Los tranvías se habían ido
quedando parados, no había lugar para uno más, ni dentro de ellos para un ser
viviente más, ni sobre su techumbre, ni sobre el tejadillo de la Estación de
Metro, ¡oh, cómo les envidiaban, eran los privilegiados!
Se enracimaban los cuerpos
humanos en los balcones, de pie en los barandales; festoneaban los áticos de
todos los edificios, se erguían como bandadas de cigüeñas en los tejados,
buscando respaldo en las chimeneas. Y seguían, seguían viniendo; más no era
posible, sin codazos, pisotones, tropiezos.
Llegaron aún unas oleadas
desde las calles Mayor y Arenal, y como el viento en un campo de trigo, se
extendió la onda sonora: “Se ha ido, se acaba de ir, ahora,
en este momento”... Y en este momento todas las cabezas se alzaron
hacia arriba, hacia el Ministerio de la Gobernación; se abrió el balcón,
apareció un hombre, un hombre solo, alto, vestido de oscuro traje ciudadano;
sobrio, dueño de sí, izó la bandera de la República que traía en sus brazos y
se adelantó un instante para decir unas pocas palabras, una sola frase que
apenas rozó el aire, y levantando los brazos con el mismo gesto sobrio, en una
voz más sonora, como se cantan las verdades, gritó: “¡Viva
la República!” “¡Viva España!”.
Y como una sola voz de mil registros,
llenó el aire, subió hacia las nubes blancas, redondas, que habían venido
también, no acababa de extinguirse y en tonos diferentes, en cien registros
como en un gigantesco y nunca oído órgano en una coral, que entonaba todo un
pueblo, subía la voz a las nubes, y volvía a bajar y así el aire estuvo lleno
de esos gritos, que aunque ya no hubieran repetido estarían allí llenándolo
todo.
El cielo de abril dejaba caer
su luz blanca, azul y blanca hasta tocar transfigurando a la multitud. La luz
era también de mil reflejos, en un blanco único toda la infinitud que hay en el
blanco.
En la blancura destacándose,
perfilándose en el cielo. Alta, alta, ondeaba la bandera republicana, ahora ya
del todo desplegada.
Y mirándola, fijó los ojos en
el reloj de la torre.
Eran las seis y veinte.
Las seis y veinte de la tarde
de un martes 14 de abril de 1931.
María Zambrano
Delirio y Destino
Delirio y Destino
En algún lugar de mi memoria queda el recuerdo de en ese balcón, estuvo el gran Machado, el nuestro, leyendo este bello relato podemos soñar.
ResponderEliminarSoñemos pues con otro día a las seis y veinte de la tarde, aunque ya no esté Antonio Machado en el balcón.