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126. A los bibliotecarios rurales




María Moliner colaboró con entusiasmo en las Misiones Pedagógicas de la República, cuidando especialmente de la organización de las bibliotecas rurales. De hecho, escribió unas Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas (que se publicaron sin nombre de autor en Valencia en 1937), que fueron apreciadas tanto en España como en el extranjero, y cuya presentación preliminar —«A los bibliotecarios rurales»— constituye una pieza conmovedora y un testimonio fehaciente de la fe de la autora en la cultura como vehículo para la regeneración de la sociedad.


Estas instrucciones van especialmente dirigidas a ayudar en su tarea a los bibliotecarios provistos de poca experiencia y que tienen a su cargo bibliotecas pequeñas y recientes. Porque, si el éxito de una biblioteca depende en grandísima parte del bibliotecario, esto es tanto más verdad cuanto más corta es la historia o tradición de ese establecimiento. En una biblioteca de larga historia, el público ya experimentado, lejos de necesitar estímulos para leer, tiene sus exigencias, y el bibliotecario puede limitarse a satisfacerlas cumpliendo su obligación de una manera casi automática. Pero el encargado de una biblioteca que comienza a vivir ha de hacer una labor mucho más personal, poniendo su alma en ella. No será esto posible sin entusiasmo, y el entusiasmo no nace sino de la fe. El bibliotecario, para poner entusiasmo en su tarea, necesita creer en estas dos cosas: en la capacidad de mejoramiento espiritual de la gente a quien va a servir, y en la eficacia de su propia misión para contribuir a este mejoramiento.

No será buen bibliotecario el individuo que recibe invariablemente al forastero con palabras que tenemos grabadas en el cerebro, a fuerza de oírlas, los que con una misión cultural hemos visitado pueblos españoles: «Mire usted: en este pueblo son muy cerriles: usted hábleles de ir al baile, al fútbol o al cine, pero... ¡A la biblioteca...!».

No, amigos bibliotecarios, no. En vuestro pueblo la gente no es más cerril que en otros pueblos de España ni que en otros pueblos del mundo. Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento, y cómo invariablemente responden: ¡Eso, eso es lo que nos hace falta: cultura!

Ellos presienten, en efecto, que es cultura lo que necesitan, que sin ella no hay posibilidad de liberación efectiva, que sólo ella ha de dotarles de impulso suficiente para incorporarse a la marcha fatal del progreso humano sin riesgo de ser revolcados: sienten también que la cultura que a ellos les está negada es un privilegio más que confiere a ciertas gentes sin ninguna superioridad intrínseca sobre ellos, a veces con un valor moral nulo, una superioridad efectiva en estimación de la sociedad, en posición económica, etcétera. Y se revuelven contra esto que vagamente comprenden pidiendo, cultura, cultura... Pero, claro, si se les pregunta qué es concretamente lo que quieren decir con eso, no saben explicarlo. Y no saben tampoco que el camino de la cultura es áspero, sobre todo cuando para emprenderlo hay que romper con una tradición de abandono conservada por generaciones y generaciones.

Tú, bibliotecario, sí debes saberlo, y debes comprenderles y disculparles y ayudarles. No es extraño que una biblioteca recibida con gran entusiasmo quede al poco tiempo abandonada si se la confía a su propia suerte: no es extraño que el libro cogido con propósito de leerlo se caiga al poco rato de las manos y el lector lo abandone para ir a distraerse con la película a cuya trama su inteligencia se abandona sin esfuerzo. Todo esto ocurre; pero no ocurre sólo en tu pueblo, ni lo hacen sólo tus convecinos; ocurre en todas partes, y ahí radica precisamente tu misión: en conocer los recursos de tu biblioteca y las cualidades de tus lectores de modo que aciertes a poner en sus manos el libro cuya lectura les absorba hasta el punto de hacerles olvidarse de acudir a otra distracción.

La segunda cosa que necesita creer el bibliotecario es en la eficacia de su propia misión. Para valorarla, pensad tan sólo en lo que sería nuestra España si en todas las ciudades, en todos los pueblos, en las aldeas más humildes, hombres y mujeres dedicasen los ratos no ocupados por sus tareas vitales a leer, a asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu por esas ventanas maravillosas que son los libros. ¡Tantas son las consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad, que no es posible ni empezar a enunciarlas...!

Pues bien: esta es la tarea que se ha impuesto y que está llevando a cabo el Ministerio de Instrucción Pública por medio de su Sección de Bibliotecas y en la que vosotros tenéis una parte esencialísima que realizar.


María Moliner
Prólogo de Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas. Valencia (España), 1937.








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