El pueblo llevaba días esperándolos. Aparecieron por la carretera en formación cerrada, avanzando como mecanismos cansados, sin mirar a ninguna parte. La llovizna de octubre había unificado sus prendas heterogéneas. Llevaban jornadas por una ruta triste de pinos y despojos de maizales, comiendo cuando les alcanzaba el camión-cantina y durmiendo amontonados como los rebaños. Sobre sus cabezas flotaba un silencio espeso y hasta los guardianes se habían acostumbrado a dar las órdenes por señas.
El pueblo los recibió por las calles vacías, atisbándolos tras los cristales cerrados. Desde horas antes habían recogido a los niños. Cruzaron con un denso rumor de pasos húmedos, encolados unos a otros por los hombros, aplastados bajos las boinas ensopadas. Trataron de verles los rostros para separar a alguno de la masa, pero con las barbas todos les parecieron igual. Cuando estuvieron más próximos se cercioraron de que no tenían cuernos. Buscaron con avidez en las sienes chorreantes, diciéndose que no era posible, pero les desaparecían por la esquina del marco sin haber visto nada. No bastó para que dejaran de creerlo.
El pueblo no durmió aquella primera noche sabiendo que los tenía durmiendo tan cerca. Los alojaron en las ruinas de un caserón cuyas fallas del tejado fueron remendadas con lonas. Abrieron latas de pulpo para cenar y encendieron fuego para calentarse, y se acostaron en el suelo según se les iban secando las mantas. De las ventanas más próximas a ellos se extendió la especie de que caminaban desnudos por encima de las llamas.
Llovió toda la noche. Al día siguiente el pueblo intentó incorporarse a la vida normal. Perdida en los precipicios navarros, la única noticia directa que aquella comunidad tenía de la guerra era que les habían quitado los hombres. Los acontecimientos externos les llegaban a través de la versión de sus autoridades políticas y religiosas. El pueblo estaba convencido de que se ventilaba una reposición del combate de los ángeles.
A media mañana la cortina de niebla se desgarró para dar paso a un sol quebrantado. Algunos miembros del batallón de trabajadores abandonaron las ruinas y se desparramaron por las callejas buscando vino y café caliente. El pueblo les siguió haciendo el vacío. Ningún habitante se quedó a menos de cincuenta metros y les cerraron las puertas de las tabernas. Ellos estaban hechos a soportarlo todo y pasearon por las calzadas con escueto estoicismo, en pequeños grupos como los chiquiteros sin esperar nada. Los niños no se atrevían a pisar la calle y convertían los hogares en manicomios, y en las horas de escuela las madres formaban piquetes para llevarlos de la mano. En las siguientes noches varias vírgenes despertaron de su sueño gritando que las habían violado. Las mujeres se acordaban con nostalgia de los hombres que las habían dejado solas, y los ancianos tenían siempre a su alcance un garrote de alimañas. Al cuarto día una comisión de vecinos levantó al alcalde de sus siesta para preguntarle por qué les había traído aquella peste.
- No hacen nada si no se les toca- aseguró la autoridad.
Los vecinos quisieron saber cuándo se los llevaban.
- El mando está resolviendo dónde ponerlos a cavar trincheras.
Los viejos, las mujeres y los niños se colocaron cruces bien visibles encima de las ropas. Rezaban los rosarios con fervor tribal y hasta y hasta la sangre se les paralizaba en el silencio estancado del ángelus. Por las noches se recrudecieron junto al fuego las leyendas de trasgos, y los accidentes y contratiempos cotidianos se tuvieron por maldiciones de los forasteros. Éstos se habituaron a recorrer el pueblo por delante de las puertas cerradas. Lo hacían en grupos fúnebres, la vista cosida al horizonte con las últimas fibras del orgullo apaleado. Sin embargo las gentes no se atrevían a mirarles a la cara y algunas mujeres juraron que las desnudaban con los ojos. Cierto día uno de ellos apareció al extremo del mostrador de una taberna, dejando a los clientes sin aliento. Ninguno lo vio entrar. Se cruzaron miradas diciéndose que había atravesado las paredes. Para entonces ya podían diferenciarlos. Era un tipo sombrío, chupado y de piel deslavada de tanta conserva. Con los codos apoyados en la madera, parecía estar allí para hacer de blanco a las bolas de feria. En medio de un silencio trágico pidió con voz tierna en euskera un tazón de café con leche. El dueño escarbó por todo su negocio hasta encontrar el recipiente y le sirvió un líquido cubierto de humo. Para todos fue un alivio cuando se retiró con el tazón a una mesa del rincón más oscuro. Le vieron sacar un pan de munición del bolsillo de su tabardo y romperlo en migajas dentro de la humareda, como en un rito. Luego sacó una cuchara y empozó a llevarse a la boca cargas de masa. Sorbía con estruendo, con un misticismo tan reconcentrado y una expresión tan doméstica que ninguno pudo pensar en los cuernos hasta que acabó. Les atenazó la curiosidad por ver con qué moneda pagaba. El hombre recogió el tazón vacío y se lo llevó al dueño. Metálico a la expectación que había metido en la taberna, poniendo en las frentes la decepción, dejó en el mostrador una moneda de Franco.
Al día siguiente regresó con tres compañeros. EL pueblo contempló la entrada del grupo en la taberna sabiendo que el dueño no les cerraría la puerta. “A una culebra que me pida café con leche tampoco se lo podría negar”, les había dicho. Los cuatro tomaron por turno en el mismo tazón, porque no había otro. En los días siguientes se fue incrementando el número de prisioneros que acudía al local, pero cada uno llevaba su propia marmita por no esperar en la cola del café con leche. Surgió en la taberna una frontera natural, que dejaba a un lado al pueblo receloso y al otro a los forasteros en una actitud maciza que no ofendía a nadie. Sólo seguían despertando miedo. Les veían pagar a todos con monedas cristianas.
No tardaron en abrírseles el resto de las tabernas y las tiendas de alimentos. Entraban con pasos pulcros, pedían con palabras estrictas y los dueños les respondían con monosílabos. Así nació un código que pergeñó una convivencia desapacible. Cuando el miedo le dejaba un resquicio, el pueblo no sabía qué pensar.
Un sábado el jefe de los guardianes transmitió al cura el deseo de los prisioneros de asistir a la misa mayor del domingo. El cura se hizo repetir la frase porque creyó haber oído mal.
- Aquí podemos mantener a los vándalos fuera de las casas de Dios- replicó con las orejas encendidas.
- Son inofensivos -le aseguró el jefe de los guardianes-. Han sido derrotados y no quieren empezar otra guerra.
- Siguen siendo rojos -insistió el cura redoblando en la erre.
- Ni ellos mismos saben ya lo que son- sonrió el jefe de los guardianes.
El cura accedió por represalia. Al término del rosario de la tarde se acercó a las ruinas del caserón al frente de medio pueblo y exorcizó a los moradores, y al otro días los recibió en una iglesia mordiente. Los prisioneros se presentaron formando un grupo de paseo, afeitados y con las ropas estiradas. La gente los sometió en la calle a un escrutinio silencioso por averiguar dónde llevaban el azufre para poner fuego a lo sagrado. El cura los paró a la puerta del templo. Los envolvió en un acoso circular, metiéndoles la mirada por los ojos para tocar el pozo negro de su maldad, pensando que todo tendría un sentido completo si se les vieran los cuernos. Los instaló al fondo de la iglesia, en un recinto que él mismo había marcado con tiza en el suelo. Había girado las imágenes para que todas mirasen a la Horda, y había inflamado en sus ojos de mármol la cólera divina con un matiz de carpintero. Había colgado de todas las alturas crespones negros. Había ordenado al organista que anegara el templo con un estruendo de Juicio Final. Y había revestido la sangre de todos los Cristos con auténtica sangre fresca de conejo. Los prisioneros también se tragaron con impavidez aquella virulencia.
El pueblo llenó el templo fascinado por la morbosidad del instante, convencido de que se estaba metiendo en una trampa. Se marcó la misma frontera que en las tabernas. Era la primera vez que veían a los forasteros sin su boina y los más incrédulos se convencieron de que ni siquiera escondían muñones de cuernos bajo ella. El cura se olvidó de la misa y subió al púlpito armado del espíritu del arcángel san Gabriel. Habló con el mismo tono de voz que cuando perdía al mus. El órgano empezó a tronar con la primera sílaba. Habló de la división del mundo en buenos y malos, del encargo divino que tenían de evangelizar a los malos y si no matarlos. Habló de la prolongación de la era de los monstruos: de los turcos, de los abencerrajes y de los hotentotes; y proclamó el retorno de la Inquisición. Se le estaban rompiendo las venas del cuello al gritar que habría tantas Cruzadas como fueran precisas, cuando un rumor traslúcido se metió en la atmósfera del templo. Sugestionado por la garganta del cura, por el alboroto del órgano y por su propio escepticismo, el pueblo tardó en averiguar que los forasteros cantaban a coro la misa de Gloria. Al principio la notas fueron tan leves que apenas las oyeron los más próximos, pero cuando alcanzaron el púlpito formaban un bloque sonoro compacto. Por unos instante el cura y el pueblo se fundieron en un asombro nebuloso. El cura fue el primero en reaccionar. Creyendo que era la prueba más laberíntica enviada por Dios, cerró los puños y volvió a la carga con el estandarte de la Luz. El pueblo se estremeció atrapado en el duelo. El coro de cien voces de los forasteros se fue adueñando de la iglesia de modo natural, imponiéndose a los redobles furiosos del órgano y de la garganta del cura. Eran unas voces limpias, disciplinadas por ensayos de anteguerra, que señalaban a horizontes perfectos. Los forasteros cantaban como si estuvieran solos, ajenos al sufragio de sus contrincantes. El cura y el órgano enmudecieron cuando los muros de la iglesia vibraron con la apoteosis del concierto colosal de las cien voces. Las mujeres y los viejos lloraban prendidos al primer asombro. Con movimientos de sonámbulo el cura bajó del púlpito y en el altar ofició la misa que le marcaba el coro de prisioneros y el organista emprendió un acompañamiento cargado de docilidad. El pueblo pasó la noche tratando de hacerle un sitio a la revelación, y al día siguiente las mujeres despidieron a los forasteros con bocadillos de chorizo y escapularios.
Ramiro Pinilla
Historias de la guerra interminable
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