El cadáver llegó a Barcelona tarde por la noche. Había
llovido todo el día, y los coches que escoltaban el féretro estaban llenos de
barro. La bandera rojinegra que cubría el coche fúnebre estaba sucia. En la
casa de los anarquistas, que antes de la revolución había sido la sede de la
Cámara de Industria y Comercio, y los preparativos ya habían comenzado el día anterior.
El vestíbulo había sido transformado en capilla ardiente. Como por milagro, todo
se había hecho a tiempo. La ornamentación era simple, sin pompa ni detalles
artísticos. De las paredes colgaban paños rojos y negros, un baldaquín del
mismo color, algunos candelabros, flores y coronas: eso era todo. Sobre
las dos puertas laterales, por donde debía pasar la multitud en duelo, se
había colocado, a la usanza española, grandes letreros donde se leía:
«Durruti os dice que entréis» y «Durruti os dice que salgáis».
El cadáver
Unos milicianos vigilaban el féretro, con los fusiles
en posición de descanso. Después, los hombres que habían venido con el ataúd
desde Madrid, lo condujeron a la casa. A nadie se le había ocurrido abrir
los grandes batientes del portal, y los portadores del féretro tuvieron que
estrecharse al pasar por una pequeña puerta lateral. Les había costado abrirse
paso a través de la multitud que se agolpaba ante la casa. Desde las galerías
del vestíbulo, que no habían sido decoradas, miraban unos curiosos. El ambiente
era de expectativa, como en un teatro. La gente fumaba. Algunos se quitaban la
gorra, a otros no se les ocurría hacerla. Había mucho ruido. Algunos
milicianos, que venían del frente, eran saludados por sus amigos. Los
centinelas trataban de hacer retroceder a los presentes. También esto causaba
ruido. El hombre encargado de la ceremonia daba indicaciones. Alguien tropezó y
cayó sobre una corona. Uno de los que llevaban el ataúd encendió cuidadosamente
su pipa, mientras la tapa del féretro era levantada. El rostro de Durruti yacía
sobre seda blanca, bajo un vidrio. Tenía la cabeza envuelta en una bufanda
blanca que le daba aspecto de árabe.
Era una escena trágica y grotesca a la vez. Parecía un
aguafuerte de Goya. La describo tal como la vi, para que se pueda entrever lo
que conmueve a los españoles. La muerte, en España, es como un amigo, un
compañero, un obrero que se conoce en el campo o el taller. Nadie se alborota
cuando viene. Se quiere a los amigos, pero no se los importuna. Se los deja ir
y venir como quieran. Quizá sea el viejo fatalismo de los moros que reaparece
aquí, después de encubrirse durante siglos bajo los rituales de la Iglesia
católica.
Durruti era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había
convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy querido, y de corazón.
Todos los allí presentes en esa hora lamentaban su pérdida y le ofrendaban
su afecto. Y sin embargo, aparte de su compañera, una francesa, sólo vi llorar
a una persona: una vieja criada que había trabajado en esta casa cuando todavía
iban y venían por allí los industriales, y que probablemente nunca lo había
conocido personalmente. Los demás sentían su muerte como una pérdida atroz e
irreparable, pero expresaban sus sentimientos con sencillez. Callarse, quitarse
la gorra y apagar los cigarrillos era para ellos tan extraordinario como
santiguarse o echar agua bendita.
Miles de personas desfilaron ante el ataúd de Durruti
durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en largas filas. Su amigo y su
líder habían muerto. No me atrevería a decir hasta qué punto era dolor y hasta
qué punto curiosidad. Pero estoy seguro de que un sentimiento les era
completamente ajeno: el respeto ante la muerte.
El entierro se llevó a cabo al día siguiente por la
mañana. Desde el principio fue evidente que la bala que había matado a Durruti
había alcanzado también al corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada
cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su féretro, sin contar las
masas que flanqueaban las calles, miraban por las ventanas y ocupaban las
azoteas e incluso los árboles de las Ramblas. Todos los partidos y
organizaciones sindicales, sin distinción, habían convocado a sus miembros. Al
lado de las banderas de los anarquistas flameaban sobre la multitud los colores
de todos los grupos antifascistas de España. Era un espectáculo grandioso,
imponente y extravagante; nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas
masas. Nada salía de acuerdo con lo planeado.
Reinaba un caos inaudito.
El comienzo del funeral había sido fijado para las
diez. Ya una hora antes era imposible acercarse a la casa del Comité Regional
Anarquista. Nadie había pensado en bloquear el camino que el cortejo fúnebre
recorría. Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se habían congregado,
se entreveraban y se impedían mutuamente el paso. El escuadrón de caballería y
la escolta motorizada que debían haber encabezado el cortejo fúnebre, se
hallaban totalmente bloqueados, estrujados por la muchedumbre de trabajadores.
Por todas partes se veían coches cubiertos de coronas, atascados e
imposibilitados de avanzar o retroceder. Con un esfuerzo mayúsculo se logró
allanar el camino para que los ministros pudieran llegar hasta el féretro.
A las diez y media, el ataúd de Durruti, cubierto con
una bandera rojinegra, salió de la casa de los anarquistas llevado en
hombros por los milicianos de su columna. Las masas dieron el último saludo con
el puño en alto. Entonaron el himno anarquista Hijos del pueblo. Se despertó
una gran emoción. Por alguna razón, o por error, se había hecho venir a dos
orquestas: una tocaba muy bajo, y la otra muy alto. No lograban tocar al mismo
compás. Las motocicletas rugían, los coches tocaban la bocina, los oficiales de
las milicias hacían señales con sus silbatos, y los portadores del féretro no
podían avanzar. Era imposible organizar el paso de una comitiva en medio de ese
tumulto. Ambas orquestas volvieron a ejecutar la misma canción una y otra vez.
Ya habían renunciado a mantener el mismo ritmo. Se escuchaban los tonos, pero
la melodía era irreconocible. Los puños seguían en alto. Por último cesó la
música, descendieron los puños y se volvió a escuchar el estruendo de la
muchedumbre en cuyo seno, sobre los hombros de sus compañeros, reposaba
Durruti. Pasó por lo menos media hora antes de que se despejara la calle para
que la comitiva pudiera iniciar su marcha. Transcurrieron varias horas hasta
que llegó a la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de metros de
allí.
H. M. Enzensberger
"El corto verano de la anarquía" (Vida
y muerte de Durruti)
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