Simone Weil llegó a
Barcelona en agosto de 1936, recién iniciada la Guerra española para alistarse en la columna Durruti. Al poco tiempo, a causa de un
accidente doméstico regresó a Francia, pero mantuvo un especial interés por la
causa española.
La carta que se trascribe a
continuación fue enviada por Simone Weil a Georges Bernanos en 1938. Este
último, autor de Los grandes cementerios bajo la luna, un magnífico
libro sobre la guerra civil española, residía en Mallorca cuando
estalló la contienda y se situó al lado de los militares rebeldes. Pero su
fidelidad a los "nacionales" duro muy poco. Tras el fracaso del
desembarco republicano de Porto Cristo fue consciente de la barbarie ejercida por
los sublevados y no dejó a aullar contra ellos.
*
Simone Weil
3, rué Auguste-Comte, París
Estimado señor:
Por ridículo que sea escribir a un escritor, que está
siempre, por la naturaleza de su oficio, inundado de cartas, no puedo
resistirme a hacerlo después de haber leído Los grandes cementerios bajo la
luna. No es la primera vez que un libro suyo me afecta; el rural Diario de un
cura es a mis ojos el más hermoso, al menos de los que he leído, y ciertamente
un gran libro. Pero aunque me hayan podido gustar otros libros suyos, no tenía
ninguna razón para importunarle escribiéndole.
En cuanto a este último es otra cosa; he tenido una
experiencia que responde a la suya, aunque mucho más breve, menos profunda,
situada en otro lugar y vivida, en apariencia —solamente en apariencia— en un
espíritu muy distinto.
Yo no soy católica, aunque —lo que voy a decir
parecerá presuntuoso a cualquier católico, dicho por un no católico, pero no me
puedo expresar de otra manera— nada católico, nada cristiano me haya parecido
nunca ajeno. A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias
un cartel diciendo que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una
renta superior a tal o cual suma, poco elevada, yo me convertiría
inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías se han dirigido hacia los
grupos que se identificaban con las capas despreciadas de la jerarquía social,
hasta que he tomado conciencia de que tales grupos son de una naturaleza que
hace extinguirse cualquier simpatía. El último que me había inspirado alguna
confianza era la CNT española. Había viajado un poco por España antes
de la guerra civil; muy poco, pero lo suficiente para sentir el amor que es
difícil no experimentar hacia ese pueblo; yo había visto en el movimiento
anarquista la expresión natural de sus grandezas y sus defectos, de sus
aspiraciones más legítimas y de las menos legítimas. La CNT, la FAI eran
una mezcla asombrosa, donde se admitía a cualquiera, y donde, en consecuencia,
se podría encontrar inmoralidad, cinismo, fanatismo, crueldad, pero también
amor, espíritu de fraternidad y, sobre todo, la reivindicación del honor tan
hermosa entre los hombres humillados; me parecía que aquellos que iban allí
animados por un ideal prevalecían sobre aquellos a los que impulsaba la
violencia y el desorden.
En julio de 1936 yo estaba en París. No me gusta la
guerra, pero lo que siempre me ha provocado más horror que la guerra es la
situación de los que se encuentran en retaguardia. Cuando comprendí que, a
pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esa guerra, es
decir, desear todos los días, a todas horas, la victoria de unos y la derrota
de los otros, me dije que París era para mí la retaguardia, y tomé el tren para
Barcelona con la intención de comprometerme. Era a principios de agosto de
1936.
Un accidente me hizo abreviar forzosamente mi estancia
en España. Estuve algunos días en Barcelona, después en pleno campo aragonés,
junto al Ebro, a una quincena de kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar en
que recientemente las tropas de Yagüe han pasado el Ebro. Después en el palacio
de Sitges transformado en hospital; después nuevamente en Barcelona; en
total, aproximadamente dos meses. Dejé España a mi pesar y con la intención de
regresar; más tarde, voluntariamente no he hecho nada. No sentía ya ninguna
necesidad interior de participar en una guerra que no era ya, como me había
parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios
terratenientes y un clero cómplice de los propietarios, sino una guerra entre
Rusia, Alemania e Italia. He conocido ese olor de guerra civil, de sangre y de
terror que desprende su libro; lo había respirado. No he visto ni oído nada,
debo decirlo, que alcance la ignominia de algunas historias que usted cuenta,
esos asesinatos de viejos campesinos a golpes de garrote. Sin embargo, lo que
oí bastaba. Estuve a punto de asistir a la ejecución de un sacerdote; durante
los minutos de espera, me preguntaba si simplemente iba a mirar o haría que me
fusilaran al tratar de intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz
casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas historias se agolpan bajo mi pluma... Pero
sería demasiado largo; ¿y para qué? Una sola bastará. Estaba en Sitges cuando
llegaron, vencidos, los milicianos de la expedición de Mallorca. Habían sido
diezmados. De cuarenta muchachos jóvenes que habían salido de Sitges, habían
muerto nueve. Sólo se supo a la vuelta de los otros treinta y
uno. La misma noche siguiente se hicieron nueve expediciones punitivas,
se mató a nueve fascistas, o supuestamente tales, en esta pequeña ciudad donde,
en julio, no había pasado nada. Entre esos nueve, un panadero de unos treinta
años, cuyo crimen era, me dijeron, haber pertenecido a la milicia de los
«somatén»; su anciano padre, del que era hijo único y el único sostén, se
volvió loco. Otra: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós
milicianos de todos los países cogió, después de una escaramuza, a un joven de
quince años que combatía como falangista. Nada más ser cogido, temblando por
haber visto cómo morían sus camaradas junto a él, dijo que se le había enrolado
a la fuerza. Se le registró, se le encontró una medalla de la Virgen y
un carné de falangista. Se le envió a Durruti, jefe de la columna, que tras
haberle expuesto durante una hora las bellezas del ideal anarquista le dio la
elección entre morir y enrolarse inmediatamente en las filas de aquellos que lo
habían hecho prisionero, contra sus camaradas de la víspera. Durruti dio al
muchacho veinticuatro horas de reflexión; al cabo de veinticuatro horas, el
chico dijo no y fue fusilado. Durruti era, sin embargo, en algunos aspectos, un
hombre admirable. La muerte de este joven héroe no ha dejado nunca de pesar
sobre mi conciencia, aunque no lo haya sabido sino después. Y esto otro: en una
aldea que rojos y blancos habían tomado, perdido, retomado, vuelto a perder, no sé
cuántas veces, los milicianos rojos, habiéndola vuelto a tomar definitivamente,
encontraron en las cuevas un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y
hambrientos, entre ellos tres o cuatro jóvenes. Razonaron así: si estos
jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos hemos retirado,
han permanecido aquí y han esperado a los fascistas, es que son fascistas.
Por lo tanto, los fusilaron inmediatamente, después dieron de comer a los demás
y se creyeron muy humanos. Una última historia, ésta de la retaguardia: dos
anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos
sacerdotes; a uno se le mató en el sitio, en presencia del otro, de un disparo
de revólver; después se dijo al otro que podía marcharse. Cuando estaba a
veinte pasos, se le abatió. El que me contaba la historia se asombró mucho de
no verme reír.
En Barcelona se mataba como media, en forma de
expediciones punitivas, a una cincuentena de hombres por noche.
Proporcionalmente, era mucho menos que en Mallorca, puesto que Barcelona es una
ciudad de casi un millón de habitantes; por otra parte, se desarrolló allí
durante tres días una sangrienta batalla callejera. Pero tal vez las cifras no
sean lo esencial en semejante materia. Lo esencial es la actitud con respecto
al hecho de matar a alguien. Ni entre los españoles, ni siquiera entre los
franceses llegados, sea para combatir, sea para darse un paseo —estos últimos
con mucha frecuencia intelectuales blandos e inofensivos—, he visto nunca
expresar, ni siquiera en la intimidad, la repulsión, el desagrado ni tan sólo
la desaprobación por la sangre vertida inútilmente. Usted habla de miedo. Sí,
el miedo ha tenido una parte en esas matanzas; pero allí donde yo estaba no he
visto la parte que usted le atribuye. Hombres aparentemente valientes —de uno
de ellos, al menos, he constatado personalmente su valor— contaban con una
sonrisa fraternal, en medio de una comida llena de camaradería, cómo habían
matado a sacerdotes o a «fascistas», término muy amplio.
En cuanto a
mi, tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y
espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya
vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando
se sabe que es posible matar sin arriesgarse a un castigo ni reprobación, se
mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a aquellos que matan. Si por
casualidad se experimenta primero cierto desagrado, se calla y pronto se lo
sofoca por miedo a parecer que se carece de virilidad. Hay ahí una incitación,
una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me
parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte. He
encontrado en cambio franceses pacíficos, que hasta ese momento yo no
despreciaba, a los que no se les habría ocurrido ir por sí mismos a matar, pero
que se sumergían en esa atmósfera impregnada de sangre con un visible placer.
Nunca podré sentir por ellos, en el futuro, ninguna estima-
Una atmósfera así
borra pronto el objetivo mismo de la lucha. Pues no se puede formular el
objetivo más que reconduciéndolo al bien público, al bien de los hombres, y los
hombres tienen un valor nulo. En un país en que los pobres son, en su gran
mayoría, campesinos, el mayor bienestar de los campesinos debe ser un objetivo
esencial para todo grupo de extrema izquierda; y esta guerra fue tal vez, ante
todo, al principio, una guerra por y contra la repartición de tierras. Y bien,
esos míseros y magníficos campesinos de Aragón, tan dignos bajo las
humillaciones, no eran para los milicianos siquiera un objeto de curiosidad.
Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad —al menos yo no vi nada de eso, y sé
que robo y violación eran merecedores, en las columnas anarquistas, de pena de
muerte— un abismo separaba a los hombres armados de la población desarmada, un
abismo semejante al que separa a los pobres y a los ricos. Se sentía en la
actitud siempre algo humilde, sumisa, temerosa de unos, en la soltura, la
desenvoltura, la condescendencia de los otros. Se parte como voluntario, con
ideas de sacrificio, y se cae en una guerra que se parece a una guerra de
mercenarios, con muchas crueldades de más y el sentido del respeto debido al
enemigo de menos.
Podría
prolongar indefinidamente estas reflexiones, pero debo limitarme. Desde que
estuve en España, oigo, leo todo tipo de consideraciones sobre España, y no
puedo citar a nadie, aparte de usted, que se haya sumergido, que yo sepa, en la
atmósfera de la guerra española y lo haya resistido. Usted es monárquico,
discípulo de Drumont: ¿qué me importa? Usted me es más cercano, sin comparación,
que mis camaradas de las milicias de Aragón, esos camaradas a los que, sin
embargo, yo amaba.
Lo
que dice del nacionalismo, de la guerra, de la política exterior francesa
después de la guerra me ha llegado igualmente al corazón. Yo tenía diez años
cuando el tratado de Versalles. Hasta entonces había sido patriota con toda la
exaltación de los niños en período de guerra. La voluntad de humillar al
enemigo vencido, que se desbordó por todas partes en ese momento (y en los años
que siguieron) de una manera tan repugnante, me curó de una vez por todas de
ese patriotismo ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país me son más dolorosas que
las que éste pueda sufrir.
Temo
haberle molestado con una carta tan larga. No me queda más que expresarle mi
más sincera admiración.
S.
Weil
Diario de España (Simone Weil)
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