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2651. El día 18 de julio del año 1936 era sábado

Tropas franquistas en León, julio de 1936


Se acabaron las contemplaciones, compañero. Ya se acabó la pachanga, ahora empieza el tiroteo. Ponte en lo peor, porque las señales son mortales de necesidad. Aquí el famoso dilema: «Ser o no ser». Y no es por hacerme el transcendente, pero a mi me parece que solamente aquellos que han montado la función conocen sus respectivos papeles y por tanto el desenlace previsto en el guión... Otra cosa será si no se les coda el diálogo.

El día 18 de julio del año 1936 era sábado. Y, tal como suele suceder por estas regiones mesetarias, el sol se desplomaba con todo su peso y con todo su fuego. Caminar por las escasamente transitadas, porque el miedo guarda la viña, suponía ya por sí solo, un motivo de registro en los anales de la historia que nos disponíamos a hacer entre casi todos. Porque también les había -y acaso fueran los más numerosos- que no quedan saber nada, y que tan sólo aspiraban a que les dejaran en su pacífica mediocridad, en su vagar a tontas y a locas.

En mi condición de Regente de la Imprenta Moderna, me acerco al centro de trabajo por si se hubiera comunicado alguna orden por parte de los sindicatos. Nadie sabía nada. Solamente se conocían las informaciones que se habían filtrado a través de las emisoras: Que las guarniciones de África se habían sublevado, que las multitudes más o menos armadas habían asaltado el Cuartel de la Montaña en Madrid, y que el Gobierno, pese a las noticias contradictorias con las que se intentaba dominar la situación, controlaba perfectamente todos los mecanismos principales de la República. Pese a todos los esfuerzos por serenar los ánimos y por imponer un cierto estado de fe y de confianza en el Gobierno legal, lo cierto es que el pueblo corriente y moliente, no se creía más que lo que veía. Y sobre todo lo que temía. España era un campo probado de sublevaciones, de pronunciamientos, de algaradas militares, y así que se conocía el episodio de un sargento de coraceros que se levantara en armas, el país se echaba a temblar. No porque concediera demasiada importancia a la asonada de los sargentos, sino porque sabía que lo de echarse a la calle e imponer la ley militar a redoble de tambor era una práctica muy ensayada por nuestros esforzados campeones, que solo tener una enorme capacidad de corrosión, y que al final, casi siempre terminaba el pleito reduciendo al pueblo a la condición de paciente y resignado encalador del golpe. Hasta que los caballos de Pavía reventaban. Así es que aunque en la pacífica villa de las torres y de los templos mil, no se apreciaran en la calle todavía motivos demasiado evidentes de alteraciones, todos nos sentíamos oprimidos por una extraña sensación de inseguridad. El desconcierto era tan absoluto, que ni siquiera los Sindicatos, disponían de una estrategia previa para el caso de que tuvieran que abandonar su actitud pasiva y plantear de cara y a todo riesgo una postura de defensa de la República o de decisiva agresión contra las fuerzas que amenazaban la paz republicana.


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El sábado, día 18 de julio de 1936 puede decirse que fue el día crucial en la historia contemporánea de la Ciudad. Si en ese plazo las autoridades, los sindicatos, los mandos militares afectos a la República hubieran tomado una decisión, sin duda de ningún género que todo hubiera sido distinto. No digo que mejor n ni que peor, porque tampoco estoy a estas alturas por ejercer de oráculo, pero si puedo asegurar que el desenlace general de la tragedia no se hubiera parecido en nada a lo que nos vimos obligados a contemplar y a sufrir. Pero el gobernador, absolutamente sumido en un profundo estupor, no tan sólo no entendía lo que pasaba, sino que ignoraba qué papel era el que le correspondía representar. Y no aceptaba ninguno. Y se le iba el tiempo y la fuerza y la oportunidad en conferencias con la capital de las Españas en llamas, solicitando, se supone que con lágrimas en los ojos, un consejo, una solución.

Los representantes del Frente Popular acudían con puntualidad y disciplina a las citas del gobernador, y entre ellos se producían los inevitables choques, pues que en tanto que los representantes del Partido Comunista, que eran tres, del Partido Sindicalista, que venían a ser otros tres y de la Confederación del Trabajo, que efectivamente tenía el peso específico de su propia naturaleza revolucionaria y de su heroico historial de lucha contra esto y contra aquello, solicitaban el urgente armamento del pueblo, los representantes del Partido Socialista y los de los distintos partidos republicanos, junto con los asesores militares (Capitanes Lozano y Calleja), se resistían a ceder en ese aspecto de la tremenda cuestión, considerando en su fuero interno que si las masas populares eran armadas su control escaparía a toda previsión oficial, produciéndose tal vez un movimiento revolucionario de consecuencias infinitamente peores que las que pudieran derivarse del levantamiento militar, al fin y al cabo, defensor de un orden.

Puede, pues, asegurarse que la República o su representación oficial perdió los papeles para no recobrarles ya nunca, en ese sábado con sol de justicia. Fue un día perdido en conciliábulos, en cálculos estadísticos, en platicas de familia, mientras en la calle, las gentes acudían al trabajo con desgana y con miedo, y comprobaban con alarma cómo en determinados enclaves de la Ciudad (el Palacio Episcopal, la Catedral, el Convento de los Agustinos, el de los Capuchinos y algunos otros centros calificados de lugares de reclutamiento de voluntarios para la lucha contra el comunismo) se movían gentes, se desplazaban reconocidos dirigentes de la derecha más combativa y en suma se preparaban los instrumentos para una pelea anunciada. Había que ser muy ingenuo o muy recalcitrante para no darse cuenta de que en realidad estábamos asistiendo a una sorda agonía: La de un sistema político, la República, que se nos moría desangrada entre las manos. Y no por la fuerza de la razón contraria, sino por la inmensa, por la absurda torpeza de aquellos que se habían hecho cargo de su cuidado y desarrollo. Los cuales -y ya es hora de proclamarlo, compañero- le tenían más pavor a los resultados de un triunfo popular que a una victoria de los generales, al fin y al cabo pertenecientes a los mismos estratos sociales que la ambigua burguesía republicana y que la tibia ideología socialista.

Aquella noche, la Ciudad se cubrió de sombras y cerró los ojos, con el corazón encogido. Fue una noche de pesadilla, en la cual pocos pudieron dormir acosados por el miedo.


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El día 19, domingo, las gentes se echan a la calle. Nadie piensa que en un día tan señalado, tan litúrgico, pueda utilizarse para hacer una revolución. Ni siquiera de derechas. Y acude a la calle a enterarse de la marcha de los acontecimientos. Estos no pueden ser, por lo que respecta a la Ciudad, situada en la cruz de los caminos que llevan a las Asturias, a Galicia la Varona desde las tierras dramáticas de Castilla-Valladolid, ni más amargos ni más amenazadores: Valladolid se ha rendido a los sublevados; Burgos se ha colocado en cabeza de los pueblos en armas, Salamanca se convierte en cuartel general de los amotinados, Asturias, donde el General Aranda, masón y republicano, juega su partida con cartas marcadas, domina la situación; Galicia se ha colocado al lado del bando de milites airados.

¿León resiste? No; lo que sucede es que a León le han llegado, empujados, mediante engaños, por Aranda, desde las zonas mineras, más de tres mil mineros como ejército liberador. Han venido a León en camiones, sin armas, aunque con una gran dotación de dinamita. Y en León deciden armarse para emprender la auténtica Cruzada de liberación de los pueblos sometidos por los milites sublevados. La presencia de estos miles de hombres, tan fuertes, tan disciplinados, tan seguros de su fuerza y de la empresa que se disponen a acometer, reanima a las desfallecidas huestes republicanas de la Ciudad. No todo está perdido, dicen algunos de los más despavoridos. Como se ha declarado el estado de guerra, ante las noticias que van llegando de los distintos frentes abiertos en la Península, el Consejo Popular que figura en sesión permanente en el Gobierno Civil, acuerda suspender la extrema medida. Tampoco servía para mucho, dado que con estado de guerra y sin él, los comprometidos en el asalto al poder, seguían agrupando fuerzas y estableciendo estrategias. Pero en este mundo traidor el que no se engaña a sí mismo es porque no quiere. Y los ilustres miembros de la Ejecutiva provincial estaban dispuestos a engañarse.

Llegó, como respuesta a las angustiosas demandas del Gobierno Civil, nada menos que el Inspector General del Ejército, Juan Rodríguez Caminero. Vino, vio y se marchó sin decir ni esta boca es mía, ni este ejército tampoco. Nadie supo nunca a qué había venido a León el general Caminero, como no fuera a comprobar el estado de confusión en que se encontraban las llamadas fuerzas vivas, tan decisivamente muertas que acabaron precisamente, con las botas puestas, apresados en su propio refugio del Gobierno Civil.

El Paseo de la Condesa de Sagasta hubo de convertirse en cuartel al aire libre donde los tres o cuatro mil mineros astur-leoneses encontraron acogimiento, mientras sus mandos celebraban activas conferencias con las autoridades militares y civiles para que les fueran otorgadas las armas que el General Aranda les prometiera cuando les empujó a salir del Principado. Fueron estas conversaciones sin duda el capítulo más perverso, más sucio, más nauseabundo de esta guerra de trampas y de traiciones que nos disponíamos a soportar. Es necesario que desde Madrid se imponga al mando militar de León que les sean entregadas armas a los mineros en marcha. Y el General Carlos Bosch, gobernador militar, acaba accediendo. Y se entregan doscientos fusiles y cuatro ametralladoras, tan inservibles que con ellas en la mano fueron machacados los portadores. Pero claro es, el pueblo nada sabe. Más aún, ha de pasar mucho tiempo hasta que se conozca el forro siniestro de aquella operación, en la que tomaron parte los militares comprometidos, con la inhibición de los otros militares, empezando por el General Caminero, de tan infausto recuerdo.

El heterogéneo ejército miliciano constituyó el motivo principal de la curiosidad y del entusiasmo de los vecinos acomplejados y temerosos de la Villa. Y hacia su acuartelamiento al aire libre, a la orilla del Padre Bernesga, acudió el pueblo, para expresarles su gratitud por el bello gesto de venir a salvarle. ¿A salvarnos? Ni ellos mismos consiguieron su propio rescate. Que por tierras leonesas dejaron la piel. Y es que aunque no acabáramos de aceptarlo, la verdad era que estábamos en guerra, los unos contra los otros.

Cuando la hueste minera abandonó el Paseo, rumbo a la muerte sin sentido, el lugar quedó cubierto de latas y de residuos diversos, que son como la señal, la huella del paso de las tropas cuando van de algara...

Del episodio del engaño que sufrieron estos hombres alistados para la guerra en defensa de la República, solo se tienen referencias interesadas, unas para ocultar lo que la operación tuvo de manipulación tramposa y consecuentemente criminal, porque como resultado de ella, acabaron centenares de seres humanos, («En el amor y en la guerra todos los medios son buenos, compañero») y otros para exaltar hasta lo sublime lo que no dejó de ser una muestra más de la incompetencia criminal con que algunos habían asumido la responsabilidad de controlar el desafuero.

Pero a mi me fue dado conocer de viva voz y en situación verdaderamente grave, en la que no caben ni juegos de palabras ni artificios dialécticos, la verdad del curioso episodio: Por una de las muchas variaciones de los vientos del favor y de la fortuna, que desde siempre han movido mi barca, me vi en la carcelona de Puerta Castillo, inculpado de todavía no se exactamente qué delito y debilidad, porque de los débiles y confiados suele ser el infierno de las cárceles y de las condenaciones, y metido en una celdona grande en la que convivíamos, si a esto se le puede llamar convivir, cuando lo lógico sería decir malmorir, no menos de sesenta personas de toda índole y condición: Desde el comerciante de la plaza hasta el obrero carpintero o el profesor de matemáticas. Los más antiguos y se supone que por derecho de veteranía, ocupaban los seis camastros existentes y al resto de la manada encarcelada, nos servía el santo suelo de lecho propicio, porque a todo se acostumbra uno, y justamente pegado a mi costado, que el espacio no nos permitía desaprovechar terrenos vacíos, me correspondió la compañía del Teniente de Guardias de Asalto, Emilio Fernández, uno de los militares en los cuales la República confiaba y cuyos consejos con más vigor e inconsciencia fueron desoídos.

El caso fue que este excelente militar y ejemplar ciudadano, después de un rocambolesco vagar por tierras de Portugal, fue entregado por la policía salazarista a la Guardia Civil de Tuy y desde aquella plaza remitido a León, tierra de su procedencia. Fue sometido a proceso y condenado a muerte. Y en aquella celdona esperaba desde hacía semanas el cumplimiento de la sentencia. (No creo que exista nada más cruel, más inhumano, que la espera de la muerte todos los días, a todas las horas, sin poder descansar en ningún instante, sin dominar la angustia inevitable que cualquier ruido produce).

Las noches del Teniente Emilio, eran de tal dramaticidad que imponía respeto. Y todos le acompañábamos en sus monstruosas pesadillas. En voz baja, como en confesión con la propia conciencia, el Teniente consumía horas y horas de la noche para explicarme la verdad de lo ocurrido en aquella operación de la entrega de los fusiles a los mineros, que era, a lo que parecía, una de las acusaciones más determinantes de su condena a muerte.

Había elevado hasta las más altas autoridades militares de la nación largos y puntuales escritos de descargo, en los cuales intentaba probar que gracias a su decisiva intervención, los fusiles que se les dieron a los mineros habían sido previamente limados los cerrojos convirtiéndoles en armas perfectamente inútiles. No le sirvió de nada el recurso, por el cual se declaraba autor de la inutilización de las armas de que se dotó a los mineros. Y una noche, ya rayando el alba, rechinaron de manera muy especial los cerrojos de la celdona. Y el Teniente Emilio Fernández, sin descomponer el rostro, se puso en pie y dijo solamente: «Vienen a por mí». Fue fusilado.

Repasando otro día el capítulo de mis desventuras, en la compañía confortadora de Don Victorio Campos, capellán de las Hermanitas de los Pobres y beneficiado de la Catedral, hombre generoso por naturaleza, por convicción, por costumbre y por auténtico entendimiento de la doctrina cristiana, me reveló que fue él precisamente, juntamente con Sor Micaela, que era la Madre Superiora de la Comunidad, el que había proporcionado los medios para que el Teniente Emilio Fernández abandonara España, vestido de monja y en la compañía de la magnífica madre Micaela.


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Habían tocado generala. La moneda estaba en el aire. Cara o cruz. No cabía otra opción, porque ni las monedas ni las guerras, una vez lanzadas al aire, se quedan de perfil. Aquí si que no se admitía la declaración de neutralidad. El que no está conmigo está contra mi. Y cada uno, en la medida que podía entender el texto, acababa por aceptar la cara o la cruz que le tocara en el reparto.

A mi me tocó siempre la cruz. Y en pos de mi destino acudía de un lado para otro, de la Casa del Pueblo al Gobierno Civil, de la calle al café Central, del centro de trabajo a la Federación local. A cualquier lugar en el que pudiera encontrar respuesta a esta tremenda pregunta que se hacían cuando menos cincuenta mil ciudadanos: «¿Qué hacemos?». Y no hacíamos nada, en espera de una respuesta que enderezara nuestros pasos.


Victoriano Crémer
Ante el espejo
Fundación Saber.es - Biblioteca Digital Leonesa





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