El piso trece es una nave vacía que recoge todos los ruidos y
todas las vibraciones del edificio y las devuelve ampliadas. Sus ventanas se
abren sobre Madrid, sobre sus campos y sobre sus pueblecillos cercanos. Abajo,
en la vertical, a cien metros de hondo, está la calle llena de gentes. Desde
arriba se les ve pasar faltos de su estatura, destacando al marchar su cráneo
redondo y sus piernas que surgen debajo a compás. Siguiendo hacia arriba las
hileras de balcones, de golpe se ven los bloques de los edificios;
estrechos en su base y anchos en su tejado. Los tejados son una superciudad:
los hay inclinados y rojos, cubiertos de tejas, con ventanitas pequeñas de
guardilla donde algunas veces sobresale un tiesto de flores. Los hay planos y
blancos con barandillas de hierro y baldosines rojos, llenos de ropa blanca
secándose al aire. Los hay con torretas, con cúpulas, con obeliscos y con
estatuas. Todos tienen chimeneas; viejas y chatas de ladrillo, esbeltas de
zinc inoxidable, brillantes a la luz, renegridas de hierro, torcidas y retorcidas.
Unas están empenachadas de humo gris, dentro y otras de volutas tenues azules;
muchas están calladas. Algunas parecen moverse; su envoltura de aire caliente,
hace ondular las líneas de sus siluetas.
Rodeando la ciudad, los campos: los campos verdes del Jarama,
los campos grises de la meseta hasta los carabancheles, los bosques de la
Casa de Campo y el Pardo, y detrás de los bosques las manchas de nieve de la
Sierra de Guadarrama. El cielo azul está encendido por detrás.
Tan alto, se siente uno ingrávido sobre esta estructura gigante
que vibra y oscila bajo los pies. Se siente uno pupila que mira a todos y
objeto que todas las pupilas miran.
En el salón desierto, en una ventana de la esquina que mira al
oeste, hay un bulto sentado cuya silueta se recorta en la claridad de la
ventana. Está agachado sobre el alféizar y de su cabeza salen dos ramas como
las antenas de un insecto. Es el único habitante de esta soledad, habitante
perpetuo cuya única obligación es mirar. Mirar de día y de noche. Mirar a
través de estas dos antenas de insecto para fijar a través de ellas los
movimientos de los hombres que se mueven allá en los campos. Lanzando la mirada
a través de prismas, recorriendo un laberinto por el que llega la visión
de las cosas y de los hombres como si estuvieran al alcance de la mano.
El soldado me deja escudriñar por los ojos del telémetro. Tengo
que graduar las dos imágenes distintas que bailotean ante mis propios ojos,
hasta lograr que una encaje sobre otra y formen una sola.
Allá lejos, en un cerro, está la batería. La veo con sus hombres
como hormigas afanosas, zascandileando a su alrededor. Parece que limpian el
cañón o que le inspeccionan y se mueven completamente ajenos a que yo les
estoy mirando. Allí al lado, hay una figurina diminuta con algo que no aprecio
bien hasta después de un esfuerzo. Veo entonces que existe otro, como yo, que
mira por las antenas de un telémetro de trípode y siento como si me estuviera
mirando a mí mismo y como si su mirada penetrara a través de mi telémetro y
entrara en mi cerebro.
El cañón ha escupido una nubecilla de humo blanco, como
el humo de una pipa en que se chupa. Me he extrañado de no oír la
explosión del disparo. Pero, sigo mirando la ronda de los hombres alrededor del
cañón.
Entonces, uno, dos o tres segundos más tarde ha silbado el obús
cruzando el aire. He retrocedido violentamente de la ventana. El soldado ha
tomado de mis manos el telémetro, ha lanzado una ojeada sobre el cañón y se ha
vuelto a mí.
—Nos están mirando.
He vuelto a coger el telémetro y a mirar. Me he pegado a estos
ojos del telémetro, prolongación de los míos, fascinado, incapaz de moverme del
sitio, viendo las nubecitas del humo del cañón, oyendo silbar el obús segundos
después y sintiendo sus explosiones en la calle, en las fachadas, en los
tejados alrededor, oyendo vibrar los cristales y las columnas, temblar el piso,
llenarse el salón inmenso de ruidos, de gritos, de polvo y de humo. Pensando
que me miran a mí, que me disparan a mí, que viene a mí por el aire el
obús, que va a penetrar por el ocular del telémetro, va a recorrer el camino
tortuoso de prismas y va a entrar en mi cerebro por mis ojos y va a estallar
aquí, dentro de mi cráneo.
Detrás de mí está el soldado, curioso de ver cómo estallan los
obuses en los tejados y en las calles, asomándose por encima de mi hombro para
ver saltar las tejas y los cristales y localizar la explosión.
—¡Nos van a dar! Ha estallado una en el Café del Norte.
Y lo dice tan sonriente y tan tranquilo como si el blanco no
fuéramos nosotros. O como si fuera un juego de chiquillos sin
importancia.
He podido romper el embrujo y él ha recuperado su puesto de
observador con los ojos clavados al telémetro, cumpliendo su deber, pero sin
poder refrenar su curiosidad de ver dónde caen los obuses. Preguntándome:
«¿Dónde ha estallado ése?»; diciéndome a cada disparo: «¡Otro!».
Yo, detrás de él, anhelante con todos los nervios tensos,
revistando los tejados en espera de en cuál de ellos surgirá el chasquido y el
humo de la explosión. O en espera de que la explosión y el chasquido sea aquí,
dentro de esta sala inmensa y vacía donde estamos solos el soldado y yo.
Quisiera marcharme. Pero si me escapo de este piso trece huyendo de él, tendré
que bajar corriendo trece pisos de escaleras y no veré el obús que
viene.
Prefiero mirar y saber cuándo tiran sobre mí. Me quedo en el
piso trece.
Arturo Barea
Valor y miedo, 1938. Capítulo XVII - Piso trece
Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea.
Refleja la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas
franquistas.
Impresionante.
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