Al este de Huesca nada o casi nada ocurrió hasta finales de marzo. Estábamos a mil doscientos metros del enemigo. Cuando los fascistas fueron obligados a retroceder hasta Huesca, las tropas del ejército republicano que dominaban esa parte del frente no se habían mostrado demasiado fervorosas en su avance, de modo que la línea formaba una especie de bolsa. Más tarde sería necesario adelantarla —tarea muy incómoda bajo el fuego—, pero por el momento el enemigo no parecía existir; nuestra única preocupación consistía en combatir el frío y conseguir suficientes alimentos.
Mientras tanto, la rutina diaria mejor dicho, nocturna—, las tareas cotidianas. Hacer guardia, patrulla, cavar. Lluvia, barro, vientos ululantes y ocasionalmente nevadas. No fue hasta mediados de abril que las noches se tornaron algo más cálidas. Allí arriba, en la meseta, los días de marzo se parecían en su mayoría a los de Inglaterra, con sus brillantes cielos azules y vientos continuos. En el lugar donde la línea del frente atravesaba huertos y jardines desiertos, la cebada de invierno ya tenía unos treinta centímetros de altura, capullos blancos se formaban en los cerezos y, buscando en las zanjas, se podían encontrar violetas y una especie de jacinto silvestre semejante a un ejemplar borde de campanilla azul, inmediatamente detrás de la línea corría un hermoso y burbujeante arroyito verde: era la primera agua transparente que había visto desde mi llegada. Cierto día apreté los dientes y me metí en ella para darme el primer baño en seis semanas. Fue lo que podría llamarse un baño breve, puesto que el agua era principalmente agua de deshielo y la temperatura no debía de andar muy por encima de los cero grados.
Mientras tanto, la rutina diaria mejor dicho, nocturna—, las tareas cotidianas. Hacer guardia, patrulla, cavar. Lluvia, barro, vientos ululantes y ocasionalmente nevadas. No fue hasta mediados de abril que las noches se tornaron algo más cálidas. Allí arriba, en la meseta, los días de marzo se parecían en su mayoría a los de Inglaterra, con sus brillantes cielos azules y vientos continuos. En el lugar donde la línea del frente atravesaba huertos y jardines desiertos, la cebada de invierno ya tenía unos treinta centímetros de altura, capullos blancos se formaban en los cerezos y, buscando en las zanjas, se podían encontrar violetas y una especie de jacinto silvestre semejante a un ejemplar borde de campanilla azul, inmediatamente detrás de la línea corría un hermoso y burbujeante arroyito verde: era la primera agua transparente que había visto desde mi llegada. Cierto día apreté los dientes y me metí en ella para darme el primer baño en seis semanas. Fue lo que podría llamarse un baño breve, puesto que el agua era principalmente agua de deshielo y la temperatura no debía de andar muy por encima de los cero grados.
Mientras tanto, nada ocurría; jamás ocurría
nada. Los ingleses habían adquirido el hábito de decir que ésa no era una
guerra, sino una maldita pantomima. Casi nunca estábamos bajo el fuego directo
de los fascistas. El único peligro provenía de las balas perdidas, las cuales,
como las líneas del frente se curvaban hacia adelante en ambos lados, procedían
de varias direcciones. Todas las bajas en ese periodo se debieron a esta causa.
Arthur Clinton recibió una bala misteriosa que le aplastó el hombro izquierdo,
inutilizándole el brazo para siempre, según me temo. De vez en cuando había algo
de fuego de artillería, pero con muy poca eficacia. El silbido y el estallido
de los proyectiles era considerado, en realidad, como una especie de diversión.
Los fascistas nunca arrojaban bombas sobre nuestro parapeto. Unos centenares de
metros detrás de nosotros había un establecimiento de campo, con grandes
edificios, llamado La Granja, utilizado como depósito, cuartel general y cocina
en nuestro sector. Ése era el blanco de los artilleros fascistas, pero como
estaban a cinco o seis kilómetros de distancia y no apuntaban bien, jamás
lograron algo más que romper las ventanas y desconchar las paredes. Sólo se
corría peligro si uno se encontraba ascendiendo cuando comenzaba el fuego y si
las bombas caían a ambos lados del camino. Aprendimos casi enseguida el
misterioso arte de adivinar por el sonido de un proyectil a qué distancia
caería. Las bombas que los fascistas disparaban en ese período eran
vergonzosamente malas. Aunque usaban proyectiles de 150 milímetros, nunca
hacían un orificio mayor de dos metros de ancho por uno de profundidad, y por
lo menos uno de cada cuatro no explotaba. Corrían los habituales cuentos
románticos de sabotaje en las fábricas fascistas y de proyectiles sin
explotar en los que, en lugar de la carga, se encontraba un pedazo de papel con
la leyenda «Frente Rojo», pero nunca vi ninguno. La verdad es que se trataba de
proyectiles viejísimos; alguien encontró una vez una espoleta con la fecha de
1917. Los cañones fascistas eran de la misma construcción y calibre que los
nuestros, y a menudo se reacondicionaban los proyectiles sin explotar y se los
volvía a utilizar. Se decía que había un viejo proyectil, con un apodo propio,
que viajaba todos los días de un lado al otro sin explotar jamás.
Por la noche se solían enviar pequeñas
patrullas a tierra de nadie para que se ubicaran en zanjas cavadas cerca de las
líneas fascistas y trataran de escuchar sonidos (toques de trompeta, bocinas de
automóvil, etcétera), que indicaran actividad en Huesca. Había un constante ir
y venir de tropas fascistas, y los informes de esas patrullas permitían
calcular, en cierta medida, la envergadura de tales movimientos. Teníamos orden
especial de informar sobre el sonido de campanas de iglesias. Según parecía,
los fascistas siempre oían misa antes de entrar en acción. Entre los campos y
los huertos había chozas de barro abandonadas que era recomendable explorar con
un fósforo encendido luego de tapar las ventanas. A veces se encontraba un
valioso botín, tal como un hacha pequeña o una cantimplora fascista (mejor que
las nuestras y muy codiciadas). También se podían explorar durante el día, pero
entonces había que hacerlo casi todo el tiempo a cuatro patas.
Resultaba extraño arrastrarse por esos
campos vacíos donde todo se había detenido en el preciso momento de la cosecha.
Los cultivos del año anterior no se habían tocado. Las viñas sin podar
serpenteaban sobre el terreno, las mazorcas de maíz estaban duras como piedras,
la remolacha se había hipertrofiado en enormes masas leñosas. ¡Cómo deben de
haber maldecido a ambos ejércitos los campesinos!
A veces, grupos de hombres salían a recoger
patatas en tierra de nadie. A dos kilómetros a nuestra derecha, donde ambas
líneas estaban más próximas, había un campo de patatas frecuentado por ambos
bandos. Nosotros íbamos durante el día, y ellos sólo por la noche, ya que se
encontraba dominado por nuestras ametralladoras. Una noche, con gran
indignación nuestra, se lanzaron en masa y limpiaron todo el terreno.
Descubrimos otro campo un poco más adelante, donde prácticamente no había
ninguna protección y teníamos que recoger las patatas de bruces, posición
realmente agotadora. Si las ametralladoras fascistas nos descubrían, debíamos
aplastarnos como la rata que pasa por debajo de una puerta, mientras las balas
desmenuzaban los terrones de tierra a nuestro alrededor. En ese momento parecía
valer la pena. Las patatas comenzaban a escasear. Si uno conseguía llenar una
bolsa, podía cambiarlas en la cocina por una cantimplora de café Y
continuaba sin ocurrir nada, y no parecía que las cosas fueran a cambiar.
«¿Cuándo vamos a atacar? ¿Por qué no atacamos?», eran las preguntas que uno oía
día y noche entre españoles e ingleses. Cuando se piensa en lo que significa
luchar; resulta extraño que los soldados anhelen hacerlo y, no obstante, sin
duda, lo desean. En los períodos estacionarios de la guerra, hay tres cosas que
todos los soldados anhelan: una batalla, más cigarrillos y una semana de
permiso. Ahora estábamos algo mejor armados que antes. Cada hombre tenía ciento
cincuenta cargas de munición en lugar de cincuenta, y sucesivamente fueron
entregándonos bayonetas, cascos de acero y unas pocas granadas. Corrían
constantes rumores sobre inminentes batallas, rumores que, según he pensado
desde entonces, eran difundidos de forma deliberada para mantener alta la moral
de la tropa. No necesitaba gran conocimiento militar para darme cuenta de que
no habría ninguna acción importante en ese lado de Huesca, por lo menos en
aquel momento. El punto estratégico era la carretera que conducía a Jaca, en el
otro sector. Más tarde, cuando los anarquistas atacaron la carretera de Jaca,
nuestra tarea consistió en hacer «ataques de distracción» y obligar a los
fascistas a retirar tropas del otro lado.
Durante todo este tiempo, unas seis
semanas, sólo se realizó una acción en nuestra parte del frente. Fue un ataque
que nuestras tropas de choque dirigieron contra el Manicomio, un asilo para
enfermos mentales fuera de uso que los fascistas habían convertido en una
fortaleza. Varios cientos de refugiados alemanes que servían en el POUM
habían constituido un batallón especial llamado Batallón de Choque, el cual,
desde un punto de vista militar; se encontraba a un nivel superior al alcanzado
por el resto de la milicia. Sin duda, se parecían más a soldados que cualquier
otra tropa que yo haya visto en España, exceptuando la Guardia de Asalto y
sectores de la Columna Internacional. El ataque, como de costumbre, se vio
frustrado. ¿Cuántas operaciones efectuadas en esta guerra por tropas del
gobierno no acabarían por frustrarse? El Batallón de Choque tomó el Manicomio
por asalto, pero los hombres de no recuerdo ya qué milicia, encargados de
apoyarlo ocupando la colina vecina al Manicomio, sufrieron una derrota
aplastante. El capitán que los comandaba era uno de esos militares de carrera,
de lealtad dudosa, a quienes el gobierno persistía en emplear. Fuera por miedo
o por traición, puso sobre aviso a los fascistas arrojando una granada cuando
estaban a doscientos metros. Me satisface poder decir que sus hombres lo
mataron en el acto. Pero el ataque perdió su carácter de sorpresa, y los
milicianos fueron machacados por un fuego cerrado y expulsados de la colina. Al
anochecer; la milicia de choque tuvo que abandonar el Manicomio. Durante toda
la noche, las ambulancias enfilaron el abominable camino a Siétamo, terminando
de matar a los heridos graves con sus vaivenes.
Por aquel entonces todos teníamos piojos.
Si bien seguía haciendo frío, la temperatura ya permitía su aparición. Sobre
asquerosos bichos corporales tengo una amplia experiencia y puedo afirmar que,
en cuanto a ensañamiento, el piojo sobrepasa a todo lo conocido. Otros
insectos, los mosquitos por ejemplo, hacen sufrir más, pero, por lo menos, no
son bichos residentes. El piojo a veces se asemeja a un diminuto cangrejo, y
vive preferentemente en los pantalones. Aparte de quemar la ropa, no hay otra
manera conocida de librarse de él. En las costuras de los pantalones depositan
sus brillantes huevos blancos, como diminutos granos de arroz, que originan grandes
familias a extraordinaria velocidad.
Creo que a los pacifistas les sería útil
ilustrar sus escritos con fotografías ampliadas de piojos. ¡Gloria de la
guerra, sin duda! En la guerra, todos los soldados tienen piojos, al menos
cuando hace bastante calor. Los hombres que lucharon en Verdún, Waterloo,
Flandes, Senlac, Las Termópilas, todos ellos tenían piojos arrastrándose por
sus testículos. Nosotros logramos mantenerlos a raya, hasta cierto punto,
quemando los huevos y bañándonos con tanta frecuencia como podíamos soportarlo.
Nada, sino la existencia de piojos, me hubiera arrastrado hasta ese río helado.
Todo escaseaba: botas, ropa, tabaco, jabón,
velas, fósforos, aceite de oliva. Nuestros uniformes se caían a pedazos, y
muchos de los hombres carecían de botas y usaban sandalias con suela de
esparto. Por todas partes se veían pilas de calzado desgastado. Una vez
mantuvimos ardiendo un fuego durante dos días a base de botas, que no
constituían u mal combustible. Por esa época mi esposa se encontraba en
Barcelona y solía mandarme té, chocolate y hasta cigarros, cuando era posible
conseguirlos; incluso en Barcelona todo escaseaba, en especial el tabaco. El té
era un regalo del cielo, aunque carecíamos de leche y casi nunca teníamos
azúcar. Desde Inglaterra siempre enviaban paquetes a los hombres de nuestro
contingente, pero nunca llegaban; alimentos, ropa, cigarrillos, todo era
rechazado por la oficina de correos o confiscado en Francia. Resulta bastante
curioso que la única entidad que logró mandar paquetes de té —y, en una
memorable ocasión, una lata de bizcochos— a mi esposa fue la Army and Navy
Stores. ¡Pobre Army and Navy! Cumplían su deber con notable eficacia, pero
quizá se habrían sentido más felices si el contenido hubiera ido a parar al
bando franquista de la barricada. Lo peor era la escasez de tabaco. Al comienzo
se nos entregaba un paquete de cigarrillos por día, luego sólo ocho cigarrillos
diarios y después cinco. Por fin, hubo diez días espantosos en que no se
distribuyó nada de tabaco. Por primera vez en España, vi algo que se ve todos
los días en Londres: gente recogiendo colillas. Hacia finales de marzo se me
infectó una mano; me la abrieron y tuve que llevar el brazo en cabestrillo.
Tuve que ingresar en un hospital, pero no valía la pena ir a Siétamo por una
herida tan leve, de modo que permanecí en el llamado hospital de Monflorite,
que no era otra cosa que un centro de distribución de heridos. Estuve allí diez
días, parte de ellos en cama. Los practicantes me robaron casi todos los objetos
de valor que poseía, incluidas la máquina fotográfica y las fotos. Todos
robaban en el frente, como efecto inevitable de la escasez, pero el personal
hospitalario siempre era el más ladrón. Tiempo después, en el hospital de
Barcelona un norteamericano, que había viajado para unirse a la Columna
Internacional en una nave que fue torpedeada por un submarino italiano, me
contó que lo habían llevado herido hasta la orilla y que, mientras lo subían a
la ambulancia, los camilleros le robaron el reloj de pulsera.
Mientras tuve el brazo en
cabestrillo, pasé varios días felices vagando por la campiña. Monflorite era el
acostumbrado amontonamiento de casas de barro y piedra, con estrechas
callejuelas tortuosas semidestrozadas por los cañones hasta el punto de parecerse
a los cráteres de la luna. La iglesia había quedado muy mal parada, pero era
usada como depósito militar. En toda la vecindad había sólo dos granjas: Torre
Lorenzo y Torre Fabián, y sólo dos edificios verdaderamente grandes, sin duda
las casas de los terratenientes que alguna vez dominaron la zona; su riqueza
contrastaba con las chozas miserables de los campesinos.
Justo detrás del río, cerca de la línea del
frente, había un enorme molino harinero con una casa de campo. Sentía vergüenza
al ver la enorme y costosa maquinaria oxidándose inútilmente y las tolvas de
madera destrozadas para alimentar el fuego. Más tarde, para conseguir leña
destinada a las tropas situadas en la retaguardia, se enviaron en camiones
grupos de hombres que arrasaron el lugar sistemáticamente. Solían romper el
suelo de una habitación arrojando en ella una granada. La Granja, nuestro
almacén y cocina, probablemente había sido alguna vez un convento. Tenía
grandes patios y dependencias exteriores, que ocupaban poco más de media hectárea,
con establos para treinta o cuarenta caballos. Las casas de campo en esa región
de España no encierran interés desde el punto de vista arquitectónico, pero sus
granjas, de piedra enjalbegada, con arcos redondos y magníficas vigas, son
lugares de gran nobleza, construidos de acuerdo con un plan que probablemente
no ha sufrido alteraciones a lo largo de siglos. A veces, uno sentía una
especie de oculta simpatía hacia los ex propietarios fascistas, al ver cómo
trataba la milicia los edificios confiscados. En La Granja, toda habitación que
no estuviera en uso había sido convertida en letrina —un horrible
amontonamiento de muebles destrozados y excrementos—. La pequeña capilla
adyacente, con las paredes perforadas por proyectiles, tenía el suelo cubierto
de excrementos. En el gran patio donde los cocineros distribuían las raciones,
el amontonamiento de latas oxidadas, barro, bosta y residuos en putrefacción
era asqueante. Confirmaba una vieja canción militar: ¡Hay ratas, ratas, ratas,
ratas grandes como gatas en el almacén de intendencia!
Las que había en La Granja misma realmente
eran grandes como gatos, enormes bestias hinchadas que se tambaleaban sobre
lechos de excrementos, demasiado audaces como para huir a menos que se
disparara contra ellas.
Por fin había llegado la primavera. El azul
del cielo era más suave, el aire se tornó de pronto perfumado. Las ranas
chapaleaban ruidosamente en las zanjas. Alrededor del bebedero al que acudían
las mulas de la aldea encontré exquisitas ranas del tamaño de un penique, de un
color verde tan brillante que la hierba joven parecía opaca a su lado. Los
chicos salían con baldes en busca de caracoles, y luego los asaban vivos sobre
planchas de hojalata. En cuanto el tiempo mejoró los campesinos comenzaron a
aparecer para la labranza primaveral.
Prueba la confusión que envuelve a la
revolución agraria española el hecho de que no pude averiguar con certeza si la
tierra estaba colectivizada o si los campesinos simplemente se la habían
dividido entre ellos. Me imagino que, en teoría, estaba colectivizada, pues era
territorio anarquista y del POUM. En cualquier caso, los propietarios habían
desaparecido, los campos se cultivaban y el pueblo parecía satisfecho. La
cordialidad que nos dispensaban los campesinos nunca dejó de asombrarme. Para
algunos de los más viejos la guerra debía de carecer de sentido; evidentemente
ocasionaba una escasez general y deparaba a todos una vida triste y monótona.
Además, hasta en los mejores momentos, los campesinos odian tener tropas establecidas
entre ellos. Con todo, se mostraban invariablemente cordiales; supongo que se
debía a la idea de que, por intolerables que pudiéramos resultarles en algunos
aspectos, los protegíamos de sus antiguos patrones. La guerra civil es algo
extraño. Huesca no estaba ni a diez kilómetros de distancia, era la ciudad
mercado de esta gente, tenían parientes allí y todas las semanas de su vida la
habían visitado para vender sus gallinas y sus verduras. Y ahora, desde hacía
ocho meses, una barrera impenetrable de alambradas y ametralladoras los
separaba de ella. A veces olvidaban está situación. En cierta oportunidad, me
encontraba hablando con una anciana que llevaba una de esas diminutas lámparas
de hierro en las que los españoles queman aceite de oliva. «¿Dónde puedo
comprar una lamparilla como ésta?», le pregunté. «En Huesca», me respondió sin
pensar, y luego ambos nos echamos a reír. Las chicas de la aldea eran
espléndidas criaturas llenas de vida, con negrísimos cabellos y ondulantes
andares. Tenían una actitud desenvuelta y franca de camarada, como de hombre a
hombre, lo cual probablemente era una consecuencia de la revolución.
Hombres de raídas camisas azules y
pantalones de pana negra, con sombreros de paja de ala ancha, araban los campos
detrás de las mulas, que sacudían rítmicamente sus orejas. Sus arados eran unos
artilugios espantosos que sólo revolvían el suelo, sin abrir nada que pudiera
considerarse un surco. Los aperos de labranza eran penosamente anticuados
debido al alto precio de todo lo que fuera de metal. Un arado roto, por
ejemplo, se arreglaba una y otra vez hasta quedar constituido casi por completo
de remiendos. Horcas y rastrillos se hacían de madera. No se conocían las palas
en ese pueblo en que casi nadie poseía botas; cavaban con una azada ridícula
semejante a las que se utilizan en la India. Había una grada que procedía
directamente de las postrimerías de la Edad de Piedra. Estaba hecha de tablones
unidos entre sí y tenía el tamaño de una mesa de cocina; en cada tablón se
habían hecho centenares de agujeros, en cada uno de los cuales se había
colocado un trozo de pedernal tallado con esa forma siguiendo el mismo
procedimiento que los hombres solían utilizar hace diez mil años. Recuerdo mi
sentimiento cercano al horror la primera vez que vi uno de estos objetos en una
choza abandonada en tierra de nadie. Tuve que pensármelo dos veces antes de
darme cuenta de que se trataba de una especie de grada. Me enfermó pensar en el
trabajo que debía de haber dado la construcción de semejante cosa, y en la
pobreza que obligaba a utilizar pedernal en lugar de acero. Desde entonces ha
aumentado mi simpatía por el progreso industrial. A pesar de todo, en la aldea
había dos tractores modernos, confiscados sin duda al principal terrateniente
de la zona.
Una o dos veces fui a pasear por el pequeño
cementerio, situado a unos dos kilómetros. Los caídos en el frente se enviaban
por lo general a Siétamo, pero allí se daba sepultura a los muertos de la
aldea. Era extrañamente distinto de un cementerio inglés. ¡No existía ninguna
reverencia hacia los muertos! Por todas partes crecían arbustos y hierbajos, y
en más de un lugar se apilaban huesos humanos. La ausencia de inscripciones
religiosas en las lápidas era casi completa y esto resultaba tanto más
sorprendente porque todas ellas correspondían al periodo anterior a la
revolución. Creo que sólo vi una vez el «Rezad por el alma de Fulano de Tal»,
común en las tumbas católicas. La mayoría de las inscripciones eran puramente
seculares, con ridículos poemas sobre las virtudes del difunto. Quizá en una de
cada cuatro o cinco tumbas se advertía una pequeña cruz o una referencia formal
al Cielo, que algún ateo industrioso generalmente había logrado atenuar con un
punzón.
Me sorprendió que la gente de esa región de
España careciera de genuinos sentimientos religiosos, en el sentido ortodoxo.
Durante toda mi estancia nunca vi persignarse a ninguna persona, a pesar de que
ese movimiento llega a hacerse instintivo, haya o no haya una revolución.
Evidentemente, la Iglesia española retornará (como dice el refrán: la noche y
los jesuitas siempre retornan), pero no cabe duda de que con el estallido de la
revolución se desmoronó y fue aplastada hasta un punto que resultaría
inconcebible incluso para la moribunda Iglesia de Inglaterra en circunstancias
similares. Para el pueblo español, al menos en Cataluña y Aragón, la Iglesia
era pura y simplemente un fraude sistematizado. Y es posible que la
creencia cristiana fuera reemplazada en cierta medida por el anarquismo, cuya
influencia está ampliamente difundida y que, sin duda, posee un matiz
religioso.
Precisamente el día en que regresé del
hospital hicimos avanzar nuestra línea hasta la que era realmente su ubicación
adecuada, unos mil metros hacia delante, siguiendo el arroyuelo situado a unos
doscientos metros de la línea enemiga. Esta operación debió haberse realizado
muchos meses antes. En ese momento se hacía porque los anarquistas estaban
atacando en la carretera de Jaca y nuestro avance obligaba a los fascistas a
distraer algunas tropas para hacernos frente. Pasamos sesenta o setenta horas
sin dormir, y mis recuerdos se pierden en una suerte de bruma o, más bien, en
una serie de imágenes: el espionaje en la tierra de nadie, a unos cien metros
de la Casa Francesa, una granja fortificada que pertenecía a la línea fascista.
Siete horas tirado en un horrible pantano, en un agua con olor a juncos, donde
el cuerpo se hundía cada vez más; el frío paralizante, las estrellas inmóviles
en el cielo negro, el áspero croar de las ranas. Aunque era abril, fue la noche
más fría que recuerdo de España. A unos cien metros detrás de nosotros, los
equipos de trabajo se dedicaban intensamente a su tarea, pero había un silencio
total, exceptuado el coro de las ranas. Sólo una vez durante la noche oi un
ruido, el sonido familiar de un saco de arena aplastado con una azada. Resulta
extraño que, algunas veces, los españoles puedan llevar a cabo una brillante
hazaña de organización. Todo el movimiento Se desarrolló según un hermoso plan.
En siete horas, seiscientos hombres construyeron seiscientos metros de
trinchera y parapeto, a distancias que oscilaban desde ciento cincuenta a
trescientos metros de la línea enemiga, y ello en tal silencio que los
fascistas no oyeron nada y sólo se produjo una baja. Al día siguiente hubo más,
desde luego. Cada hombre tenía asignada una tarea, hasta los ayudantes de la
cocina llegaron de pronto, cuando el trabajo estaba ya realizado, con baldes de
vino mezclado con coñac.
Y nada más despuntar el alba los fascistas
descubrieron que estábamos allí. El bloque blanco y cuadrado de la Casa
Francesa, aunque situado a unos doscientos metros, semejaba levantarse por
encima de nosotros, y las ametralladoras en las ventanas superiores, protegidas
con sacos de arena, parecían apuntar directamente hacia nuestra trinchera. Nos
quedamos contemplándola boquiabiertos, preguntándonos cómo era posible que los
fascistas no nos vieran. Entonces hubo un horrible remolino de balas y todo el
mundo cayó de rodillas y comenzó a cavar frenéticamente, ahondado la trinchera
y levantando pequeños montículos en el borde. Mi brazo seguía vendado, no podía
cavar, y pasé la mayor parte de ese día leyendo una novela policíaca cuyo
nombre era El prestamista desaparecido. No recuerdo el argumento, pero sí, muy
claramente, el hecho de estar allí leyéndola; la arcilla húmeda del fondo de la
trinchera debajo de mí, el cambio constante en la posición de mis piernas para
dar paso a los hombres que corrían agachados, el crac—craccrac de las balas
pocos centímetros por encima de mi cabeza. Thomas Parker recibió un balazo en
medio del muslo, lo cual, como él decía, estaba más cerca de ser un DSO de lo
que le hubiera gustado. Se producían bajas en toda la línea de fuego, pero
mínimas en comparación con lo que habría pasado si nos hubieran descubierto
durante la noche. Un desertor nos contó después que cinco centinelas fascistas
fueron fusilados por negligencia. Incluso en ese momento habrían podido
masacrarnos si hubieran tenido la iniciativa de traer unos pocos morteros.
Resultaba difícil transportar a los heridos a lo largo de la angosta y
abarrotada trinchera. Vi a un pobre diablo, con los pantalones oscuros de
sangre, caer de su camilla y jadear agonizante. Había que cargar a los heridos
a lo largo de unos dos kilómetros, pues aunque existía un camino, las
ambulancias nunca se acercaban mucho al frente. Cuando lo hacían, los fascistas
tenían la costumbre de bombardearlas, lo cual podía explicarse por el hecho de
que en la guerra moderna nadie tiene escrúpulos en utilizar una ambulancia para
transportar municiones. Y entonces, a la noche siguiente, la espera en
Torre Fabián para iniciar un ataque que fue suspendido en el último momento vía
telégrafo. En el suelo del granero donde aguardábamos, una delgada capa de granzas
cubría gran cantidad de huesos humanos y vacunos mezclados, y todo el lugar
estaba invadido por las ratas. Las monstruosas bestias surgían a raudales por
todas partes. Si hay algo que odio es una rata corriendo sobre mi en la
oscuridad. Aquella noche tuve la satisfacción de darle a una de ellas un buen
puñetazo que la mandó volando por el aire.
Y entonces, la espera de la orden de atacar
a cincuenta o sesenta metros del parapeto fascista. Una larga línea de hombres
agazapados en una zanja, con las bayonetas asomando por el borde y el blanco de
los ojos brillando en la oscuridad. Kopp y Benjamín en cuclillas detrás de
nosotros, junto a un hombre que llevaba un receptor telegráfico sin hilos a
hombros. Hacia el oeste, en el horizonte occidental se veían resplandores
rosados, seguidos a los pocos segundos por enormes explosiones.
Y entonces el ruido, pip—pip—pip,
procedente del telégrafo y un susurro ordenando que nos retiráramos mientras
todavía nos fuera posible. Lo hicimos, pero no con bastante rapidez. Doce
infortunados muchachitos de la JCI (la liga juvenil del POUM, correspondiente a
la JSU del PSUC), que habían estado apostados a sólo cuarenta metros del
parapeto fascista, se dejaron sorprender por la aurora y no pudieron escapar.
Tuvieron que yacer allí todo el día, apenas cubiertos por los matorrales,
mientras los fascistas disparaban sobre ellos cada vez que se movían. Al caer
la noche, siete habían muerto y los otros cinco se las ingeniaron para
arrastrarse en la oscuridad hasta nuestra posición.
Y entonces, durante muchas de las mañanas
siguientes, el fragor de los ataques anarquistas al otro lado de Huesca.
Siempre el mismo fragor. De pronto, en algún momento de la madrugada, el
estallido inicial de varias docenas de bombas que explotan simultáneamente
—incluso a esa distancia, un estallido diabólico y desgarrante—, y luego el
estruendo ininterrumpido de fusiles y ametralladoras, curiosamente similar al
de los tambores. Poco a poco, el fuego se iría extendiendo a todos los frentes
que rodeaban Huesca, y nosotros nos precipitaríamos a las trincheras para
apoyarnos adormecidos contra el parapeto, mientras un fuego carente de sentido
pasaba sobre nuestras cabezas.
Durante el día, los cañones tronaban a
rachas. Torre Fabián, nuestra nueva cocina, fue bombardeada y parcialmente
destruida. Resulta curioso que, cuando uno contempla el fuego de artillería
desde una distancia segura, siempre desea que el artillero dé en el blanco,
aunque éste contenga la cena propia y la de algunos camaradas. Los fascistas
disparaban bien esa mañana; quizá se trataba de artilleros alemanes.
Localizaron Torre Fabián con bastante precisión: un tiro pasado, un
tiro corto y luego: fsss—¡BUM! Las vigas saltaron por los aires y una
plancha de uralita posándose como un naipe arrojado sobre una mesa. El
siguiente proyectil arrancó la esquina de un edificio tan limpiamente como
podría haberlo hecho un gigante con un cuchillo. Los cocineros sirvieron la
cena de manera puntual, hazaña sin duda memorable.
A medida que pasaban los días, íbamos
distinguiendo las diferencias de los cañones invisibles, pero audibles. Había
dos baterías de cañones rusos de 75 mm que disparaban desde nuestra retaguardia
y que, de alguna manera, evocaban en mi mente la imagen de un hombre gordo
golpeando una pelota de golf. Eran los primeros cañones rusos que veía o, más
bien, oía. Tenían una trayectoria baja y velocidad muy alta, de modo que uno
oía la explosión, el silbido y el estallido del proyectil de manera casi
simultánea. Detrás de Monflorite había dos pesados cañones que disparaban pocas
veces al día, con un rugido profundo y sordo semejante al aullido de distantes
monstruos encadenados. En la fortaleza medieval de Monte Aragón, tomada por las
tropas leales el año anterior (fortaleza que en toda su historia nunca había
sido conquistada, según se decía), y que dominaba uno de los accesos a Huesca,
funcionaba un pesado cañón, construido sin duda en el siglo XIX. Sus grandes
proyectiles pasaban silbando con tanta lentitud que uno tenía la sensación de
que podía correr a la par de ellos. Un proyectil de este cañón sonaba algo así
como un ciclista que pasara pedaleando y silbando al mismo tiempo. Los morteros
de trinchera, tan pequeños como eran, producían el peor ruido. Sus proyectiles
son una especie de torpedo alado, de forma similar a los dardos que se arrojan
en los sitios de recreo, y del tamaño de un botellín; explotan con un sonido
metálico diabólico, como el de algún monstruoso globo de acero al estrellarse
sobre un yunque. A veces nuestros aeroplanos sobrevolaban el lugar y soltaban
esos torpedos aéreos cuyo tremendo rugido hace temblar la tierra a tres o
cuatro kilómetros de distancia. Los disparos de la artillería antiaérea
fascista punteaban el cielo como nubecitas en una mala acuarela, pero nunca vi
que se acercaran siquiera a mil metros de un aeroplano. Cuando un avión
desciende en picado y emplea su ametralladora, las descargas se perciben desde
abajo como un batir de alas.
En nuestro sector no era mucho lo que
ocurría. Doscientos metros a nuestra derecha, donde los fascistas se
encontraban en terreno más alto, sus tiradores apostados mataron a unos cuantos
de nuestros camaradas. Doscientos metros a la izquierda, en el puente sobre el
río, tenía lugar una especie de duelo entre los morteros fascistas y los
hombres que construían una barricada de cemento que atravesaba el puente. Los
pequeños proyectiles funestos pasaban por encima —sss— crash—sss—crash—
produciendo un ruido doblemente infernal cuando se estrellaban contra el camino
asfaltado. A unos cien metros, se podía estar perfectamente a salvo y observar
las columnas de polvo y humo negro que se elevaban como árboles mágicos. Los
pobres diablos en los alrededores del puente pasaban gran parte del día ocultos
en los pequeños refugios cavados cerca de la trinchera. Pero hubo menos bajas
de lo que podría haberse esperado, y la barricada, una pared de cemento de
medio metro de espesor, con troneras para dos ametralladoras y un pequeño cañón
de campaña, fue construyéndose sin interrupciones. El cemento era reforzado con
viejos armazones de cama, aparentemente el único hierro que había podido
encontrarse para ese fin.
George Orwell
Homenaje a Cataluña, 1938 - Capítulo V
Homenaje a Cataluña I
Homenaje a Cataluña II
Homenaje a Cataluña III
Homenaje a Cataluña IV
Homenaje a Cataluña V
Homenaje a Cataluña VI
Homenaje a Cataluña VII
Homenaje a Cataluña I
Homenaje a Cataluña II
Homenaje a Cataluña III
Homenaje a Cataluña IV
Homenaje a Cataluña V
Homenaje a Cataluña VI
Homenaje a Cataluña VII
Primera edición de "Homage to Catalonia". Secker and Warburg, Inglaterra, 1938
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