Cinco cosas son importantes en la guerra de
trincheras: leña, comida, tabaco, velas y el enemigo. En invierno, en el frente
de Zaragoza, eran importantes en ese orden, con el enemigo en un alejado último
puesto. No siendo por la noche, durante la cual siempre cabía esperar un ataque
por sorpresa, nadie se preocupaba por el enemigo. Lo veíamos como a remotos
insectos negros que ocasionalmente saltaban de un lado a otro. La verdadera
preocupación de ambos ejércitos consistía en combatir el frío.
Debo decir, de paso, que durante mi permanencia en
España tuve oportunidad de presenciar muy poca lucha. Estuve en el frente de
Aragón desde enero hasta mayo, y entre enero y finales de marzo poco o nada
ocurrió allí, excepto en Teruel. En marzo se produjo una lucha enconada en los
alrededores de Huesca, pero yo desempeñé en ella un papel muy insignificante.
Más tarde, en junio, tuvo lugar el desastroso ataque contra Huesca en el que,
en un solo día, murieron varios miles de hombres, pero yo había sido herido y
me encontraba lejos cuando eso ocurrió. Las cosas que uno normalmente considera
como los horrores de la guerra rara vez me sucedieron. Ningún aeroplano dejó
caer una bomba cerca de mí, no creo que alguna granada haya explotado jamás a
menos de diez metros de donde me encontraba, y sólo una vez participé en una
lucha cuerpo a cuerpo (debo decir que con una vez hay de sobra). Desde luego, a
menudo estuve bajo un pesado fuego de ametralladora, pero por lo común a
distancias muy grandes. Incluso en Huesca uno se hallaba por lo general a salvo,
si tomaba precauciones razonables.
Allí arriba, en las colinas que circundan Zaragoza, se
trataba simplemente de la mezcla de aburrimiento e incomodidad inherentes a la
fase estacionaria de la guerra. Una vida tan monótona como la de un empleado de
ciudad, y casi tan regular. Montar guardia, patrullar; cavar; cavar, patrullar,
montar guardia. En la cima de cada colina, fascista o leal, un conjunto de
hombres sucios y andrajosos tiritaba en torno a su bandera y trataba de entrar
en calor. Y durante todo el día y toda la noche, balas perdidas que erraban a
través de valles desiertos y sólo por alguna improbable casualidad acababan
alojándose en un cuerpo humano.
A menudo solía contemplar el paisaje invernal y
maravillarme de la futilidad de todo. ¡Qué absurda era una guerra así! Un poco
antes, por octubre, se había producido una lucha salvaje en esas colinas;
luego, debido a la falta de hombres y armas, en particular de artillería, las
operaciones a gran escala se tornaron imposibles, y ambos ejércitos se
establecieron y enterraron en las cimas ganadas. A la derecha teníamos una
pequeña avanzada, también del POUM, y una posición del PSUC en la estribación
de la izquierda, frente a una colina más alta con varios puestos fascistas
salpicados en sus crestas. La llamada línea zigzagueaba de un lado a otro,
siguiendo un dibujo que hubiera resultado del todo ininteligible si cada
posición no hubiese tenido una bandera. Las banderas del POUM y del PSUC eran
rojas, la de los anarquistas, roja y negra; los fascistas hacían ondear, por lo
general, la bandera monárquica (roja, amarilla y roja), pero en ocasiones
usaban la de la República (roja, amarilla y morada). Si se lograba olvidar que
cada cumbre estaba ocupada por tropas y, por lo tanto, cubierta de latas y
excrementos, el escenario resultaba estupendo. A nuestra derecha, la
sierra doblaba hacia el sudeste y se abría camino por el amplio y venoso valle
que se extiende hasta Huesca. En medio de la planicie se divisaban unos pocos y
diminutos cubos que semejaban una tirada de dados; era la ciudad de Robres, en
manos leales. Por la mañana, con frecuencia el valle se hallaba oculto por
mares de nubes, entre las cuales surgían las colinas chatas y azules, dando al
paisaje un extraño parecido con un negativo fotográfico. Más allá de Huesca
había aún más colinas de formación idéntica, recorridas por estrías de nieve
cuyo dibujo se alteraba día a día. A lo lejos, los monstruosos picos de los
Pirineos, donde la nieve nunca se derrite, parecían emerger sobre el vacío.
Abajo, en la planicie, todo semejaba desnudo y muerto. Las colinas situadas
frente a nosotros eran grises y arrugadas como la piel de los elefantes. El
cielo estaba casi siempre vacío de pájaros. Creo que nunca conocí un lugar
donde hubiera tan pocos pájaros. Los únicos que vi en alguna ocasión fueron una
especie de urraca, los pichones de perdices que nos sobresaltaban por la noche
con su inesperado aleteo y, muy rara vez, los vuelos de algunas águilas que se
desplazaban lentamente en lo alto, seguidas por disparos de fusil que no las
inquietaban lo más mínimo.
Por la noche, y cuando había niebla, se enviaban
patrullas al valle que mediaba entre nosotros y los fascistas. La tarea no
gozaba de popularidad, pues hacía demasiado frío y resultaba muy fácil
perderse; no tardé en descubrir que podía conseguir permiso para integrar la
patrulla tantas veces como quisiera. En los enormes barrancos dentados no había
senderos o huellas de ninguna especie; sólo podía encontrarse el camino
haciendo viajes sucesivos y fijándose en las pisadas frescas cada vez. A tiro
de bala, el puesto fascista más cercano distaba del nuestro unos setecientos
metros, pero la única ruta practicable tenía tres kilómetros. Resultaba
bastante divertido errar por los valles oscuros mientras las balas perdidas
volaban sobre nuestras cabezas como gallinetas sibilantes. Para estas
excursiones, más propicias que la noche eran las nieblas densas, que a menudo
duraban todo el día y solían aferrarse a las cimas de las colinas dejando
libres los valles. Cuando uno se encontraba cerca de las líneas fascistas,
tenía que arrastrarse a la velocidad de un caracol; era muy difícil moverse
silenciosamente en esas laderas, entre los arbustos crujientes y las ruidosas
piedras calizas. Hasta el tercer o cuarto intento no logré llegar hasta el
enemigo. La niebla era muy espesa, y me deslicé hasta la alambrada: podía oír a
los fascistas charlar y cantar. Con gran alarma, advertí que varios de ellos
descendían por la ladera en mi dirección. Me oculté detrás de un arbusto que de
pronto me pareció muy pequeño, y traté de amartillar el fusil sin hacer ruido;
por suerte, Se desviaron y no llegaron a verme. Al lado de mi escondite
encontré varios restos de la lucha anterior: cartuchos vacíos, una gorra de
cuero con un agujero de bala, una bandera roja, evidentemente nuestra. La llevé
de vuelta a la posición, donde fue convertida sin ningún sentimentalismo en
trapos de limpieza.
Me habían ascendido a cabo en cuanto llegamos al
frente, y tenía a mi cargo una guardia de doce hombres. No era una ventaja,
especialmente al principio. La centuria era una turba no adiestrada compuesta
en su mayoría por adolescentes. De tanto en tanto, uno se encontraba con
criaturas de hasta once o doce años, por lo común refugiados del territorio
fascista que se habían alistado en la milicia como la manera más fácil de
asegurarse el sustento. Por lo general, eran empleados en la retaguardia para
tareas livianas, pero a veces se las ingeniaban para escurrirse hasta el
frente, donde constituían una amenaza pública. Recuerdo que una de estas bestezuelas
arrojó en broma una granada en el fuego encendido de un refugio. En Monte
Pocero creo que nadie tenía menos de quince años, pero la edad promedio debe de
haber estado muy por debajo de veinte. Los muchachos de esta edad nunca
deberían ser enviados al frente, porque no pueden soportar la falta de sueño
que es inseparable de la guerra de trincheras. Al comienzo resultaba casi
imposible mantener vigilada nuestra posición de la forma adecuada por la noche.
Para despertar a los desgraciados chicos de mi sección había que sacarlos de
sus refugios con los pies por delante, y en cuanto uno volvía la espalda
abandonaban sus puestos y se buscaban un lugar resguardado, o bien, a pesar del
riguroso frío, se apoyaban contra la pared de la trinchera y se quedaban
completamente dormidos. Por suerte, el enemigo nunca se mostró muy emprendedor.
Había noches en que me parecía que nuestra posición podía ser arrasada por
veinte boy scouts armados con rifles de aire comprimido o veinte girl scouts
armadas con raquetas.
En esa época y hasta mucho más tarde, el sistema en
que se basaban las milicias catalanas seguía siendo el mismo que al comienzo de
la guerra. En los primeros días del levantamiento de Franco, las milicias
habían sido apresuradamente organizadas por los diversos sindicatos y partidos
políticos; cada una constituía en esencia una organización política, fiel a su
partido tanto como al gobierno central. En 1937, cuando se formó el Ejército
Popular que era un cuerpo «no político», organizado según criterios más o menos
corrientes, las milicias partidistas quedaron teóricamente incorporadas a él.
Pero durante mucho tiempo los únicos cambios introducidos fueron teóricos: las
tropas del nuevo Ejército Popular llegaron al frente de Aragón en junio, y
hasta ese momento el sistema de milicias permaneció invariable. El rasgo
esencial del sistema era la igualdad social entre oficiales y soldados. Todos,
desde el general hasta el recluta, recibían la misma paga, comían los mismos
alimentos, llevaban las mismas ropas y se trataban en términos de completa
igualdad. Si a uno se le ocurría palmear al general que comandaba la división y
pedirle un cigarrillo, podía hacerlo y a nadie le resultaba extraño. Por lo
menos en teoría, cada milicia era una democracia y no una organización
jerárquica. Se daba por sentado que las órdenes debían obedecerse, pero también
que una orden se daba de camarada a camarada y no de superior a inferior. Había
oficiales con y sin mando, pero no un escalafón militar en el sentido usual; no
había ni distintivos ni galones, ni taconazos ni saludos reglamentarios. Dentro
de las milicias se intentó crear una especie de modelo provisional de la
sociedad sin clases. Desde luego, no existía una perfecta igualdad, pero era lo
más aproximado a ella que yo había conocido o que me hubiera parecido
concebible en tiempo de guerra.
No obstante, admito que, a primera vista, el estado de
cosas en el frente me horrorizó. ¿Cómo demonios podía ganar la guerra un
ejército así? Todo el mundo se hacía esa pregunta que, si bien era justa,
también resultaba gratuita, pues en esas circunstancias, las milicias no podían
ser mucho mejores de lo que eran. Un ejército mecanizado moderno no brota de la
tierra y, si el gobierno hubiera esperado hasta contar con tropas adiestradas, nunca
habría podido hacer frente al fascismo. Más tarde se puso de moda criticar las
milicias y sostener que los fallos debidos a la falta de armas y de
adiestramiento eran el resultado del sistema igualitario. En realidad, una
leva recién reclutada de milicianos constituía una turba indisciplinada, no
porque los oficiales llamaran «camaradas» a los reclutas, sino porque las
tropas novatas siempre son una turba indisciplinada. En la práctica, el tipo
«revolucionario» democrático de disciplina merece más confianza del que cabría
esperar. En un ejército de trabajadores, la disciplina es teóricamente
voluntaria, se basa en la lealtad de clase; mientras que la disciplina de un
ejército burgués de reclutas se basa, en última instancia, en el miedo. (El
Ejército Popular que reemplazó a las milicias ocupaba una posición intermedia
entre ambos tipos.) En las milicias, el atropello y el abuso inherentes a un
ejército corriente no se hubieran tolerado ni por un instante. Los castigos
militares normales existían, pero sólo se aplicaban en los casos de delitos muy
graves. Cuando un hombre se negaba a obedecer una orden, no se le castigaba de
inmediato: primero se apelaba a su espíritu de camaradería. Una persona cínica,
sin experiencia de mando, podrá afirmar sin demora que esto no puede
«funcionar» jamás, pero lo cierto es que «funciona».
La disciplina de incluso las peores levas de la
milicia mejoró notablemente a medida que transcurría el tiempo. En enero, la
tarea de dirigir una docena de reclutas novatos casi me hizo encanecer. En
mayo, actué durante un breve período como teniente, al mando de unos treinta
hombres, ingleses y españoles. Todos habíamos estado en el frente durante
meses, y nunca tuve la más mínima dificultad para conseguir que obedecieran una
orden o se ofrecieran voluntariamente para una tarea peligrosa. La disciplina
revolucionaria depende de la conciencia política, de la comprensión de por qué
deben obedecerse las órdenes; necesita tiempo para formarse, pero también se
necesita tiempo para convertir a un hombre en un autómata dentro del cuartel.
Los periodistas que se burlaban del sistema de milicias pocas veces recordaban
que éstas tuvieron que contener al enemigo mientras el Ejército Popular se
adiestraba en la retaguardia. Y el mero hecho de que las milicias hayan
permanecido en el frente constituye un tributo a la fuerza de la disciplina
revolucionaria, pues hasta junio de 1937 lo único que las retuvo allí fue la
lealtad de clase. Se podía fusilar a los desertores individuales, y eso es lo
que se hacía ocasionalmente, pero si un millar de hombres decidiera abandonar
el frente, ninguna fuerza podría detenerlos. Un ejército de reclutas en las
mismas circunstancias y sin una policía militar para vigilarlos hubiera
retrocedido. Las milicias en cambio defendieron sus posiciones. Dios sabe que
obtuvieron muy pocas victorias, pero las deserciones individuales no fueron
comunes. En cuatro o cinco meses en la milicia del POUM sólo supe de cuatro
desertores, y dos de ellos eran casi seguro espías que se habían alistado para
obtener información. Al comienzo, el aparente caos, la falta general de
adiestramiento, el hecho de que a menudo uno debía discutir durante cinco
minutos para conseguir que se obedeciera una orden me espantaban y me
enfurecían. Tenía ideas típicas del ejército británico, y ciertamente las
milicias españolas eran bastante diferentes del ejército británico. Pero,
considerando las circunstancias, eran mejores tropas de lo que se tenía derecho
a esperar.
Y mientras tanto, la leña, siempre la leña. Durante
todo ese período, probablemente no haya ninguna anotación en mi diario donde no
se mencione la leña o, mejor dicho, la falta de ella. Nos encontrábamos entre
unos seiscientos y novecientos metros por encima del nivel del mar, estábamos
en pleno invierno y el frío era inenarrable. La temperatura no era
excepcionalmente baja, muchas noches ni siquiera helaba, y el sol invernal
brillaba a menudo durante una hora al mediodía, pero se pasaba mucho frío. A
veces soplaban vientos ululantes que nos arrancaban la gorra y nos hacían volar
el cabello en todas direcciones, nieblas que se introducían en la trinchera
como un líquido y parecían penetrar hasta los huesos; llovía con frecuencia, y
un cuarto de hora de lluvia bastaba para que las condiciones se tornaran
insoportables. La delgada capa de tierra por encima de la piedra no tardaba en
convertirse en una pasta resbaladiza y, como siempre se caminaba sobre
pendiente, resultaba imposible conservar el equilibrio. En las noches oscuras a
menudo me caía media docena de veces en menos de veinte metros; esto era
peligroso, pues el seguro del fusil podía atascarse con el barro. Durante
varios días seguidos la ropa, las botas, las mantas y las armas se quedaban
embarradas. Yo había llevado tanta ropa de abrigo como pude, pero muchos
carecían de lo esencial. Para toda la guarnición, unos cien hombres, sólo había
doce capotes, que los centinelas se pasaban unos a otros, y la mayoría contaba
únicamente con una manta. Una noche helada hice en mi diario una lista de las
prendas que tenía puestas. Resulta interesante recordarla para mostrar la
cantidad de ropa que un cuerpo humano puede soportar. Llevaba un chaleco grueso
y pantalones, una camisa de franela, dos jerséis, una chaqueta de lana, otra de
cuero, pantalones de pana, calcetines gruesos, polainas, botas, un pesado
capote, una bufanda, guantes forrados y gorra de lana. No obstante, temblaba
como una hoja. Pero admito que soy particularmente sensible al frío.
La leña era lo que realmente importaba. Y
representaba todo un problema, porque prácticamente no había. Nuestra miserable
montaña no había tenido mucha vegetación ni en sus mejores momentos, y durante
meses había sido arrasada por congelados milicianos, con el resultado de que
todo aquello que fuera más grueso que un dedo había sido quemado hacía ya mucho
tiempo. Cuando no estábamos comiendo, durmiendo, de guardia o haciendo alguna
faena, recorríamos el valle en busca de combustible. Recuerdo que nos
arrastrábamos por pendientes casi verticales, sobre la áspera piedra caliza que
nos destrozaba las ropas, para arrojarnos ávidamente sobre diminutas ramitas.
Tres hombres, buscando un par de horas, podían recoger bastante combustible
como para un fuego de una hora. Nuestras búsquedas de leña nos transformaron en
expertos botánicos. Clasificábamos, de acuerdo con sus posibilidades de
combustión, las plantas que crecían en las laderas: las diversas clases de
brezos y hierbas que servían para prender el fuego, pero ardían sólo unos pocos
minutos; el romero silvestre y los pequeños arbustos de retama que ardían
cuando el fuego estaba ya bien encendido; el roble enano, más pequeño que un
arbusto de grosellas y prácticamente incombustible. Había un tipo de caña seca
que resultaba muy útil para encender el fuego, pero sólo crecía en la colina
situada a la izquierda de la posición y para conseguirla había que hacer frente
a las—balas. Si los soldados fascistas al mando de las ametralladoras te veían,
te dedicaban todo un tambor de munición. Por lo general, apuntaban demasiado
alto y las balas cantaban como pájaros por encima de nuestras cabezas, pero a
veces se estrellaban a nuestras espaldas y hacían saltar trocitos de roca a una
distancia desagradablemente corta, provocando que nos tirásemos cuerpo a
tierra. No obstante, luego proseguíamos con la recogida de cañitas; nada tenía
tanta importancia como la leña.
Comparadas con el frío, las otras molestias parecían
insignificantes. Desde luego, todos estábamos permanentemente sucios. El agua
que bebíamos, al igual que los alimentos, se traía en mulas desde Alcubierre, y
la porción diaria correspondiente a cada hombre no llegaba a un litro. Era un
líquido repugnante, apenas más transparente que la leche, y sólo debía
utilizarse para beber, pero yo siempre robaba un poco para lavarme por la
mañana. Solía lavarme un día y afeitarme al siguiente: el agua nunca alcanzaba
para ambas cosas a la vez. La posición tenía un hedor nauseabundo, y fuera del
pequeño recinto de la barricada había excrementos por todas partes. Algunos
milicianos tenían por costumbre defecar en la trinchera, lo cual no resultaba
nada grato cuando había que recorrerla a oscuras. La suciedad, sin embargo,
nunca me preocupó. La gente hace demasiado alboroto en torno a la suciedad.
Resulta sorprendente comprobar con cuánta rapidez es posible acostumbrarse a no
usar pañuelo y a comer en el mismo recipiente en que uno se lava. El hecho de
dormir con la ropa que se ha usado durante el día también dejó de ser penoso al
cabo de poco tiempo. Desde luego, era imposible quitarse la ropa por la noche,
y en especial las botas: había que estar listo para presentarse
instantáneamente en caso de ataque. En ochenta noches me desvestí sólo tres
veces, si bien me las ingenié en diversas ocasiones para quitarme la ropa
durante el día. Hacía demasiado frío como para que hubiera piojos, pero las
ratas y los ratones abundaban. A menudo se dice que no se encuentran ratas y
ratones en el mismo lugar, pero ello no es cierto cuando hay bastante comida
para ambos.
En otros aspectos nuestra situación no era tan mala.
La comida era bastante satisfactoria y abundaba el vino. Los cigarrillos
seguían distribuyéndose a razón de un paquete diario, los fósforos se
entregaban día por medio y las velas se repartían con regularidad. Éstas eran
muy delgadas, como las que suelen verse en un pastel de Navidad, y se suponía
que procedían de las iglesias. Cada puesto de la trinchera recibía diariamente
tres pulgadas de vela, cantidad que duraba unos veinte minutos. En esa época
todavía se podía comprar velas, y yo había traído conmigo una buena cantidad.
Más tarde, la falta de fósforos y velas convirtió
nuestra vida en una tortura. Uno no comprende la importancia de estas cosas
hasta que carece de ellas. En una alarma nocturna, por ejemplo, cuando todo el
mundo busca a tientas un fusil pisando a los vecinos, la posibilidad de
encender una luz puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Cada
miliciano contaba con una yesca y varios metros de mecha amarilla, elementos
que, después del fusil, constituían su posesión más importante. Estas yescas
tienen la enorme ventaja de que pueden encenderse aunque sople viento, pero
arden sin llama, por lo cual no sirven para hacer fuego. Cuando la carencia de
fósforos alcanzó su punto culminante, la única forma de conseguir una llama
consistía en sacar la bala del cartucho y encender la cordita con una yesca.
Era una vida extraordinaria la que llevábamos, una
manera extraordinaria de estar en guerra, si puede hablarse de guerra. Toda la
milicia protestaba contra la inactividad y clamaba constantemente por saber por
que no se nos permitía atacar. Pero resultaba perfectamente obvio que no habría
ninguna batalla durante mucho tiempo, a menos que el enemigo la iniciara.
Georges Kopp se mostró muy franco con nosotros en sus giras periódicas de
inspección. «Esto no es una guerra», solía decir, «es una ópera cómica con
alguna muerte ocasional». En realidad, el estancamiento en el frente de Aragón
obedecía a causas políticas que yo ignoraba por completo en esa época, pero las
dificultades puramente militares, aparte de la falta de reservas de hombres,
resultaban evidentes.
Para empezar, hay que tener en cuenta la naturaleza de
la región. La línea del frente, la nuestra y la de los fascistas, estaba
ubicada en posiciones con enormes protecciones naturales, a las que por lo
general sólo era posible aproximarse desde un costado. Basta con cavar unas
pocas trincheras para que tales lugares estén a cubierto de la infantería,
salvo que ésta sea abrumadoramente numerosa. En nuestra posición o en la
mayoría de las que nos rodeaban, una docena de hombres con dos ametralladoras
podrían haber contenido a todo un batallón. Ubicados como estábamos en las
cimas de las colinas, constituíamos blancos perfectos para la artillería, pero
no había artillería. A veces me ponía a contemplar el paisaje y ansiaba —con
qué pasión!— tener un par de baterías de cañones. Las posiciones enemigas se
podrían haber destruido una tras otra con la misma facilidad con que se parten
nueces con un martillo. Pero sencillamente no contábamos con un solo cañón. Los
fascistas lograban a veces traer uno o dos de Zaragoza y hacer unos pocos
disparos, tan pocos que nunca calcularon siquiera la distancia y los
proyectiles se hundían inocuamente en los barrancos vacíos. Frente a
ametralladoras y sin artillería sólo pueden hacerse tres cosas: permanecer en
refugios cavados a una distancia segura, digamos cuatrocientos metros; avanzar
a campo abierto y ser masacrados, o realizar ataques nocturnos en pequeña
escala que no modifican la situación general. En la práctica, la alternativa es
estancamiento o suicidio.
Y a todo esto había que añadir la carencia de material
de guerra de todo tipo. Se necesita un cierto esfuerzo para comprender lo mal
armadas que estaban las milicias en esa época. Cualquier escuela OTC de
Inglaterra se parecía mucho más a un ejército moderno que nosotros. El mal
estado de nuestras armas era tan increíble que vale la pena describirlo en
detalle.
Toda la artillería asignada a este sector del frente
consistía en cuatro morteros de trinchera con quince cargas cada uno. Desde
luego, eran demasiado valiosos como para ser utilizados, por lo cual eran
guardados en Alcubierre. Había ametralladoras en la proporción aproximada de
una por cada cincuenta hombres; eran armas viejas, pero bastante precisas hasta
una distancia de trescientos a cuatrocientos metros. Aparte de esto, sólo
contábamos con nuestros fusiles, la mayoría de los cuales sólo valían como
hierro viejo. Se utilizaban tres tipos de fusil. Uno era el máuser largo; casi
todos con más de veinte años de antigüedad, con miras tan útiles como un
velocímetro roto y la estría completamente oxidada. A pesar de ello, uno de
cada diez no funcionaba del todo mal. Luego teníamos el máuser corto, o
mosquetón, que es en realidad un arma de caballería. Gozaba de mayor
popularidad que los otros porque era más liviano, estorbaba menos en la
trinchera y, también, porque era comparativamente nuevo y parecía más eficaz.
En verdad, se trataba de armas casi inútiles. Estaban hechas con partes de
otras armas, ningún cerrojo correspondía a su fusil, y podía darse por
descontado que el setenta y cinco por ciento dejaba de funcionar después de
cinco tiros. También había unos pocos winchester, muy cómodos de manejo, pero
enormemente imprecisos y que había que cargar después de cada tiro, puesto que
no se disponía de los cargadores correspondientes. Las municiones eran tan
escasas que cada recién llegado apenas recibía cincuenta cargas, la mayoría de
ellas de muy mala calidad. Los cartuchos de fabricación española eran todos
usados y vueltos a cargar y atascaban el mejor de los fusiles. En cambio, los
mexicanos eran superiores, por lo cual eran reservados para las ametralladoras.
La mejor munición era la de origen alemán, pero como ésta provenía únicamente
de los prisioneros y desertores, no abundaba demasiado. Yo tenía siempre en el
bolsillo un paquete de cartuchos alemanes o mexicanos para utilizar en caso de
emergencia. Pero, en la práctica, si se llegaba a producir una emergencia, casi
nunca disparaba mi fusil: tenía demasiado miedo de que se trabara aquel maldito
trasto y quería reservar por lo menos una carga que disparase de verdad. No
teníamos cascos ni bayonetas, carecíamos de revólveres o pistolas y no había
más que una granada por cada cinco o diez hombres. La granada utilizada en esa
época era un objeto terrorífico conocido como «granada FM», inventada por los
anarquistas en los primeros días de la guerra. Se basaba en el principio de una
bomba Milís, pero la palanca no estaba sostenida por un seguro, sino por un
trozo de cinta adhesiva. Al arrancar la tira había que librarse de ella a la
mayor velocidad posible. Se decía que estas granadas eran «imparciales»:
mataban tanto al enemigo como a quien las arrojaba. Disponíamos de varios tipos
más, incluso más primitivos, pero probablemente algo menos peligrosos... para
el que tiraba, por supuesto. Hasta finales de marzo no vi una granada digna de
tal nombre.
A la escasez de armas se sumaba la de todos los otros
elementos de importancia en una guerra. No teníamos mapas ni planos, por
ejemplo. En España nunca se había hecho un registro cartográfico completo, y
los únicos mapas detallados de esa zona eran los viejos mapas militares, casi
todos en poder de los fascistas. No contábamos con telémetros, telescopios,
periscopios, prismáticos — excepto unos pocos de propiedad privada—, luces de
Bengala o Veri, tenazas para cortar las alambradas, herramientas de armero, ni
tampoco siquiera con material de limpieza. Los españoles no parecían haber oído
hablar nunca de una baqueta y me observaron sorprendidos mientras yo la fabricaba.
Cuando uno quería limpiar el fusil, lo llevaba al sargento, quien poseía una
larga varilla de latón invariablemente torcida que, por lo tanto, raspaba el
cañón. Ni siquiera había aceite para las armas. Eran lubricadas con aceite de
oliva, cuando se podía conseguir. En distintas ocasiones tuve que engrasar el
mío con vaselina, con crema para el cutis y hasta con tocino. Además, no
teníamos faroles ni linternas. Creo que en todo nuestro sector no había nada
parecido a una linterna eléctrica, y el sitio más cercano donde se podía
conseguir una era Barcelona, y eso no sin dificultades.
A medida que transcurría el tiempo y los aislados
disparos de fusil resonaban entre las colinas, comencé a preguntarme con
creciente escepticismo si alguna vez ocurriría algo que proporcionara un poco
de vida, o más bien un poco de muerte, a esa extravagante guerra. Luchábamos
contra la pulmonía, no contra hombres. Cuando las trincheras están separadas
por más de quinientos metros, nadie resulta herido si no es por casualidad.
Desde luego, había bajas, pero en su mayoría no eran causadas por el enemigo.
Si la memoria no me engaña, los primeros cinco heridos que vi en España debían
sus lesiones a nuestras propias armas, y no quiero decir que fueran
intencionadas, desde luego, sino producto de un accidente o descuido. Nuestros
gastados fusiles constituían un verdadero peligro. Algunos de ellos
dejaban escapar el tiro si la culata se golpeaba contra el suelo; vi un hombre
con la mano atravesada por un proyectil a causa de este defecto. Y en la
oscuridad, los reclutas novatos se tiroteaban continuamente entre sí. Cierta
vez, cuando todavía no era noche cerrada, un centinela me disparó desde una
distancia de veinte metros, y me erró por uno. Quién sabe cuantas veces la mala
puntería española me salvó la vida. En otra ocasión, al salir de patrulla en
medio de la niebla, tomé la precaución de avisar de antemano al jefe de la
guardia. Al regresar, tropecé contra un arbusto; el centinela comenzó a gritar
que los fascistas se acercaban y tuve el placer de oír al jefe de la guardia
ordenar que dispararan sin demora. Por supuesto, me mantuve echado y las balas
pasaron por encima sin lastimarme. No hay nada que pueda convencer a un
español, sobre todo a un español joven, de que las armas de fuego son
peligrosas. Cierta vez, poco después del episodio Anterior, me encontraba
fotografiando a unos soldados encargados de una ametralladora, que apuntaba
directamente hacia mí.
—No tiréis —dije en tono de broma, mientras enfocaba
la cámara.
—Oh no, no tiraremos
Un segundo después oí fuertes estampidos y numerosas
balas pasaron tan cerca de mi cara que unos granos de cordita me irritaron la
mejilla. No hubo mala intención y a los milicianos les pareció una estupenda
broma. Unos pocos días antes habían visto a un pobre conductor de mulas
accidentalmente muerto de cinco balazos por un delegado político que hacía el
payaso con una pistola automática.
Las difíciles contraseñas que la milicia
utilizaba en esa época constituían otra fuente de peligros. Se trataba de
complicadas consignas dobles en las cuales era necesario responder a una
palabra con otra. Por lo general tenían un acento afirmativo y revolucionario,
tal como cultura—progreso, o seremos—invencibles, y a menudo resultaba
imposible conseguir que los centinelas analfabetos recordaran estas palabras
altisonantes. Recuerdo que una noche la contraseña era Cataluña— heroica, y un
joven campesino de rostro redondo, llamado Jaime Doménech, se me acercó, muy
desconcertado, y me pidió que le explicara:
—Heroica... ¿Qué quiere decir heroica?
Le expliqué que era sinónimo de valiente. Poco después
avanzaba tropezando por la trinchera a oscuras cuando el centinela le gritó:
—¡Alto! ¡Cataluña!
—¡Valiente! —respondió Jaime, seguro de recordar la palabra
exacta.
—¡Bang!
Afortunadamente, el centinela erró. En esta guerra,
todo el mundo le erraba a todo el mundo, siempre que fuera humanamente posible.
George Orwell
Homenaje a Cataluña, 1938 - Capítulo III
Homenaje a Cataluña I
Homenaje a Cataluña II
Homenaje a Cataluña III
Homenaje a Cataluña IV
Homenaje a Cataluña V
Homenaje a Cataluña VI
Homenaje a Cataluña VII
Homenaje a Cataluña I
Homenaje a Cataluña II
Homenaje a Cataluña III
Homenaje a Cataluña IV
Homenaje a Cataluña V
Homenaje a Cataluña VI
Homenaje a Cataluña VII
Primera edición de "Homage to Catalonia". Secker and Warburg, Inglaterra, 1938
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