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48. Somalia




María Torres / Octubre 2011

Hablar de Somalia es pensar de inmediato en hambre y pobreza extrema, pero aparte de esto, poco es lo que conocemos de este país descubierto por los egipcios en los inicios de nuestra era, territorio ocupado por franceses, ingleses e italianos, que se constituyó hace apenas 50 años,  concretamente en 1960, como  resultado de la unión del protectorado de la Somalilandia Británica y la Somalia Italiana, hasta entonces parte del África Oriental Italiana.

Somalia está considerado un estado fallido cuyo régimen de gobierno es transitorio y sometido a fideicomiso de tres organizaciones internacionales, Naciones Unidas, Unión Africana y un tercer Estado mediador: Estados Unidos.

Sabemos que es uno de los países más pobres del planeta, que cuenta con escasos recursos naturales. Su economía fue devastada durante la guerra civil que se inició en los años noventa, dependiendo principalmente de la ayuda exterior para su “desarrollo”. Entrecomillo desarrollo porque me parece que de poco está sirviendo la ayuda exterior para desarrollar nada eficaz.

Hemos visto en los informativos como muchas familias huyen del país a causa de la sequía y la violencia. Padres y madres con una numerosa prole de desnutridos recorren caminando los kilómetros de distancia que les separan del campo de refugiados de Dabaad en Kenia, creado hace 20 años para 90.000 personas y que alberga en la actualidad 460.000. Los que con suerte logran acceder a él, tendrán que someterse a un largo aparato burocrático que a veces se prolonga hasta cuarenta y ocho horas antes de que les llegue la primera ración de alimento al estómago. Y los que no mueren tras su llegada, allí se quedan, probablemente para el resto de su existencia, sobreviviendo en un presente sin futuro, donde lo único que existe es la negación de la opción posible: la nada.

Rogarán a su dios que intervenga para que el hijo de año y medio, cuyo peso no alcanza los cinco kilos, no fallezca, porque ya tuvieron que tomar una decisión horrible: abandonar a los hijos más débiles por el camino sabedores de que no alcanzarían a llegar al campo de refugiados.

El agosto la ONU apuntaba que cerca de treinta mil niños somalíes, menores de cinco años, habían muerto por la hambruna. Sin embargo a día de hoy ACNUR no dispone de cifras concretas, ya que existen zonas donde no tienen acceso, aunque afirman que más de medio millón de niños están en una situación de inminente riesgo de muerte y el número de fallecidos es extremadamente alto.

Medio millón de niños somalíes morirán, ante la atenta mirada de la comunidad internacional. Medio millón de niños tienen el estómago tan vacío como vacía está su vida de expectativas. Sólo hambre y enfermedad y un presente que puede durar un minuto. La delgada línea que les separa de la muerte.

Y como cualquier situación por mala que sea siempre es susceptible de empeorar y a quien cae en desgracia por un curioso azar la desgracia le sigue acompañando, se terminaron las vacunas, las galletas nutricionales para los niños al borde de la inanición y la asistencia sanitaria para los refugiados que acaban de cruzar la frontera, ya que a causa del secuestro de dos cooperantes españolas, Médicos Sin Fronteras ha evacuado a todo el personal sanitario que se encontraba en Dadaab, y de buenas a primeras casi 150.000 personas se quedan desatendidas y viéndolas venir de nuevo, en este caso a la muerte, cercana conocida. Una decisión que sin duda agravará aún más la situación de emergencia y nadie se atreve a valorar las consecuencias que pueda tener para los refugiados.

Desde hace meses todas las miradas están puestas en la alarmante hambruna que padecen los somalíes, pero esto no es algo nuevo, ni en Somalia ni en la mitad del mundo. Podemos hacer un recordatorio al uso sobre las causas del hambre en el planeta y en concreto  las que afectan al  cuerno de África, pero hoy en día contamos con informaciones contundentes que descartan que esta nueva hambruna se haya producido por causas climatológicas y apuntan con dedo acusador a la especulación alimentaria, el acaparamiento de las mejores tierras por parte del capital extranjero y la imposición de cultivos para la exportación. Y que se resumen en definitiva en la codicia del ser humano.

El hambre se ha convertido en negocio para unos cuantos poderosos. Recordemos que en 1991, Goldman Sachs creó un nuevo producto financiero que tomaba en cuenta el valor de 24 materias primas (desde metales preciosos hasta granos de café, soja, maíz o trigo). Analizaron el valor de la inversión de cada una de esas materias por separado y redujeron todo ese complicado entramado de materias primas reales en una simple fórmula matemática de cara a la inversión, conocida de ese momento en adelante como la Goldman Sachs Commodity Index (GSCI). De la noche a la mañana, los bancos podían invertir cantidades ingentes de dinero en materias primas, una oportunidad que sólo habían tenido a su alcance quienes verdaderamente estaban involucrados en la producción de nuestra comida, la industria alimentaria y así fue como la banca irrumpió con fuerza en ese mercado, el de la comida, un bien necesario que nunca perderá valor.

En los primeros días de 2008, los especuladores invirtieron 55.000 millones de dólares en el mercado de materias primas, y para julio, esa cantidad ascendía a 318.000 millones. La inflación en el precio de la comida ha seguido su escalada imparable desde entonces.

Los nuevos derivados alimenticios crearon una nueva burbuja: la alimentaria. Una unidad de medida de trigo costaba de 4 a 6 dólares. Poco después, se batió el récord, costando esa misma medida 25 dólares. Desde 2005 a 2008, el precio de la comida aumentó en un 80% y no ha parado de subir desde entonces. La propia ONU llegó a reconocer este hecho por boca de Olivier De Schutter, Relator Especial sobre el Derecho a la Alimentación quien aseguró que en 2008, "una parte importante del aumento del precio de la comida se debe a la burbuja especulativa".

Siempre he pensado que el único modo de acabar con el hambre en el mundo era acabar antes con el capitalismo y ahora me ratifico aún más en ello.

Viajo por mi memoria y retrocedo a los años de mi infancia en que mi madre y mi abuela, cuando no quería terminarme un plato, me insistían nombrado a los pobres niños de África, animándome a engullirlo por ellos que no tenían nada que echarse a la boca. Nunca entendí aquello, por mucho que yo comiera jamás les podría llegar nada de alimento a los pobres niños de África, y mira por dónde la FAO ahora le da la razón a mi madre y a mi abuela, pues según un reciente estudio cerca de un tercio de los alimentos que se producen cada año en el mundo para el consumo humano se pierden o se desperdician por “el no puedo más”, porque compramos cantidades de comida que se echa a perder, o por las normativas de caducidad.

Desconozco que nos descubrirá Alberto Vázquez-Figueroa en "Somalia: un proyecto para acabar con la hambruna" que será presentado el próximo viernes 21 de octubre en el Ateneo de Madrid, pero mientras que lo hace público, vamos a intentar no dejarnos nada en los platos aunque no podamos más y ajustemos  la compra a nuestras necesidades reales para evitar tirar alimentos, con la esperanza de que algo de nada les llegue a los pobre niños de África.







1 comentario:

  1. Que triste...No puedo con estass imágenes, dios, como podemos ser los humanos tan crueles..?

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