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1518. Homenaje a Cataluña III



Cinco cosas son importantes en la guerra de trincheras: leña, comida, tabaco, velas y el enemigo. En invierno, en el frente de Zaragoza, eran importantes en ese orden, con el enemigo en un alejado último puesto. No siendo por la noche, durante la cual siempre cabía esperar un ataque por sorpresa, nadie se preocupaba por el enemigo. Lo veíamos como a remotos insectos negros que ocasionalmente saltaban de un lado a otro. La verdadera preocupación de ambos ejércitos consistía en combatir el frío.

Debo decir, de paso, que durante mi permanencia en España tuve oportunidad de presenciar muy poca lucha. Estuve en el frente de Aragón desde enero hasta mayo, y entre enero y finales de marzo poco o nada ocurrió allí, excepto en Teruel. En marzo se produjo una lucha enconada en los alrededores de Huesca, pero yo desempeñé en ella un papel muy insignificante. Más tarde, en junio, tuvo lugar el desastroso ataque contra Huesca en el que, en un solo día, murieron varios miles de hombres, pero yo había sido herido y me encontraba lejos cuando eso ocurrió. Las cosas que uno normalmente considera como los horrores de la guerra rara vez me sucedieron. Ningún aeroplano dejó caer una bomba cerca de mí, no creo que alguna granada haya explotado jamás a menos de diez metros de donde me encontraba, y sólo una vez participé en una lucha cuerpo a cuerpo (debo decir que con una vez hay de sobra). Desde luego, a menudo estuve bajo un pesado fuego de ametralladora, pero por lo común a distancias muy grandes. Incluso en Huesca uno se hallaba por lo general a salvo, si tomaba precauciones razonables.

Allí arriba, en las colinas que circundan Zaragoza, se trataba simplemente de la mezcla de aburrimiento e incomodidad inherentes a la fase estacionaria de la guerra. Una vida tan monótona como la de un empleado de ciudad, y casi tan regular. Montar guardia, patrullar; cavar; cavar, patrullar, montar guardia. En la cima de cada colina, fascista o leal, un conjunto de hombres sucios y andrajosos tiritaba en torno a su bandera y trataba de entrar en calor. Y durante todo el día y toda la noche, balas perdidas que erraban a través de valles desiertos y sólo por alguna improbable casualidad acababan alojándose en un cuerpo humano.

A menudo solía contemplar el paisaje invernal y maravillarme de la futilidad de todo. ¡Qué absurda era una guerra así! Un poco antes, por octubre, se había producido una lucha salvaje en esas colinas; luego, debido a la falta de hombres y armas, en particular de artillería, las operaciones a gran escala se tornaron imposibles, y ambos ejércitos se establecieron y enterraron en las cimas ganadas. A la derecha teníamos una pequeña avanzada, también del POUM, y una posición del PSUC en la estribación de la izquierda, frente a una colina más alta con varios puestos fascistas salpicados en sus crestas. La llamada línea zigzagueaba de un lado a otro, siguiendo un dibujo que hubiera resultado del todo ininteligible si cada posición no hubiese tenido una bandera. Las banderas del POUM y del PSUC eran rojas, la de los anarquistas, roja y negra; los fascistas hacían ondear, por lo general, la bandera monárquica (roja, amarilla y roja), pero en ocasiones usaban la de la República (roja, amarilla y morada). Si se lograba olvidar que cada cumbre estaba ocupada por tropas y, por lo tanto, cubierta de latas y excrementos, el escenario resultaba estupendo. A nuestra derecha, la sierra doblaba hacia el sudeste y se abría camino por el amplio y venoso valle que se extiende hasta Huesca. En medio de la planicie se divisaban unos pocos y diminutos cubos que semejaban una tirada de dados; era la ciudad de Robres, en manos leales. Por la mañana, con frecuencia el valle se hallaba oculto por mares de nubes, entre las cuales surgían las colinas chatas y azules, dando al paisaje un extraño parecido con un negativo fotográfico. Más allá de Huesca había aún más colinas de formación idéntica, recorridas por estrías de nieve cuyo dibujo se alteraba día a día. A lo lejos, los monstruosos picos de los Pirineos, donde la nieve nunca se derrite, parecían emerger sobre el vacío. Abajo, en la planicie, todo semejaba desnudo y muerto. Las colinas situadas frente a nosotros eran grises y arrugadas como la piel de los elefantes. El cielo estaba casi siempre vacío de pájaros. Creo que nunca conocí un lugar donde hubiera tan pocos pájaros. Los únicos que vi en alguna ocasión fueron una especie de urraca, los pichones de perdices que nos sobresaltaban por la noche con su inesperado aleteo y, muy rara vez, los vuelos de algunas águilas que se desplazaban lentamente en lo alto, seguidas por disparos de fusil que no las inquietaban lo más mínimo.

Por la noche, y cuando había niebla, se enviaban patrullas al valle que mediaba entre nosotros y los fascistas. La tarea no gozaba de popularidad, pues hacía demasiado frío y resultaba muy fácil perderse; no tardé en descubrir que podía conseguir permiso para integrar la patrulla tantas veces como quisiera. En los enormes barrancos dentados no había senderos o huellas de ninguna especie; sólo podía encontrarse el camino haciendo viajes sucesivos y fijándose en las pisadas frescas cada vez. A tiro de bala, el puesto fascista más cercano distaba del nuestro unos setecientos metros, pero la única ruta practicable tenía tres kilómetros. Resultaba bastante divertido errar por los valles oscuros mientras las balas perdidas volaban sobre nuestras cabezas como gallinetas sibilantes. Para estas excursiones, más propicias que la noche eran las nieblas densas, que a menudo duraban todo el día y solían aferrarse a las cimas de las colinas dejando libres los valles. Cuando uno se encontraba cerca de las líneas fascistas, tenía que arrastrarse a la velocidad de un caracol; era muy difícil moverse silenciosamente en esas laderas, entre los arbustos crujientes y las ruidosas piedras calizas. Hasta el tercer o cuarto intento no logré llegar hasta el enemigo. La niebla era muy espesa, y me deslicé hasta la alambrada: podía oír a los fascistas charlar y cantar. Con gran alarma, advertí que varios de ellos descendían por la ladera en mi dirección. Me oculté detrás de un arbusto que de pronto me pareció muy pequeño, y traté de amartillar el fusil sin hacer ruido; por suerte, Se desviaron y no llegaron a verme. Al lado de mi escondite encontré varios restos de la lucha anterior: cartuchos vacíos, una gorra de cuero con un agujero de bala, una bandera roja, evidentemente nuestra. La llevé de vuelta a la posición, donde fue convertida sin ningún sentimentalismo en trapos de limpieza.

Me habían ascendido a cabo en cuanto llegamos al frente, y tenía a mi cargo una guardia de doce hombres. No era una ventaja, especialmente al principio. La centuria era una turba no adiestrada compuesta en su mayoría por adolescentes. De tanto en tanto, uno se encontraba con criaturas de hasta once o doce años, por lo común refugiados del territorio fascista que se habían alistado en la milicia como la manera más fácil de asegurarse el sustento. Por lo general, eran empleados en la retaguardia para tareas livianas, pero a veces se las ingeniaban para escurrirse hasta el frente, donde constituían una amenaza pública. Recuerdo que una de estas bestezuelas arrojó en broma una granada en el fuego encendido de un refugio. En Monte Pocero creo que nadie tenía menos de quince años, pero la edad promedio debe de haber estado muy por debajo de veinte. Los muchachos de esta edad nunca deberían ser enviados al frente, porque no pueden soportar la falta de sueño que es inseparable de la guerra de trincheras. Al comienzo resultaba casi imposible mantener vigilada nuestra posición de la forma adecuada por la noche. Para despertar a los desgraciados chicos de mi sección había que sacarlos de sus refugios con los pies por delante, y en cuanto uno volvía la espalda abandonaban sus puestos y se buscaban un lugar resguardado, o bien, a pesar del riguroso frío, se apoyaban contra la pared de la trinchera y se quedaban completamente dormidos. Por suerte, el enemigo nunca se mostró muy emprendedor. Había noches en que me parecía que nuestra posición podía ser arrasada por veinte boy scouts armados con rifles de aire comprimido o veinte girl scouts armadas con raquetas.

En esa época y hasta mucho más tarde, el sistema en que se basaban las milicias catalanas seguía siendo el mismo que al comienzo de la guerra. En los primeros días del levantamiento de Franco, las milicias habían sido apresuradamente organizadas por los diversos sindicatos y partidos políticos; cada una constituía en esencia una organización política, fiel a su partido tanto como al gobierno central. En 1937, cuando se formó el Ejército Popular que era un cuerpo «no político», organizado según criterios más o menos corrientes, las milicias partidistas quedaron teóricamente incorporadas a él. Pero durante mucho tiempo los únicos cambios introducidos fueron teóricos: las tropas del nuevo Ejército Popular llegaron al frente de Aragón en junio, y hasta ese momento el sistema de milicias permaneció invariable. El rasgo esencial del sistema era la igualdad social entre oficiales y soldados. Todos, desde el general hasta el recluta, recibían la misma paga, comían los mismos alimentos, llevaban las mismas ropas y se trataban en términos de completa igualdad. Si a uno se le ocurría palmear al general que comandaba la división y pedirle un cigarrillo, podía hacerlo y a nadie le resultaba extraño. Por lo menos en teoría, cada milicia era una democracia y no una organización jerárquica. Se daba por sentado que las órdenes debían obedecerse, pero también que una orden se daba de camarada a camarada y no de superior a inferior. Había oficiales con y sin mando, pero no un escalafón militar en el sentido usual; no había ni distintivos ni galones, ni taconazos ni saludos reglamentarios. Dentro de las milicias se intentó crear una especie de modelo provisional de la sociedad sin clases. Desde luego, no existía una perfecta igualdad, pero era lo más aproximado a ella que yo había conocido o que me hubiera parecido concebible en tiempo de guerra.

No obstante, admito que, a primera vista, el estado de cosas en el frente me horrorizó. ¿Cómo demonios podía ganar la guerra un ejército así? Todo el mundo se hacía esa pregunta que, si bien era justa, también resultaba gratuita, pues en esas circunstancias, las milicias no podían ser mucho mejores de lo que eran. Un ejército mecanizado moderno no brota de la tierra y, si el gobierno hubiera esperado hasta contar con tropas adiestradas, nunca habría podido hacer frente al fascismo. Más tarde se puso de moda criticar las milicias y sostener que los fallos debidos a la falta de armas y de adiestramiento eran el resultado del sistema igualitario. En realidad, una leva recién reclutada de milicianos constituía una turba indisciplinada, no porque los oficiales llamaran «camaradas» a los reclutas, sino porque las tropas novatas siempre son una turba indisciplinada. En la práctica, el tipo «revolucionario» democrático de disciplina merece más confianza del que cabría esperar. En un ejército de trabajadores, la disciplina es teóricamente voluntaria, se basa en la lealtad de clase; mientras que la disciplina de un ejército burgués de reclutas se basa, en última instancia, en el miedo. (El Ejército Popular que reemplazó a las milicias ocupaba una posición intermedia entre ambos tipos.) En las milicias, el atropello y el abuso inherentes a un ejército corriente no se hubieran tolerado ni por un instante. Los castigos militares normales existían, pero sólo se aplicaban en los casos de delitos muy graves. Cuando un hombre se negaba a obedecer una orden, no se le castigaba de inmediato: primero se apelaba a su espíritu de camaradería. Una persona cínica, sin experiencia de mando, podrá afirmar sin demora que esto no puede «funcionar» jamás, pero lo cierto es que «funciona».

La disciplina de incluso las peores levas de la milicia mejoró notablemente a medida que transcurría el tiempo. En enero, la tarea de dirigir una docena de reclutas novatos casi me hizo encanecer. En mayo, actué durante un breve período como teniente, al mando de unos treinta hombres, ingleses y españoles. Todos habíamos estado en el frente durante meses, y nunca tuve la más mínima dificultad para conseguir que obedecieran una orden o se ofrecieran voluntariamente para una tarea peligrosa. La disciplina revolucionaria depende de la conciencia política, de la comprensión de por qué deben obedecerse las órdenes; necesita tiempo para formarse, pero también se necesita tiempo para convertir a un hombre en un autómata dentro del cuartel. Los periodistas que se burlaban del sistema de milicias pocas veces recordaban que éstas tuvieron que contener al enemigo mientras el Ejército Popular se adiestraba en la retaguardia. Y el mero hecho de que las milicias hayan permanecido en el frente constituye un tributo a la fuerza de la disciplina revolucionaria, pues hasta junio de 1937 lo único que las retuvo allí fue la lealtad de clase. Se podía fusilar a los desertores individuales, y eso es lo que se hacía ocasionalmente, pero si un millar de hombres decidiera abandonar el frente, ninguna fuerza podría detenerlos. Un ejército de reclutas en las mismas circunstancias y sin una policía militar para vigilarlos hubiera retrocedido. Las milicias en cambio defendieron sus posiciones. Dios sabe que obtuvieron muy pocas victorias, pero las deserciones individuales no fueron comunes. En cuatro o cinco meses en la milicia del POUM sólo supe de cuatro desertores, y dos de ellos eran casi seguro espías que se habían alistado para obtener información. Al comienzo, el aparente caos, la falta general de adiestramiento, el hecho de que a menudo uno debía discutir durante cinco minutos para conseguir que se obedeciera una orden me espantaban y me enfurecían. Tenía ideas típicas del ejército británico, y ciertamente las milicias españolas eran bastante diferentes del ejército británico. Pero, considerando las circunstancias, eran mejores tropas de lo que se tenía derecho a esperar.

Y mientras tanto, la leña, siempre la leña. Durante todo ese período, probablemente no haya ninguna anotación en mi diario donde no se mencione la leña o, mejor dicho, la falta de ella. Nos encontrábamos entre unos seiscientos y novecientos metros por encima del nivel del mar, estábamos en pleno invierno y el frío era inenarrable. La temperatura no era excepcionalmente baja, muchas noches ni siquiera helaba, y el sol invernal brillaba a menudo durante una hora al mediodía, pero se pasaba mucho frío. A veces soplaban vientos ululantes que nos arrancaban la gorra y nos hacían volar el cabello en todas direcciones, nieblas que se introducían en la trinchera como un líquido y parecían penetrar hasta los huesos; llovía con frecuencia, y un cuarto de hora de lluvia bastaba para que las condiciones se tornaran insoportables. La delgada capa de tierra por encima de la piedra no tardaba en convertirse en una pasta resbaladiza y, como siempre se caminaba sobre pendiente, resultaba imposible conservar el equilibrio. En las noches oscuras a menudo me caía media docena de veces en menos de veinte metros; esto era peligroso, pues el seguro del fusil podía atascarse con el barro. Durante varios días seguidos la ropa, las botas, las mantas y las armas se quedaban embarradas. Yo había llevado tanta ropa de abrigo como pude, pero muchos carecían de lo esencial. Para toda la guarnición, unos cien hombres, sólo había doce capotes, que los centinelas se pasaban unos a otros, y la mayoría contaba únicamente con una manta. Una noche helada hice en mi diario una lista de las prendas que tenía puestas. Resulta interesante recordarla para mostrar la cantidad de ropa que un cuerpo humano puede soportar. Llevaba un chaleco grueso y pantalones, una camisa de franela, dos jerséis, una chaqueta de lana, otra de cuero, pantalones de pana, calcetines gruesos, polainas, botas, un pesado capote, una bufanda, guantes forrados y gorra de lana. No obstante, temblaba como una hoja. Pero admito que soy particularmente sensible al frío.

La leña era lo que realmente importaba. Y representaba todo un problema, porque prácticamente no había. Nuestra miserable montaña no había tenido mucha vegetación ni en sus mejores momentos, y durante meses había sido arrasada por congelados milicianos, con el resultado de que todo aquello que fuera más grueso que un dedo había sido quemado hacía ya mucho tiempo. Cuando no estábamos comiendo, durmiendo, de guardia o haciendo alguna faena, recorríamos el valle en busca de combustible. Recuerdo que nos arrastrábamos por pendientes casi verticales, sobre la áspera piedra caliza que nos destrozaba las ropas, para arrojarnos ávidamente sobre diminutas ramitas. Tres hombres, buscando un par de horas, podían recoger bastante combustible como para un fuego de una hora. Nuestras búsquedas de leña nos transformaron en expertos botánicos. Clasificábamos, de acuerdo con sus posibilidades de combustión, las plantas que crecían en las laderas: las diversas clases de brezos y hierbas que servían para prender el fuego, pero ardían sólo unos pocos minutos; el romero silvestre y los pequeños arbustos de retama que ardían cuando el fuego estaba ya bien encendido; el roble enano, más pequeño que un arbusto de grosellas y prácticamente incombustible. Había un tipo de caña seca que resultaba muy útil para encender el fuego, pero sólo crecía en la colina situada a la izquierda de la posición y para conseguirla había que hacer frente a las—balas. Si los soldados fascistas al mando de las ametralladoras te veían, te dedicaban todo un tambor de munición. Por lo general, apuntaban demasiado alto y las balas cantaban como pájaros por encima de nuestras cabezas, pero a veces se estrellaban a nuestras espaldas y hacían saltar trocitos de roca a una distancia desagradablemente corta, provocando que nos tirásemos cuerpo a tierra. No obstante, luego proseguíamos con la recogida de cañitas; nada tenía tanta importancia como la leña.

Comparadas con el frío, las otras molestias parecían insignificantes. Desde luego, todos estábamos permanentemente sucios. El agua que bebíamos, al igual que los alimentos, se traía en mulas desde Alcubierre, y la porción diaria correspondiente a cada hombre no llegaba a un litro. Era un líquido repugnante, apenas más transparente que la leche, y sólo debía utilizarse para beber, pero yo siempre robaba un poco para lavarme por la mañana. Solía lavarme un día y afeitarme al siguiente: el agua nunca alcanzaba para ambas cosas a la vez. La posición tenía un hedor nauseabundo, y fuera del pequeño recinto de la barricada había excrementos por todas partes. Algunos milicianos tenían por costumbre defecar en la trinchera, lo cual no resultaba nada grato cuando había que recorrerla a oscuras. La suciedad, sin embargo, nunca me preocupó. La gente hace demasiado alboroto en torno a la suciedad. Resulta sorprendente comprobar con cuánta rapidez es posible acostumbrarse a no usar pañuelo y a comer en el mismo recipiente en que uno se lava. El hecho de dormir con la ropa que se ha usado durante el día también dejó de ser penoso al cabo de poco tiempo. Desde luego, era imposible quitarse la ropa por la noche, y en especial las botas: había que estar listo para presentarse instantáneamente en caso de ataque. En ochenta noches me desvestí sólo tres veces, si bien me las ingenié en diversas ocasiones para quitarme la ropa durante el día. Hacía demasiado frío como para que hubiera piojos, pero las ratas y los ratones abundaban. A menudo se dice que no se encuentran ratas y ratones en el mismo lugar, pero ello no es cierto cuando hay bastante comida para ambos.

En otros aspectos nuestra situación no era tan mala. La comida era bastante satisfactoria y abundaba el vino. Los cigarrillos seguían distribuyéndose a razón de un paquete diario, los fósforos se entregaban día por medio y las velas se repartían con regularidad. Éstas eran muy delgadas, como las que suelen verse en un pastel de Navidad, y se suponía que procedían de las iglesias. Cada puesto de la trinchera recibía diariamente tres pulgadas de vela, cantidad que duraba unos veinte minutos. En esa época todavía se podía comprar velas, y yo había traído conmigo una buena cantidad.

Más tarde, la falta de fósforos y velas convirtió nuestra vida en una tortura. Uno no comprende la importancia de estas cosas hasta que carece de ellas. En una alarma nocturna, por ejemplo, cuando todo el mundo busca a tientas un fusil pisando a los vecinos, la posibilidad de encender una luz puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Cada miliciano contaba con una yesca y varios metros de mecha amarilla, elementos que, después del fusil, constituían su posesión más importante. Estas yescas tienen la enorme ventaja de que pueden encenderse aunque sople viento, pero arden sin llama, por lo cual no sirven para hacer fuego. Cuando la carencia de fósforos alcanzó su punto culminante, la única forma de conseguir una llama consistía en sacar la bala del cartucho y encender la cordita con una yesca.

Era una vida extraordinaria la que llevábamos, una manera extraordinaria de estar en guerra, si puede hablarse de guerra. Toda la milicia protestaba contra la inactividad y clamaba constantemente por saber por que no se nos permitía atacar. Pero resultaba perfectamente obvio que no habría ninguna batalla durante mucho tiempo, a menos que el enemigo la iniciara. Georges Kopp se mostró muy franco con nosotros en sus giras periódicas de inspección. «Esto no es una guerra», solía decir, «es una ópera cómica con alguna muerte ocasional». En realidad, el estancamiento en el frente de Aragón obedecía a causas políticas que yo ignoraba por completo en esa época, pero las dificultades puramente militares, aparte de la falta de reservas de hombres, resultaban evidentes.

Para empezar, hay que tener en cuenta la naturaleza de la región. La línea del frente, la nuestra y la de los fascistas, estaba ubicada en posiciones con enormes protecciones naturales, a las que por lo general sólo era posible aproximarse desde un costado. Basta con cavar unas pocas trincheras para que tales lugares estén a cubierto de la infantería, salvo que ésta sea abrumadoramente numerosa. En nuestra posición o en la mayoría de las que nos rodeaban, una docena de hombres con dos ametralladoras podrían haber contenido a todo un batallón. Ubicados como estábamos en las cimas de las colinas, constituíamos blancos perfectos para la artillería, pero no había artillería. A veces me ponía a contemplar el paisaje y ansiaba —con qué pasión!— tener un par de baterías de cañones. Las posiciones enemigas se podrían haber destruido una tras otra con la misma facilidad con que se parten nueces con un martillo. Pero sencillamente no contábamos con un solo cañón. Los fascistas lograban a veces traer uno o dos de Zaragoza y hacer unos pocos disparos, tan pocos que nunca calcularon siquiera la distancia y los proyectiles se hundían inocuamente en los barrancos vacíos. Frente a ametralladoras y sin artillería sólo pueden hacerse tres cosas: permanecer en refugios cavados a una distancia segura, digamos cuatrocientos metros; avanzar a campo abierto y ser masacrados, o realizar ataques nocturnos en pequeña escala que no modifican la situación general. En la práctica, la alternativa es estancamiento o suicidio.

Y a todo esto había que añadir la carencia de material de guerra de todo tipo. Se necesita un cierto esfuerzo para comprender lo mal armadas que estaban las milicias en esa época. Cualquier escuela OTC de Inglaterra se parecía mucho más a un ejército moderno que nosotros. El mal estado de nuestras armas era tan increíble que vale la pena describirlo en detalle.

Toda la artillería asignada a este sector del frente consistía en cuatro morteros de trinchera con quince cargas cada uno. Desde luego, eran demasiado valiosos como para ser utilizados, por lo cual eran guardados en Alcubierre. Había ametralladoras en la proporción aproximada de una por cada cincuenta hombres; eran armas viejas, pero bastante precisas hasta una distancia de trescientos a cuatrocientos metros. Aparte de esto, sólo contábamos con nuestros fusiles, la mayoría de los cuales sólo valían como hierro viejo. Se utilizaban tres tipos de fusil. Uno era el máuser largo; casi todos con más de veinte años de antigüedad, con miras tan útiles como un velocímetro roto y la estría completamente oxidada. A pesar de ello, uno de cada diez no funcionaba del todo mal. Luego teníamos el máuser corto, o mosquetón, que es en realidad un arma de caballería. Gozaba de mayor popularidad que los otros porque era más liviano, estorbaba menos en la trinchera y, también, porque era comparativamente nuevo y parecía más eficaz. En verdad, se trataba de armas casi inútiles. Estaban hechas con partes de otras armas, ningún cerrojo correspondía a su fusil, y podía darse por descontado que el setenta y cinco por ciento dejaba de funcionar después de cinco tiros. También había unos pocos winchester, muy cómodos de manejo, pero enormemente imprecisos y que había que cargar después de cada tiro, puesto que no se disponía de los cargadores correspondientes. Las municiones eran tan escasas que cada recién llegado apenas recibía cincuenta cargas, la mayoría de ellas de muy mala calidad. Los cartuchos de fabricación española eran todos usados y vueltos a cargar y atascaban el mejor de los fusiles. En cambio, los mexicanos eran superiores, por lo cual eran reservados para las ametralladoras. La mejor munición era la de origen alemán, pero como ésta provenía únicamente de los prisioneros y desertores, no abundaba demasiado. Yo tenía siempre en el bolsillo un paquete de cartuchos alemanes o mexicanos para utilizar en caso de emergencia. Pero, en la práctica, si se llegaba a producir una emergencia, casi nunca disparaba mi fusil: tenía demasiado miedo de que se trabara aquel maldito trasto y quería reservar por lo menos una carga que disparase de verdad. No teníamos cascos ni bayonetas, carecíamos de revólveres o pistolas y no había más que una granada por cada cinco o diez hombres. La granada utilizada en esa época era un objeto terrorífico conocido como «granada FM», inventada por los anarquistas en los primeros días de la guerra. Se basaba en el principio de una bomba Milís, pero la palanca no estaba sostenida por un seguro, sino por un trozo de cinta adhesiva. Al arrancar la tira había que librarse de ella a la mayor velocidad posible. Se decía que estas granadas eran «imparciales»: mataban tanto al enemigo como a quien las arrojaba. Disponíamos de varios tipos más, incluso más primitivos, pero probablemente algo menos peligrosos... para el que tiraba, por supuesto. Hasta finales de marzo no vi una granada digna de tal nombre.

A la escasez de armas se sumaba la de todos los otros elementos de importancia en una guerra. No teníamos mapas ni planos, por ejemplo. En España nunca se había hecho un registro cartográfico completo, y los únicos mapas detallados de esa zona eran los viejos mapas militares, casi todos en poder de los fascistas. No contábamos con telémetros, telescopios, periscopios, prismáticos — excepto unos pocos de propiedad privada—, luces de Bengala o Veri, tenazas para cortar las alambradas, herramientas de armero, ni tampoco siquiera con material de limpieza. Los españoles no parecían haber oído hablar nunca de una baqueta y me observaron sorprendidos mientras yo la fabricaba. Cuando uno quería limpiar el fusil, lo llevaba al sargento, quien poseía una larga varilla de latón invariablemente torcida que, por lo tanto, raspaba el cañón. Ni siquiera había aceite para las armas. Eran lubricadas con aceite de oliva, cuando se podía conseguir. En distintas ocasiones tuve que engrasar el mío con vaselina, con crema para el cutis y hasta con tocino. Además, no teníamos faroles ni linternas. Creo que en todo nuestro sector no había nada parecido a una linterna eléctrica, y el sitio más cercano donde se podía conseguir una era Barcelona, y eso no sin dificultades.

A medida que transcurría el tiempo y los aislados disparos de fusil resonaban entre las colinas, comencé a preguntarme con creciente escepticismo si alguna vez ocurriría algo que proporcionara un poco de vida, o más bien un poco de muerte, a esa extravagante guerra. Luchábamos contra la pulmonía, no contra hombres. Cuando las trincheras están separadas por más de quinientos metros, nadie resulta herido si no es por casualidad. Desde luego, había bajas, pero en su mayoría no eran causadas por el enemigo. Si la memoria no me engaña, los primeros cinco heridos que vi en España debían sus lesiones a nuestras propias armas, y no quiero decir que fueran intencionadas, desde luego, sino producto de un accidente o descuido. Nuestros gastados fusiles constituían un verdadero peligro. Algunos de ellos dejaban escapar el tiro si la culata se golpeaba contra el suelo; vi un hombre con la mano atravesada por un proyectil a causa de este defecto. Y en la oscuridad, los reclutas novatos se tiroteaban continuamente entre sí. Cierta vez, cuando todavía no era noche cerrada, un centinela me disparó desde una distancia de veinte metros, y me erró por uno. Quién sabe cuantas veces la mala puntería española me salvó la vida. En otra ocasión, al salir de patrulla en medio de la niebla, tomé la precaución de avisar de antemano al jefe de la guardia. Al regresar, tropecé contra un arbusto; el centinela comenzó a gritar que los fascistas se acercaban y tuve el placer de oír al jefe de la guardia ordenar que dispararan sin demora. Por supuesto, me mantuve echado y las balas pasaron por encima sin lastimarme. No hay nada que pueda convencer a un español, sobre todo a un español joven, de que las armas de fuego son peligrosas. Cierta vez, poco después del episodio Anterior, me encontraba fotografiando a unos soldados encargados de una ametralladora, que apuntaba directamente hacia mí.

—No tiréis —dije en tono de broma, mientras enfocaba la cámara.

—Oh no, no tiraremos

Un segundo después oí fuertes estampidos y numerosas balas pasaron tan cerca de mi cara que unos granos de cordita me irritaron la mejilla. No hubo mala intención y a los milicianos les pareció una estupenda broma. Unos pocos días antes habían visto a un pobre conductor de mulas accidentalmente muerto de cinco balazos por un delegado político que hacía el payaso con una pistola automática.

Las difíciles contraseñas que la milicia utilizaba en esa época constituían otra fuente de peligros. Se trataba de complicadas consignas dobles en las cuales era necesario responder a una palabra con otra. Por lo general tenían un acento afirmativo y revolucionario, tal como cultura—progreso, o seremos—invencibles, y a menudo resultaba imposible conseguir que los centinelas analfabetos recordaran estas palabras altisonantes. Recuerdo que una noche la contraseña era Cataluña— heroica, y un joven campesino de rostro redondo, llamado Jaime Doménech, se me acercó, muy desconcertado, y me pidió que le explicara:

—Heroica... ¿Qué quiere decir heroica?

Le expliqué que era sinónimo de valiente. Poco después avanzaba tropezando por la trinchera a oscuras cuando el centinela le gritó:

—¡Alto! ¡Cataluña!

—¡Valiente! —respondió Jaime, seguro de recordar la palabra exacta.

—¡Bang!


Afortunadamente, el centinela erró. En esta guerra, todo el mundo le erraba a todo el mundo, siempre que fuera humanamente posible.


George Orwell


Primera edición de "Homage to Catalonia". Secker and Warburg, Inglaterra, 1938









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