francia, otros hacia Méjico y otros hacia Rusia.
En
ningún momento se violentó la conciencia y la voluntad de las familias que
acompañaron a sus hijos hasta los puntos de embarque. Hago gracia de lo que
fue, casi siempre, el espectáculo desgarrador de estas separaciones. Pero en
todas y en todos había la angustia y la incertidumbre del mañana.
Personalmente,
he sentido siempre una pena inmensa diciéndome que, tanto nosotros como los
familiares, contribuimos, forzados por las circunstancias trágicas que se
vivían, a que muchos de estos niños jamás pudieran regresar a España y a que
muchos se perdieran en la vorágine de la guerra que se acercaba, sobre todo los
que fueron a Rusia. He procurado ser lo más objetiva posible y, aunque
sucintamente, destacar lo más esencial de lo que fue mi labor en el Ministerio
de Sanidad y Asistencia Social y de las realizaciones que me fue permitido
acometer en el corto lapso de tiempo de mi gestión. Sólo lamento no haber
podido hacer más y, sobre todo, no haber podido consolidar lo hecho. Éramos
ricos en imaginación y en grandiosidad. Pensábamos hacer mucho bien y el bien
que hicimos, pese a todo, es superior al mal que se nos ha atribuido. He
procurado también abstenerme de todo sentimiento de hostilidad y de toda dura
acusación contra los que, históricamente, tendrán siempre la responsabilidad de
la tragedia en la que España fue sumida. Cuarenta años de dictadura son muchos
años. Es útil que se recuerde ese pasado y que las generaciones actuales lo
conozcan y nos conozcan.
Federica
Montseny
Los médicos y la medicina en la Guerra Civil española.
Madrid: Saned, 1986
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