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2571. Piso trece

Un salón inmenso, lleno de ventanas que se abren a tres fachadas del edificio. No hay en él un solo mueble. Está completamente desnudo, sin una alfombra, un tapiz o una cortina; no sólo desnudo, sino roto en su carne y en sus huecos. Allá, en medio del techo, hay un agujero del que penden jirones de cemento cosidos por alambres mohosos. Por allí, entró un obús. Ahora entra un chorro de sol que se estrella contra el suelo, cerca de los bordes de otro agujero que descubre las entrañas del piso doce. El obús siguió por allí su camino. En aquella pared hay otro agujero. En la otra, dos más, y dos manchones de ladrillos nuevos que son dos remiendos. Está llena la sala de rotos y más rotos. Una de las columnas, aguantó el choque y no llegó a partirse, pero su desconchón parece una herida en una pierna.

El piso trece es una nave vacía que recoge todos los ruidos y todas las vibraciones del edificio y las devuelve ampliadas. Sus ventanas se abren sobre Madrid, sobre sus campos y sobre sus pueblecillos cercanos. Abajo, en la vertical, a cien metros de hondo, está la calle llena de gentes. Desde arriba se les ve pasar faltos de su estatura, destacando al marchar su cráneo redondo y sus piernas que surgen debajo a compás. Siguiendo hacia arriba las hileras de balcones, de golpe se ven los bloques de los edificios; estrechos en su base y anchos en su tejado. Los tejados son una superciudad: los hay inclinados y rojos, cubiertos de tejas, con ventanitas pequeñas de guardilla donde algunas veces sobresale un tiesto de flores. Los hay planos y blancos con barandillas de hierro y baldosines rojos, llenos de ropa blanca secándose al aire. Los hay con torretas, con cúpulas, con obeliscos y con estatuas. Todos tienen chimeneas; viejas y chatas de ladrillo, esbeltas de zinc inoxidable, brillantes a la luz, renegridas de hierro, torcidas y retorcidas. Unas están empenachadas de humo gris, dentro y otras de volutas tenues azules; muchas están calladas. Algunas parecen moverse; su envoltura de aire caliente, hace ondular las líneas de sus siluetas. 

Rodeando la ciudad, los campos: los campos verdes del Jarama, los campos grises de la meseta hasta los carabancheles, los bosques de la Casa de Campo y el Pardo, y detrás de los bosques las manchas de nieve de la Sierra de Guadarrama. El cielo azul está encendido por detrás. 

Tan alto, se siente uno ingrávido sobre esta estructura gigante que vibra y oscila bajo los pies. Se siente uno pupila que mira a todos y objeto que todas las pupilas miran. 

En el salón desierto, en una ventana de la esquina que mira al oeste, hay un bulto sentado cuya silueta se recorta en la claridad de la ventana. Está agachado sobre el alféizar y de su cabeza salen dos ramas como las antenas de un insecto. Es el único habitante de esta soledad, habitante perpetuo cuya única obligación es mirar. Mirar de día y de noche. Mirar a través de estas dos antenas de insecto para fijar a través de ellas los movimientos de los hombres que se mueven allá en los campos. Lanzando la mirada a través de prismas, recorriendo un laberinto por el que llega la visión de las cosas y de los hombres como si estuvieran al alcance de la mano. 

El soldado me deja escudriñar por los ojos del telémetro. Tengo que graduar las dos imágenes distintas que bailotean ante mis propios ojos, hasta lograr que una encaje sobre otra y formen una sola. 

Allá lejos, en un cerro, está la batería. La veo con sus hombres como hormigas afanosas, zascandileando a su alrededor. Parece que limpian el cañón o que le inspeccionan y se mueven completamente ajenos a que yo les estoy mirando. Allí al lado, hay una figurina diminuta con algo que no aprecio bien hasta después de un esfuerzo. Veo entonces que existe otro, como yo, que mira por las antenas de un telémetro de trípode y siento como si me estuviera mirando a mí mismo y como si su mirada penetrara a través de mi telémetro y entrara en mi cerebro.

El cañón ha escupido una nubecilla de humo blanco, como el humo de una pipa en que se chupa. Me he extrañado de no oír la explosión del disparo. Pero, sigo mirando la ronda de los hombres alrededor del cañón. 

Entonces, uno, dos o tres segundos más tarde ha silbado el obús cruzando el aire. He retrocedido violentamente de la ventana. El soldado ha tomado de mis manos el telémetro, ha lanzado una ojeada sobre el cañón y se ha vuelto a mí. 

—Nos están mirando.

He vuelto a coger el telémetro y a mirar. Me he pegado a estos ojos del telémetro, prolongación de los míos, fascinado, incapaz de moverme del sitio, viendo las nubecitas del humo del cañón, oyendo silbar el obús segundos después y sintiendo sus explosiones en la calle, en las fachadas, en los tejados alrededor, oyendo vibrar los cristales y las columnas, temblar el piso, llenarse el salón inmenso de ruidos, de gritos, de polvo y de humo. Pensando que me miran a mí, que me disparan a mí, que viene a mí por el aire el obús, que va a penetrar por el ocular del telémetro, va a recorrer el camino tortuoso de prismas y va a entrar en mi cerebro por mis ojos y va a estallar aquí, dentro de mi cráneo. 

Detrás de mí está el soldado, curioso de ver cómo estallan los obuses en los tejados y en las calles, asomándose por encima de mi hombro para ver saltar las tejas y los cristales y localizar la explosión.


—¡Nos van a dar! Ha estallado una en el Café del Norte. 

Y lo dice tan sonriente y tan tranquilo como si el blanco no fuéramos nosotros. O como si fuera un juego de chiquillos sin importancia. 

He podido romper el embrujo y él ha recuperado su puesto de observador con los ojos clavados al telémetro, cumpliendo su deber, pero sin poder refrenar su curiosidad de ver dónde caen los obuses. Preguntándome: «¿Dónde ha estallado ése?»; diciéndome a cada disparo: «¡Otro!». 

Yo, detrás de él, anhelante con todos los nervios tensos, revistando los tejados en espera de en cuál de ellos surgirá el chasquido y el humo de la explosión. O en espera de que la explosión y el chasquido sea aquí, dentro de esta sala inmensa y vacía donde estamos solos el soldado y yo. Quisiera marcharme. Pero si me escapo de este piso trece huyendo de él, tendré que bajar corriendo trece pisos de escaleras y no veré el obús que viene. 

Prefiero mirar y saber cuándo tiran sobre mí. Me quedo en el piso trece.


Arturo Barea
Valor y miedo, 1938. Capítulo XVII - Piso trece


Valor y miedo fue el primer libro publicado por Arturo Barea. Refleja la realidad social de la ciudad de Madrid cercada por tropas franquistas.








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