Discurso pronunciado
en la entrega del Cervantes
27 de abril de 2011
Sospecho que no soy la
primera en decir que nunca, durante la larga travesía de mi vida (salpicada,
por cierto, de abundantes tempestades), imaginé que llegara a conocer un día
como éste. Y, junto a la inmensa alegría que me invade, debo confesarles que
preferiría escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a
tener que pronunciar un discurso, por modesto que éste sea. Y no es que
menosprecie los discursos: sólo los temo. Mi incapacidad para ellos quedará
manifiesta enseguida, y, por tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero
antes deseo hacerles partícipes de mi agradecimiento: este premio lo considero
como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y amor
que me han llevado a entregar toda mi vida a esta dedicación.
Así que esta anciana que no
sabe escribir discursos sólo desea hacerles partícipes de su emoción, de su
alegría y de su felicidad –¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra?– a
todos cuantos han hecho posible este sueño, sueño que me acompaña desde la
infancia. Desde aquel día en que oí por vez primera la mágica frase: “Érase
una vez..." y
conmovió toda mi pequeña vida. Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste
y soñador: creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida. San Juan dijo: “el
que no ama está muerto" y
yo me atrevo a decir: “el que no inventa, no vive".
Y llega a mi memoria algo que me contó hace años Isabel Blancafort, hija del
compositor catalán Jordi Blancafort. Una de ellas, cuando eran niñas, le
confesó a su hermanita: “La música de papá, no te la creas:
se la inventa". Con
alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible y la interna
–esa que llevamos dentro, como un secreto– nos la inventamos. Igual que aquel
soñador convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la
delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia y
acaso bondad –el don más raro de este mundo– en una criatura carente de todos
esos atributos. (¿Y quién no ha convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de
mucho cuidado en Dulcineo o Dulcinea...?)
El tiempo en el que yo
inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil, en el que yo me sentía distinta:
era tartamuda, más por miedo que por un defecto físico. La prueba de ello es
que esa tartamudez desapareció durante los bombardeos. O así lo creo. Pero el
caso es que, salvo excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres recortadas,
poco o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar –y
quizá explicarme de algún modo– mi extrañeza, mi entrega total, absoluta, a
esto que luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro
salvador de muchas de mis tormentas.
Sí, este galardón que tanta
felicidad y optimismo me causa –y no olvidemos que el optimismo y los planes de
futuro, a los ochenta y cinco años, son cuestiones a meditar o poner en tela de
juicio– puede ser el colofón a la entrega de toda una vida que, en mis tiempos
mozos, consideré en su mayor parte una “vida de papel". Y recuerdo.
Recuerdo. Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente, más tarde
incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada, Primera
memoria. Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus
páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura –en grande–,
como en la vida, se entra con dolor y lágrimas.
Gorogó lo sabía, lo sabe y no
me ha abandonado desde el día en que mi padre, teniendo yo cinco años, me lo
trajo de Londres, donde lo llaman algo así como Golligow. Mi padre sabía que a
mí no me gustaban las muñecas, ni los juegos de las niñas de aquel tiempo:
mujeres recortadas, las llamé yo. Imitar a mamá y a las amigas de mamá era todo
su futuro. Gorogó, como entonces, sigue conmigo ahora, lo llevo a todos mis
viajes, y le sigo contando lo que no puedo contar a nadie. (Hoy también me
espera en el hotel.) Y sigo haciéndole partícipe, por ejemplo, del miedo que
siento por tener que pronunciar estas palabras, y, sobre todo, ante quienes
debo hacerlo.
Gorogó, estás aquí –mi mejor
invento–, estás a mi lado, viejo amigo, en este día inolvidable, con tu ojo derecho
ya nublado, como el mío, aunque ya no luzcas aquellos cabellos negros,
hirsutos, de limpiachimeneas dickensiano, aunque falten los botones de tu frac
azul... ¡Cómo nos parecemos, Gorogó! ¿Te acuerdas de aquel día, que hoy me
devuelves con toda la añoranza y el encanto-desencanto que compone una vida tan
larga...? ¿Y recuerdas la timidez, el asombro y la audacia de mis casi veinte
años, cuando por primera vez me asomé al mundo editorial, del que lo ignoraba
todo? La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a los
fabricantes de inventos y de sueños –¿acaso no son, a veces, una misma cosa?–,
todo eso me empujó a llevar mi primera novela –escrita años antes, a los
diecisiete– a probar fortuna en una de las más prestigiosas editoriales. Pero
mi mayor osadía era no sólo llevar una novela casi adolescente a una importante
editorial, sino que, encima, la llevaba escrita a mano, en un cuaderno escolar,
cuadriculado, con las tapas de hule negro. (Si alguien de mi edad me está
escuchando, sabrá de qué tipo de libreta hablo. Eran las libretas de la
posguerra.) Yo iba a Destino cada día, con mi libretita bajo el brazo,
diecinueve años y calcetines –que entonces estaban de moda a esa edad– y mi
aspecto aún más aniñado del normal. Un empleado que se había fijado en mí
(debía de resultar patética) se conmovió con mis pretensiones y mi libreta y me
consiguió una entrevista con el director. Se trataba del novelista Ignacio
Agustí, que acababa de tener un enorme éxito con su novela Mariona Rebull.
Cuando vio mi cuadernito lleno de letras e “inventos", tuvo la delicadeza de no manifestar ni burla ni extrañeza. Debo agradecérselo, era un verdadero señor. Con infinita paciencia, me explicó que debía pasarlo a máquina y que ellos la leerían, y que ya me dirían algo. Aún hoy me sonrojo recordándolo. Era la criatura más ignorante y despistada de cuanto el mundo editorial se refería.
Cuando vio mi cuadernito lleno de letras e “inventos", tuvo la delicadeza de no manifestar ni burla ni extrañeza. Debo agradecérselo, era un verdadero señor. Con infinita paciencia, me explicó que debía pasarlo a máquina y que ellos la leerían, y que ya me dirían algo. Aún hoy me sonrojo recordándolo. Era la criatura más ignorante y despistada de cuanto el mundo editorial se refería.
Nadie de mi entorno, ni familiares, ni amistades,
conocidos o saludados (como diría Josep Pla) había tenido nada que ver con el
mundo editorial. Eran lectores, eso sí, pero de la confección de un libro lo
ignoraban todo. Afortunadamente, la lectura y los libros no escasearon en mi
casa ni en mi familia. Cosa que he de agradecerles, porque no era muy frecuente
en la España de entonces.
Pocos días después, tuve la enorme alegría –y, por qué
no decirlo, el vago temor – de que la editorial Destino me contratase el libro.
Eso sí, con la sorpresa de mi estupefacto padre, a quien yo no había anticipado
nada de aquellos afanes, y que fue requerido para dar validez a mi contrato con
su firma, pues yo era menor de edad.
Animada por el éxito de aquellos primeros pasos, y
enterada de la existencia del Premio Nadal –que había ganado otra mujer joven,
Carmen Laforet, aunque ella era algo mayor que yo–, envié mi segunda novela,
escrita a los diecinueve, con la esperanza de obtenerlo yo también. No fue así,
pero tengo aún la satisfacción y acaso orgullo de constatar que quedó en tercer
lugar, cuando se llevó el premio el gran Miguel Delibes.
La novela citada, llamada Los Abel, y escrita, que no
publicada, a los diecinueve años, suplantó en el contrato a Pequeño teatro
(que, once años más tarde, obtuvo el Premio Planeta). Y ese fue mi verdadero
bautizo de entrada en el mundo editorial. Empecé a conocer a escritores y todo
tipo de gentes de “invenciones", puesto que me aparté totalmente del que
había sido hasta aquel momento mi entorno natural. Conocí y viví un clima
distinto, muy distinto del que había sido el mío habitual hasta aquel momento,
y que, paradójicamente, resultaba mucho más afín a mi naturaleza. Y continué
inventando invenciones, y viene a mi memoria un día en que inventé el
‘arzadú’... Brotaba esporádica, espontáneamente, cuando buscaba el nombre de
una flor. Si existía, vivía sólo en la memoria de su delicadeza, su color, su
perfume, aunque no constara en ningún libro ni catálogo de botánica. Y, así,
llegó un día en que estudiosos y minuciosos profesores y escolares americanos
se interesaron por el arzadú, y me brearon a preguntas: no lo encontraban por
ninguna parte. Y yo, cobarde, me presté a seguir inventando el arzadú. Tuve que
continuar inventándolo durante años, incluso me vi obligada a dibujarlo en las
pizarras, y variaba su color, del rojo al blanco, según me pareciera pertinente...
Desde aquí les pido perdón a aquellas gentes de buena
voluntad. Tómenlo como lo que era: una invención más. La había introducido no
sólo en algunos de mis cuentos, sino también en alguna novela; y, al fin, yo me
lo creía, y me lo creo: el arzadú brota cada primavera, o cada otoño, en las
vastas y ahora ya remotas colinas de los sueños. De los sueños que convierten
Aldonzas en Dulcineas, y quién sabe cuántas flores más. Tantas como soñadores,
o poetas existan. Y cuando por fin vi publicado por vez primera mi primer
libro, Los Abel, dormí toda la noche con el ejemplar bajo la almohada. Y el
gran honor con el que hoy se me ha distinguido reúne para mí tanto una
trayectoria literaria como vital: no puedo separar la una de la otra. Desde que
tengo uso de razón, he leído, he escrito, he escuchado. Desde aquel primer
cuento inventado a los cinco años hasta este último libro, que los recoge casi
todos, compruebo con satisfacción que por fin el cuento ha ingresado entre los
géneros respetados de nuestra literatura. Aun cuando contemos con entre sus
cultivadores desde el inmenso Cervantes, que honra con su nombre este premio,
hasta los más recientes de nuestros escritores, jóvenes y no tan jóvenes, hasta
hace poco aún se lo ha considerado literatura “menor". Pero por fin en
España se empieza a reconocer en el cuento, en el relato corto, el valor y la
importancia que merece.
Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas –que,
por cierto, no fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición
oral, afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y
en España, donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado “el
tercer hermano Grimm"–, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo
pretextos inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos
depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten
verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino,
además, necios. ¿Y aún nos preguntarnos por qué los niños leen poco? Yo
recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño
venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego –como está mandado–, oían
embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: “Érase una vez...”. Y
habían dejado la televisión para escucharlas.
Yo no había cumplido los once años cuando estalló la
guerra civil española. Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era
acompañados por sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas
para conseguir pan o patatas. No es raro, pues, que yo me permitiera, años más
tarde, definir esa generación a la que pertenezco como la de “los niños
asombrados". Porque nadie nos había consultado en qué lado debíamos
situarnos. Nadie nos había informado de nada y nos encontramos formando parte
de un lado o de otro, tal y como me confesó un día Jaime Salinas. Yo, ahora,
sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la
muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud; no condensada, como hasta
aquel momento, en unas palabras –“el abuelito se ha ido y no volverá..."–,
sino a través de la visión, en un descampado, de un hombre asesinado. Y
conocimos el terror más indefenso: el de los bombardeos. Y aquellos cuentos,
aquellas historias “impropias para niños", añadieron en su ruta interna de
niña asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más atroz que los cuentos de hadas.
En lugar de cuentos aislados, empecé a escribir
entonces una revista, de la que era editora, escritora y repartidora, una
revista “a mano" que se pasaban unos a otros mis hermanos y mis primos,
algún amigo... Había de todo: desde cuentos, por supuesto (que siempre acababan
con un “continuará" del que yo aún no tenía clara noticia), hasta crítica
de cine, con sus correspondientes fotografías recortadas de alguna revista. Y
recuerdo ahora como, en medio de todo aquel horror, qué encanto, qué
maravilloso invento de la vida era para mí aquella llamada revistilla.. . Y
todo lo que yo ignoraba, que sería lo que continuaría mañana...
Entonces escribí mi primera novela. Se llamaba
Juanito, y ocurría durante la Revolución Francesa. Pero pueden imaginar qué
extraña Revolución Francesa relataba... Claro está: me la inventé, pero algo
tienen los inventos-sueños, porque, cuando durante la noche, toda la casa
dormida, acudía al cuarto de mis dos hermanos, José Antonio y José Luis, y,
ayudada por una linternilla de pilas, se la leía, protestaban cuando yo decía
“continuará". (Y eso quería decir hasta la noche siguiente.) Entonces parecía
llenarse de magia la habitación a oscuras de los niños. Niños asombrados –como
cuando, en cierta ocasión, vi surgir, al partir un terrón de azúcar en la
oscuridad, una chispita azul–, algo que me reveló que yo sería escritora, o que
ya lo era.
Con ello sólo quiero decir que aquella lucecita azul,
aquel virus, no me abandonó nunca. Cuando Alicia, por fin, atravesó el cristal
del espejo y se encontró no sólo con su mundo de maravillas, sino consigo
misma, no tuvo necesidad de consultar ningún folleto explicativo. Se lo
inventó, como la música de papá.
Ahora, tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya
logrado trasmitirles algo de mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí
me trae. Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una
historia, o con alguna de las criaturas que trasmiten mis libros, por favor
créanselas. Créanselas porque me las he inventado.
Muchas gracias.
.
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