Lo Último

1607. Homenaje a Cataluña VI




Cierta tarde, Benjamín nos dijo que necesitaba quince voluntarios. El ataque contra el reducto fascista, suspendido en una ocasión, se llevaría a cabo esa noche. Aceité mis diez cartuchos mexicanos, ensucié mi bayoneta (el brillo excesivo podía revelar mi posición) y preparé un trozo de pan, otro de chorizo colorado y un cigarro, atesorado durante largo tiempo, que mi esposa me había enviado desde Barcelona. Se distribuyeron granadas, tres para cada hombre. El gobierno español había logrado por fin producir una granada decente. Se basaba en el principio de la bomba Mills, pero con dos seguros en lugar de uno; después de arrancarlos había un intervalo de siete segundos antes de la explosión. Su principal desventaja radicaba en que uno de los seguros era muy rígido y el otro muy flojo, de modo que se podía elegir entre dejar los dos colocados en su sitio y exponerse a no poder mover el más duro en un momento de emergencia o sacar el duro de antemano y vivir en el constante terror de que la granada explotara en el bolsillo. Pero era una pequeña granada muy cómoda de arrojar.

Poco antes de medianoche, Benjamín nos condujo hasta Torre Fabián. Desde el crepúsculo había estado lloviendo. Las acequias estaban llenas hasta el borde y, cada vez que uno tropezaba y caía dentro de ellas, se encontraba con el agua hasta la cintura. Bajo la lluvia torrencial, y en completa oscuridad, una borrosa masa de hombres nos aguardaba en el patio de la granja. Kopp se dirigió a nosotros, primero en español y luego en inglés, para explicar el plan de ataque. La línea fascista formaba allí un ángulo en L, y el parapeto que debíamos atacar se encontraba sobre una elevación del terreno en la esquina de la L. Una treintena de nosotros, la mitad ingleses, la mitad españoles, bajo la dirección de Benjamín y de Jorge Roca, comandante de nuestro batallón (un batallón en la milicia significaba unos cuatrocientos hombres), debíamos arrastrarnos y cortar la alambrada fascista. Jorge arrojaría la primera granada como señal, y entonces los demás debíamos lanzar una lluvia de granadas, expulsar a los fascistas del parapeto y apoderarnos de él antes de que pudieran volver a reunir fuerzas. Simultáneamente, setenta hombres del Batallón de Choque debían asaltar la siguiente «posición», fascista, situada a doscientos metros hacia la derecha y unida a la primera por una trinchera de comunicación. Para evitar que disparáramos unos contra otros en la oscuridad, debíamos usar brazaletes blancos. En ese momento llegó un mensajero para comunicarnos que no había brazaletes blancos. Desde la oscuridad, una voz quejumbrosa sugirió: «¿No podríamos hacer que fueran los fascistas los que usaran brazaletes blancos?».

Había que aguardar todavía un par de horas. El granero situado sobre el establo de mulas estaba tan destrozado por el bombardeo que era peligroso moverse sin una luz. Sólo le quedaba la mitad del suelo y había una caída de seis metros hasta las piedras de abajo. Alguien encontró un pico y arrancó unas tablas, con las que al cabo de pocos minutos encendimos un buen fuego y nuestras ropas empapadas comenzaron a despedir vapor. Un miliciano sacó un mazo de naipes y comenzó a circular el rumor —uno de esos rumores misteriosos, endémicos en la guerra— de que se disponían a repartir café caliente con coñac. Bajamos raudos la escalera a punto de derrumbarse y nos pusimos a buscar por el patio oscuro, preguntando dónde estaba el café. ¡Ay!, no había café. En vez de eso, nos reunieron, nos hicieron formar una fila única y Jorge y Benjamín iniciaron la marcha en la oscuridad, seguidos por todos nosotros.

Continuaba el tiempo lluvioso y la intensa oscuridad, pero el viento había cesado. El fangal era indescriptible. Los senderos a través de los campos de remolacha eran una mera sucesión de aglomeraciones de barro, tan resbaladizas como una cucaña, con enormes charcos por todas partes. Mucho antes de que llegáramos al lugar donde debíamos abandonar nuestro propio parapeto, ya nos habíamos caído varias veces y teníamos los fusiles embarrados. En el parapeto, un pequeño grupo de hombres, nuestra reserva, nos aguardaba con el médico junto a una fila de camillas. Pasamos de uno en uno a través de la abertura del parapeto y vadeamos una acequia. Plash—glu—glu—glu, una vez más, con el agua hasta la cintura y el barro maloliente y resbaladizo que penetraba por los caños de las botas. Jorge aguardó sobre la hierba del otro lado de la acequia hasta que todos hubimos pasado. Entonces, doblado casi en dos, comenzó a avanzar lentamente. El parapeto fascista estaba a unos ciento cincuenta metros. Nuestra única posibilidad de llegar hasta él radicaba en movernos sin hacer ruido.

Yo marchaba delante con Jorge y Benjamín. Doblados en dos, pero con los rostros levantados, nos arrastramos en la oscuridad casi total a un ritmo que se hacía más lento a cada paso. La lluvia golpeaba ligeramente nuestros rostros. Cuando miré hacia atrás, pude ver a los hombres que estaban más cerca de mí: un racimo de formas jorobadas como enormes hongos negros deslizándose lentamente. Cada vez que levantaba la cabeza, Benjamín, a mi lado, me susurraba furioso al oído: «¡Mantén la cabeza baja! ¡Mantén la cabeza baja!». Podría haberle dicho que no necesitaba preocuparse. Sabía por experiencia que, en una noche oscura, no se puede ver a un hombre a veinte pasos. Era mucho más importante avanzar en silencio; si nos oían una sola vez estábamos perdidos. Les bastaba barrer la oscuridad con la ametralladora y sólo nos quedaría huir o dejarnos masacrar.

Pero, en aquel terreno resultaba casi imposible avanzar sin ruido. Por más precauciones que tomáramos, el barro se pegaba a los pies y a cada paso que dábamos hacía chop—chop, chop—chop. Y para acabar de empeorar las cosas, el viento había cesado y, a pesar de la lluvia, la noche era muy silenciosa. Los sonidos debían de llegar muy lejos. Hubo un momento inquietante cuando tropecé con una lata. Pensé que los fascistas en muchos kilómetros a la redonda debían de haberlo oído. Pero no, ni un disparo, ni un movimiento en las líneas enemigas. Seguimos deslizándonos, cada vez más lentamente. Me resulta imposible expresar la intensidad con que deseaba llegar allí, ¡tener el objetivo al alcance de las granadas antes de que nos oyeran! En tales ocasiones, uno ni siquiera tiene miedo, sólo siente un tremendo y desesperado anhelo de cruzar el terreno intermedio. Experimenté idéntica sensación al ir al acecho de un animal salvaje: el mismo deseo angustioso de ponerlo a tiro, la misma certeza —como en sueños— de que eso resulta imposible. ¡Y cómo se alargaba la distancia! Yo conocía bien el lugar, sólo debíamos recorrer ciento cincuenta metros: no obstante, parecía faltar más de un kilómetro. Cuando uno se arrastra con tales precauciones percibe, tal como lo haría una hormiga, todas las variaciones del terreno: la espléndida mancha de hierba suave allí, la maldita mancha de fango pegajoso aquí, las altas cañas crujientes que deben evitarse, el montón de piedras que uno desespera de poder atravesar sin ruido.

Avanzábamos desde hacia tanto tiempo que comencé a pensar que habíamos equivocado el camino. En ese momento empezamos a distinguir delgadas líneas paralelas y oscuras. Era la alambrada exterior (los fascistas tenían dos alambradas). Jorge se arrodilló y empezó a rebuscar en el bolsillo; tenía nuestro único par de tenazas. Clic, clic. Apartamos con mucho cuidado el alambre cortado y aguardamos a que los últimos hombres se nos acercaran. Nos parecía que hacían un ruido tremendo. Ahora faltaban cincuenta metros hasta el parapeto fascista. Seguimos adelante, doblados en dos. Un paso cauteloso, posando el pie con tanta suavidad como un gato que se aproxima a una ratonera; luego, una pausa para escuchar; después, otro paso. Una vez levanté la cabeza; sin hablar, Benjamín me puso la mano en la nuca y me la bajó violentamente. Sabía que la alambrada interior quedaba apenas a veinte metros del parapeto. Me parecía inconcebible que treinta hombres pudieran llegar hasta allí sin que nadie los oyera. Nuestra respiración bastaba para denunciarnos. Con todo, llegamos. El parapeto fascista ya era visible, un borroso montículo negro que se elevaba ante nosotros. Jorge se arrodilló y rebuscó de nuevo en su bolsillo. Clic, clic. No hay manera de cortar alambres en silencio.

Estábamos, pues, junto a la alambrada interior. La atravesamos a cuatro patas y con mayor rapidez. Si teníamos tiempo de desplegarnos todo iría bien. Jorge y Benjamín atravesaron agachados la alambrada hacia la derecha. Pero los hombres que estaban dispersos detrás de nosotros tuvieron que formar una cola para pasar por la angosta abertura y justo en ese momento hubo un fogonazo y una detonación en el parapeto fascista. El centinela nos había oído por fin. Jorge se apoyó en una rodilla e hizo girar el brazo como un jugador de bolos. ¡Brum! Su granada reventó en alguna parte al otro lado del parapeto. De inmediato, con mucha mayor rapidez de la que uno habría creído posible, se oyó el rugido de diez o veinte fusiles desde el parapeto fascista. Nos habían estado esperando, después de todo. La lívida luz nos permitía ver los sacos de arena de manera intermitente. Los hombres estaban demasiado lejos para arrojar sus granadas. Cada tronera parecía escupir chorros de fuego. Siempre es horrible estar bajo el fuego en la oscuridad, donde cada fogonazo parece apuntar directamente hacia uno. Lo peor son las granadas, no es posible concebir su horror hasta que se las ha visto reventar de cerca en la oscuridad; durante el día sólo se oye el estruendo de la explosión, pero en la oscuridad también está el cegador resplandor rojizo.

Me había arrojado boca abajo a la primera descarga. Durante todo ese tiempo estuve echado de costado sobre el barro, luchando desesperadamente con el seguro de una granada. El maldito se negaba a salir. Por fin, me di cuenta de que tiraba en dirección equivocada. Saqué el seguro, me puse de rodillas, arrojé la granada y volví a tirarme cuerpo a tierra. Explotó hacia la derecha, antes del parapeto: el miedo había arruinado mi puntería. En ese momento, otra granada estalló delante de mí, tan cerca que pude sentir el calor de la explosión. Me aplasté contra el suelo y enterré la cara en el barro con tanta fuerza que me hice daño en el cuello y pensé que estaba herido. En medio del estrépito alcancé a oír una voz inglesa que decía quedamente a mis espaldas: «Estoy herido». La granada había alcanzado a varios hombres a mi alrededor, sin tocarme. Me puse de rodillas y arroje mi segunda granada. He olvidado dónde cayó.

Los fascistas disparaban, nuestros hombres disparaban desde la retaguardia y yo tenía plena conciencia de estar en el medio. Sentí muy próxima una ráfaga y me di cuenta de que un hombre tiraba inmediatamente detrás de mí. Me puse de pie y le grité: «¡No tires contra mi, pedazo de idiota!». En ese momento vi que Benjamín, apostado a unos diez metros hacia mi derecha, me hacía señas con un brazo. Corrí hacia él. Decidí cruzar la línea de troneras llameantes y, mientras lo hacía, me protegí la mejilla con una mano —ademán bastante idiota—, ¡como si una mano pudiera detener las balas!, pero es que sentía horror de recibir una herida en la cara. Benjamín estaba apoyado en una rodilla con una diabólica expresión de placer en el rostro, mientras disparaba cuidadosamente contra las troneras con su pistola automática. Jorge había sido herido con la primera descarga y no se lo veía desde allí. Me arrodillé junto a Benjamín, saqué el seguro de mi tercera granada y la arrojé. ¡Ah! No cabía duda. La bomba estalló esta vez al otro lado del parapeto, en la esquina, justo al lado del nido de ametralladoras.

El fuego fascista pareció menguar de forma muy súbita. Benjamín se puso de pie y gritó: «¡Adelante! ¡A la carga!». Nos lanzamos hacia la breve y empinada pendiente sobre la que se levantaba el parapeto. Digo «nos lanzamos», pero no es la expresión más exacta, pues resulta imposible moverse con rapidez cuando uno está empapado, cubierto de barro de la cabeza a los pies y cargado con un pesado fusil y bayoneta y ciento cincuenta cartuchos. Daba por sentado que arriba me aguardaba un fascista. Si disparaba a esa distancia no podía errarme y, sin embargo, nunca esperé que lo hiciera, sino que me atacara con la bayoneta. Me parecía sentir de antemano la sensación de nuestras bayonetas entrechocándose, y me pregunté si su brazo sería más fuerte que el mío. Sin embargo, ningún fascista me aguardaba. Con una vaga sensación de alivio descubrí que se trataba de un parapeto bajo y que los sacos de arena proporcionaban un buen punto de apoyo. Por lo general son difíciles de superar. Al otro lado la destrucción era total, con pedazos de vigas y grandes fragmentos de uralita dispersos por todas partes. Nuestras granadas habían destrozado todas las barracas y refugios. No se veía un alma. Pensé que estarían escondidos bajo tierra, y grité en inglés (no se me ocurría nada en español en ese momento): «¡Salid de ahí! ¡Rendíos!». No hubo respuesta. En ese momento un hombre, una figura borrosa en la penumbra, saltó desde el tejado de una de las barracas destruidas y huyó hacia la izquierda. Salí en su persecución, clavando mi bayoneta absurdamente en la oscuridad. Cuando daba la vuelta a la esquina del barracón, vi a un hombre —no sé si era el mismo que había divisado antes huyendo por la trinchera de comunicación que conducía a la otra posición fascista—. Debo de haber estado muy cerca de él, pues pude verlo con toda claridad. Tenía la cabeza descubierta y parecía no llevar nada puesto, salvo una manta sobre los hombros. A esa distancia podía haberlo hecho volar en pedazos. Pero, por temor a que nos disparáramos entre nosotros, se nos había ordenado que usáramos sólo las bayonetas una vez que estuviéramos al otro lado del parapeto. De cualquier manera, ni siquiera se me ocurrió apuntar. En vez de eso, mi mente saltó veinte años atrás, al profesor de boxeo del colegio, quien me describía con vívida pantomima cómo en los Dardanelos había atravesado a un turco con la bayoneta. Cogí el fusil por la parte delgada de la culata y arremetí contra la espalda del hombre. Estaba fuera de mi alcance. Arremetí otra vez, pero seguía fuera de mi alcance. Y así seguimos durante un corto trecho, él corriendo por la trinchera y yo detrás, tratando de dar alcance a su espalda y sin conseguirlo; un recuerdo cómico para mi, pero supongo que no tanto para él.

Desde luego, él conocía el terreno mejor que yo y pronto me dio esquinazo. Cuando regresé a la posición, ésta se encontraba llena de hombres que gritaban. Los estampidos habían disminuido algo. Los fascistas seguían disparando contra nosotros desde tres direcciones pero a mayor distancia. Los habíamos hecho retroceder por el momento. Recuerdo haber dicho con tono de oráculo: «Podemos defender este lugar durante media hora, nada más». No sé por qué dije media hora. Hacia la derecha, sobre el parapeto, podían verse los innumerables fogonazos verdosos de los fusiles que perforaban la oscuridad; pero estaban muy lejos, a unos cien o doscientos metros. Nuestra tarea consistía ahora en explorar la posición y apoderarnos de todo lo que pudiera considerarse valioso. Benjamín y algunos otros estaban ya escarbando entre las ruinas de un enorme barracón o refugio en el centro de la posición. Benjamín se tambaleó excitado sobre el techo en ruinas, tirando del asa de cuerda de una caja de municiones.

 —¡Camaradas! ¡Municiones! ¡ Muchísimas municiones, aquí!
—No queremos municiones —dijo alguien—, queremos fusiles.

Era verdad. La mitad de nuestros fusiles estaban inutilizados por el barro. Podían limpiarse, pero es peligroso sacar el cerrojo de un fusil en la oscuridad, donde fácilmente puede extraviarse. Carecíamos de todo medio de iluminación, salvo una pequeña linterna que mi esposa había logrado comprar en Barcelona. Unos pocos hombres que habían conservado sus fusiles en condiciones iniciaron un fuego desganado contra los lejanos resplandores. Nadie se atrevía a disparar demasiado seguido, pues hasta los mejores fusiles podían encasquillarse si se recalentaban. Éramos unos dieciséis dentro del parapeto, incluidos los pocos heridos. Algunos de éstos, ingleses y españoles, habían quedado al otro lado. Patrick O’Hara, un irlandés de Belfast que tenía cierta experiencia en primeros auxilios, iba de un lado a otro con paquetes de vendas vendando a los heridos. Cada vez que regresaba al parapeto, y a pesar de sus indignados gritos de ¡POUM!, se exponía incluso al fuego de los propios compañeros.

Comenzamos a registrar la posición. Había varios muertos tirados por ahí, pero no me detuve a examinarlos. Lo que me interesaba era la ametralladora. Mientras yacíamos sobre el barro, me había preguntado vagamente por qué no disparaba. Iluminé con mi linterna el nido de ametralladoras. ¡Amarga desilusión! No estaba allí. Quedaban el trípode y varias cajas de municiones y repuestos, pero el arma había sido trasladada. Sin duda, actuaron cumpliendo una orden, pero fue estúpido y cobarde proceder así, pues de haber dejado la ametralladora en su lugar habrían aniquilado a muchos de nosotros. Nos sentíamos furiosos, pues soñábamos con apoderarnos de una ametralladora.

Miramos por todas partes, pero no encontramos nada de gran valor. Abundaban las granadas, de un tipo bastante inferior a las nuestras, que explotaban tirando de una cuerda. Guardé un par en el bolsillo como recuerdo. Resultaba imposible no sentirse conmovido ante la miseria de las trincheras fascistas. El desorden de ropas, libros, comida, objetos personales, que existía en nuestras trincheras, aquí faltaba por completo; estos pobres reclutas sin paga no parecían poseer otra cosa que algunas mantas y unos pocos trozos de pan mojado. En el extremo más alejado había un pequeño refugio con un ventanuco que se encontraba en parte sobre el nivel del suelo. Lo iluminamos con la linterna desde la ventanilla y de inmediato dimos rienda suelta a nuestra alegría. Un objeto cilíndrico en un estuche de cuero, de más de un metro de alto y diez centímetros de diámetro, estaba apoyado contra la pared. Se trataba seguramente del cañón de la ametralladora. Nos precipitamos a través de la abertura y descubrimos que el estuche de cuero no contenía nada perteneciente a una ametralladora, sino algo que, en nuestro ejército desprovisto de armas, resultaba aún más valioso. Era un enorme telescopio, de sesenta o setenta aumentos por lo menos, con un trípode plegable. En nuestro sector no se conocían esos telescopios y los necesitábamos desesperadamente. Lo sacamos de manera triunfal y lo colocamos contra el parapeto para llevárnoslo más tarde con nosotros.

En ese momento, alguien gritó que los fascistas se acercaban. Sin duda el estrépito de las detonaciones se había hecho mucho más intenso. Resultaba obvio que los fascistas no lanzarían un contraataque desde la derecha, pues ello implicaba atravesar la tierra de nadie y asaltar su propio parapeto. Si tenían sentido común nos atacarían desde el interior de la línea. Me dirigí hacia el otro extremo de la posición, que tenía forma de herradura, de modo que otro parapeto nos protegía a la izquierda. Un fuego graneado procedía de esa dirección, pero no tenía mayor importancia. El peligro estaba enfrente, pues allí no contábamos con protección alguna. Una lluvia de balas pasaba por encima de nuestras cabezas. Parecía proceder de la otra posición fascista sobre la línea; era evidente que el Batallón de Choque no había logrado capturarla. Ahora el ruido resultaba ensordecedor. Era el estruendo incesante, como un redoble de tambores, de una masa de fusiles que yo estaba acostumbrado a oír desde cierta distancia; por primera vez, me encontraba en medio de él. A estas horas el fuego se había extendido ya, desde luego, varios kilómetros a lo largo del frente y en torno a nosotros. Douglas Thompson, con un brazo herido que le colgaba inútil a un costado, se aguantaba recostado en el parapeto y disparaba con una sola mano hacia los fogonazos. Alguien cuyo fusil se había atascado, le recargaba el suyo.

Éramos unos cuatro o cinco en este lado. Estaba claro lo que había que hacer. Había que arrastrar los sacos de arena desde el parapeto delantero y levantar una barricada en el lado no protegido; y había que hacerlo sin demora. Las balas pasaban muy alto todavía, pero la altura podía reducirse en cualquier momento. Por los fogonazos a nuestro alrededor calculé que nos las veíamos con cien o doscientos hombres. Comenzamos a tirar de los sacos para arrastrarlos unos veinte metros hacia adelante y apilarlos de forma desordenada. Era una tarea ímproba. Los sacos eran grandes, cada uno pesaba un quintal, y moverlos exigía un gran esfuerzo. A veces la arpillera podrida se rasgaba y la arena húmeda caía sobre nosotros como una cascada, metiéndosenos por el cuello y las mangas. Recuerdo haber sentido un profundo horror ante todo aquello: la confusión, la oscuridad, el ruido, el barro, la lucha con los sacos que reventaban, y todo el. tiempo estorbado por el fusil, que no me atrevía a dejar en ninguna parte por temor a perderlo. Hasta le grité a alguien mientras avanzábamos a trompicones llevando un saco: «¡Esto es la guerra! ¿No es espantoso?». De pronto, una sucesión de largas figuras comenzó a saltar por encima del parapeto de delante. Cuando se aproximaron, vimos que llevaban el uniforme del Batallón de Choque y nos alegramos, pensando que eran refuerzos; sin embargo, sólo eran cuatro, tres alemanes y un español. Más tarde nos enteramos de lo que les había ocurrido a las milicias de choque. No conocían el terreno y, en la oscuridad, habían avanzado en dirección errónea hasta toparse con la alambrada fascista, donde muchos de ellos perdieron la vida. Estos cuatro se habían perdido, por suerte para ellos. Los alemanes no hablaban una palabra de inglés, francés o español. Con gran dificultad y muchos gestos, les explicamos lo que hacíamos y les pedimos ayuda para construir la barricada.

Los fascistas habían hecho traer una ametralladora. La podíamos ver escupiendo fuego como un buscapiés a unos cien o doscientos metros; las balas pasaban por encima de nosotros con un chasquido seco y continuo. No tardamos en colocar bastantes sacos como para contar con un parapeto bajo, detrás del cual los pocos hombres que estábamos a ese lado de la posición nos podíamos echar y disparar. Yo estaba de rodillas detrás de ellos. Un disparo de mortero silbó y se estrelló en alguna parte de la tierra de nadie. Ése era otro peligro, pero necesitarían algunos minutos para ubicar nuestra posición. Ahora que habíamos terminado de luchar con esos malditos sacos de arena podía incluso resultar de alguna manera divertido el ruido, la oscuridad, los fogonazos que se acercaban cada vez más, nuestros propios hombres respondiendo a los fogonazos. Hasta había tiempo para pensar un poco. Recuerdo haberme preguntado si tenía miedo, y haberme respondido que no. Afuera, donde quizá había corrido menos peligro, me había sentido casi enfermo de miedo. De pronto, alguien volvió a gritar que los fascistas se acercaban. Esta vez no había duda al respecto, pues los fogonazos se veían mucho más cercanos. Vi uno a menos de veinte metros. Evidentemente avanzaban por la trinchera de comunicación. A veinte metros estábamos a tiro de granada; éramos ocho o nueve, muy cerca unos de otros; bastaría una sola granada bien colocada para hacernos volar por los aires. Bob Smillie, con la sangre chorreándole por la cara debido a una pequeña herida, se puso de rodillas y arrojó una granada. Nos agachamos, esperando el estallido. En la trayectoria fue dejando una estela de chispas, pero no explotó. (Por lo menos una cuarta parte de estas granadas eran inútiles.) Yo tenía solamente las de los fascistas y no sabía con certeza cómo manejarlas. Pregunté si todavía les quedaba alguna granada. Douglas Moyle buscó en el bolsillo y me pasó una. La arrojé y me tiré boca abajo. Por uno de esos golpes de suerte que suceden una vez al año logré arrojar la granada exactamente en el sitio donde había visto un fogonazo. Se oyó el estruendo de la explosión y de inmediato un alboroto infernal de alaridos y quejidos. Por lo menos le habíamos dado a uno de ellos; no sé si murió, pero sin duda estaba malherido. ¡Pobre desgraciado! ¡Pobre desgraciado! Sentí un vago pesar mientras le oía gritar. En ese instante, a la tenue luz de unos fogonazos, vi o creí ver una figura de pie cerca del lugar de donde habían salido los disparos. Dirigí en esa dirección mi fusil y disparé. Hubo otro alarido, pero creo que seguía siendo de la víctima de la granada. Se arrojaron varias granadas más. Los próximos fogonazos que vimos estaban ya muy lejos, a cien metros o más. Los habíamos hecho retroceder; por lo menos provisionalmente.

Todos comenzaron a maldecir y a preguntar por qué demonios no nos mandaban refuerzos. Con una metralleta o veinte hombres con fusiles limpios podíamos defender ese lugar contra un batallón. En ese momento Paddy Donovan, que era el segundo en la línea de mando tras Benjamín y había sido enviado en busca de órdenes, trepó por encima del parapeto delantero.

—¡Eh! ¡Salid! ¡Todos afuera, inmediatamente!

 —¿Cómo?

—¡Hay que retirarse! ¡Salid!

—¿Por qué?

—Ordenes. ¡De vuelta a nuestras líneas y a paso ligero!

Algunos ya escalaban el parapeto de delante. Varios trataban de transportar una pesada caja de municiones. Pensé en el telescopio que había dejado apoyado contra el parapeto, al Otro lado de la posición. Pero entonces vi que los cuatro integrantes de las milicias de choque, actuando, supongo, según una orden misteriosa recibida con antelación, habían comenzado a correr por la trinchera que conducía a la otra posición fascista, donde los esperaba la muerte. Ya habían desaparecido en la oscuridad. Corrí tras ellos, tratando de traducir al español la orden de retirada hasta que por fin grité: «¡Atrás! ¡Atrás!», que quizá tenía el mismo significado. El español me entendió e hizo retroceder a los otros. Paddy aguardaba junto al parapeto.

—Vamos, daos prisa.

—Pero, el telescopio...

—¡Al diablo el telescopio! Benjamín aguarda afuera...

Trepamos hacia el otro lado. Paddy aguantó la alambrada para que pasara. En cuanto nos apartamos de la protección que ofrecía el parapeto fascista nos encontramos con un fuego infernal que parecía proceder de todas partes, también de nuestro sector; pues todo el mundo disparaba a lo largo de la línea. Dondequiera que nos dirigiésemos, una nueva lluvia de balas pasaba junto a nosotros; nos condujeron de un lado a otro en la oscuridad como a un rebaño de ovejas. El hecho de arrastrar la caja de municiones —una de esas cajas que contienen mil setecientas cincuenta cargas y pesan casi un quintal— dificultaba la marcha, sobre todo porque también llevábamos granadas y fusiles abandonados por los fascistas. Aunque la distancia de parapeto a parapeto no era ni de doscientos metros y la mayoría de nosotros conocíamos el terreno, en pocos minutos nos encontramos completamente perdidos. Chapoteábamos al azar en el barro, sabiendo únicamente que las balas venían de ambos lados. No había luna para guiarse, pero el cielo se estaba poniendo un poco más claro. Nuestras líneas estaban al este de Huesca; yo quería quedarme donde estábamos hasta que los primeros rayos de la aurora nos indicaran dónde quedaba el este, pero los demás se opusieron. Seguimos chapoteando, modificando nuestra dirección varias veces y haciendo turnos para tirar de la caja de municiones. Por fin, vimos la baja línea plana de un parapeto frente a nosotros. Podía ser la nuestra o la fascista; nadie tenía la menor idea de adónde íbamos. Benjamín reptó sobre su vientre entre unos altos hierbajos blancuzcos hasta situarse a unos veinte metros de aquélla y gritó una contraseña. Un grito de «¡POUM!» le respondió. Nos pusimos de pie, avanzamos hacia el parapeto, vadeamos una vez más la acequia y nos encontramos a salvo.

Kopp nos aguardaba adentro con unos pocos españoles. El médico y los camilleros ya no estaban. Parecía que todos los heridos habían sido rescatados con excepción de Jorge y uno de nuestros propios hombres, llamado Hiddlestone, que habían desaparecido. Kopp, muy pálido, caminaba sin cesar. Incluso los pliegues de grasa de la nuca se le veían pálidos; no prestaba ninguna atención a las balas que pasaban por encima del bajo parapeto y se estrellaban cerca de su cabeza. La mayoría de nosotros estábamos agazapados detrás del parapeto buscando protección. Kopp murmuraba ininterrumpidamente: «¡Jorge! ¡Coño! ¡Jorge!». Y luego, en inglés: «¡Si Jorge ha muerto, es terrible, terrible!». Jorge era su amigo personal y uno de sus mejores oficiales. De inmediato se dirigió a nosotros y pidió cinco voluntarios, dos ingleses y tres españoles, para buscar a los hombres que faltaban. Moyle y yo, junto con tres españoles, nos ofrecimos.

Cuando salimos, los españoles murmuraron que estaba clareando peligrosamente. Era cierto; el cielo tenía ya una ligera tonalidad azulada. Había un tremendo follón de voces excitadas procedentes del reducto fascista. Evidentemente habían vuelto a ocupar el lugar con fuerzas más numerosas. Estábamos a cincuenta o sesenta metros del parapeto cuando nos vieron o nos oyeron, pues lanzaron una cerrada descarga que nos obligó a echarnos de bruces. Uno de ellos arrojó una granada por encima del parapeto, signo seguro de pánico. Permanecíamos estirados sobre la hierba, aguardando una oportunidad para seguir adelante, cuando oímos o creímos oír—no tengo dudas de que fue pura imaginación, pero entonces pareció bastante real— voces fascistas mucho más cercanas. Habían abandonado el parapeto y venían a por nosotros. «¡Corre!», le grité a Moyle, y me puse en pie de un salto. ¡Cielos, cómo corrí! Al comienzo de la noche había pensado que no se puede correr cuando se está empapado de pies a cabeza y cargado con un fusil y cartuchos. Supe en ese momento que siempre se puede correr cuando uno cree tener pegados a los talones a cincuenta o cien hombres armados. Si yo corría velozmente, otros podían hacerlo aún con mayor rapidez. Durante mi huida, algo que podría haber sido una lluvia de meteoritos me sobrepasó. Eran los tres españoles que nos habían encabezado. Alcanzaron nuestro propio parapeto sin detenerse y sin que yo pudiera alcanzarlos. La verdad es que teníamos los nervios deshechos. Sabía, en todo caso, que a media luz, donde cinco hombres son claramente visibles, uno solo no lo es, de manera que resolví continuar explorando por mi cuenta. Me las ingenié para llegar a la alambrada exterior y examinar el terreno lo mejor que pude, lo cual no era mucho, pues debía yacer boca abajo. No había señales de Jorge o Hiddlestone y retrocedí reptando. Más tarde supimos que ambos habían sido llevados mucho antes a la sala de primeros auxilios. Jorge tenía una herida leve en el hombro. Hiddlestone estaba gravemente herido, una bala le había atravesado el brazo izquierdo, rompiéndole el hueso en varios lugares; mientras yacía en el suelo, una granada explotó cerca de él produciéndole numerosas heridas. Me alegra poder decir que se recuperó. Más tarde me contaría que se había arrastrado de espaldas algunos metros hasta encontrar a un español herido, con el cual, ayudándose mutuamente, logró regresar.

Ya estaba aclarando. A lo largo de la línea todavía resonaba un fuego sin sentido, como la llovizna que sigue cayendo luego de una tormenta. Recuerdo que todo tenía un aspecto desolador: las ciénagas, los sauces llorones, el agua amarilla en el fondo de las trincheras y los rostros agotados de los hombres cubiertos de barro y ennegrecidos por el humo. Cuando regresé a mi refugio en la trinchera, los tres hombres con quienes la compartía ya estaban profundamente dormidos. Se habían arrojado al suelo con el equipo puesto y los fusiles embarrados apretados contra ellos. Todo estaba mojado, dentro y fuera. Una larga búsqueda me permitió reunir bastantes astillas secas como para encender un pequeño fuego. Luego fumé el cigarro que me había estado reservando y que, con gran sorpresa por mi parte, no se había roto durante la noche.


Tiempo después supe que la acción había resultado un éxito. Se trataba meramente de una salida para que los fascistas apartaran tropas del otro lado de Huesca, donde los anarquistas volvían a atacar. Yo supuse que los fascistas habían utilizado cien o doscientos hombres en el contraataque, pero un desertor nos dijo más tarde que eran seiscientos. Creo que mentía —los desertores, por motivos evidentes, a menudo tratan de caer bien mediante adulaciones—. Era una gran pena lo del telescopio. La idea de haber perdido ese magnífico botín me duele aun ahora.


George Orwell


Primera edición de "Homage to Catalonia". Secker and Warburg, Inglaterra, 1938











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