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77. Evocación de Miguel Hernández



Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra: tal vez porque he sentido su corazón cercano cerca de mí, casi rozando el mío. (Miguel Hernández, El hombre acecha)


Tú, el más puro y verdadero, tú el más real de todos, tú el no desaparecido. (Vicente Aleixandre, hablando de Miguel Hernández)



Evocación de Miguel Hernández, por Vicente Aleixandre

Lo recuerdo perfectamente, pero no tengo la carta, desaparecida como tantos otros papeles queridos. Era una cuartilla de papel basto, y en ella unas líneas apretadas, escritas con una letra rodada y enérgica. No quisiera atribuirle palabras que no dijese, pero sí hago memoria transparente de su sentido: «… He visto su libro La destrucción o el amor, que acaba de aparecer… No me es posible adquirirlo… Yo le quedaría muy agradecido si pudiera Vd. proporcionarme un ejemplar… Voy a vivir ahora en Madrid, donde estoy…» Y firmaba así, exactamente:

Miguel Hernández, pastor de Orihuela.

Desde esos días empezó a venir frecuentemente por mi casa. Miguel era entonces el autor de Perito en lunas, libro editado en muy corta tirada hacía dos años, en Murcia, y que había pasado desapercibido. En esta obra se veía más que nada al prodigioso artífice temprano, cuajadas sus octavas en los últimos efluvios del centenario de Góngora, que todavía había alcanzado a su sanísima juventud.

Pero ya entonces no hablaba de este libro. Yo le evoco en aquella primera temporada como una fuerza de primavera metida en primavera: abril, mayo, junio. Primavera de campo. En esos casi comienzos del verano, cuando han brotado los árboles y el aire brilla con potestad de cielo y la naturaleza parece poderle a la ciudad, Miguel era más Miguel que nunca. También él, al ritmo natural, semejaba arribado en esa honda de verdad que enverdecía a Madrid y lo coloreaba.

Algo tenía en esas horas que le hacía parecer como si siempre llegase de bañarse en el río. Y muchos días de eso llegaba, efectivamente. Mi casa estaba en el borde de la ciudad. «¿De dónde vienes, Miguel?» «¡Del río!», contestaba con voz fresquísima. Y allí estaba, recién emergido, riendo, con su doble fila de dientes blancos, con su cara atezada y sobria, con su cabeza pelada y su mechoncillo sobre la frente.

Calzaba entonces alpargatas, no sólo por su limpia pobreza, sino porque era el calzado natural a que su pie se acostumbró de chiquillo y que él recuperaba en cuanto la estación madrileña lo consentía. Llegaba en mangas de camisa, sin corbata ni cuello, casi mojado aún de su chapuzón en la corriente. Unos ojos azules, como dos piedras límpidas sobre las que el agua hubiese pasado durante años, brillaban en la faz térrea, arcilla pura, donde la dentadura blanca, blanquísima, contrastaba con violencia como, efectivamente, una irrupción de espuma sobre una tierra ocre.

La cabeza, de la que él había echado abajo el cabello sobrante en otros, era redonda y tenía un viso acerado en su pelo corto, con un signo de energía en el remolino de la frente, corroborado en los pómulos saledizos, pero desmentido en su entrecejo limpio, como si quisiera abrir una mirada cándida sobre el mundo entero que con él se correspondiese.

Era puntual, con puntualidad que podríamos llamar de corazón. Quien lo necesitase a la hora del sufrimiento o de la tristeza, allí le encontraría, en el minuto justo. Silencioso entonces, daba bondad con compañía, y su palabra verdadera, a veces una sola, haría el clima fraterno, el aura entendedora sobre la que la cabeza dolorosa podría reposar, respirar. Él, rudo de cuerpo, poseía la infinita delicadeza de los que tienen el alma no sólo vidente, sino benevolente. Su planta en la tierra no era la del árbol que da sombra y refresca. Porque su calidad humana podía más que todo su parentesco, tan hermoso, con la naturaleza.

Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos.


Vicente Aleixandre
Fragmento de "Los encuentros", 1958 










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