Dr. Antonio César Moreno Cantano
En septiembre de 1936, el papa Pío XI, ante seiscientos refugiados españoles, habló del «odio a Dios verdaderamente satánico» de los republicanos. El pontífice cometía el craso error de englobar en el mismo grupo a todos los políticos o personalidades públicas que entre 1931 y el inicio de la Guerra Civil habían participado en el régimen del 14 de abril. En los últimos años, diferentes investigadores (Tezanos Gandarillas, González Gullón…) han puesto sus miras en toda una serie de sacerdotes católicos que no sólo participaron en el juego político de la República, ya sea para contener algunas de sus medidas o para aplaudirlas, sino que incluso –ya fuese por decisión propia o por circunstancias externas a su voluntad- se enfrentaron a la jerarquía eclesiástica católica. Muchos de ellos fueron privados de su labor pastoral, como Leocadio Lobo, Gallegos Rocafull, López-Doriga o Basilio Álvarez, aduciendo en muchas ocasiones a la violación o incumplimiento de algún principio del derecho canónico, sujeto el mismo a una interpretación muy subjetiva según los condicionantes que rodeaban a cada uno de estos nombres. Un caso que destaca por encima del resto en estas circunstancias es del personaje biografiado en esta obra: Jerónimo García Gallego. Su figura pone en evidencia, como en el de muchos de sus compañeros religiosos republicanos, la existencia de una «Iglesia paralela» a la Iglesia oficial, que no tuvo reparos en defenestrar a algunos de sus miembros obedeciendo a motivaciones políticas lejos de principios doctrinales, influida por un contexto, el de la República, donde toda opción que lidiase o conviviese con ella era vista como una provocación para la ortodoxia que emanó desde diferentes obispados, ya fuese el de Segovia, Granada, Madrid.
Jerónimo García Gallego nació en 1893 en el pueblo segoviano de Turégano, en el seno de una humilde familia campesina. Su paso por el Seminario de Segovia fue brillante, obteniendo en la mayoría de asignaturas la mayor de las calificaciones. Este curriculum no paso desapercibido para sus superiores, que de la mano del obispo de Segovia, Remigio Gandásegui, lo becaron para que pudiese continuar sus estudios en el Colegio Español de Roma y la Universidad Gregoriana. García Gallego mostró en su etapa en Roma que podía alcanzar un puesto destacado en la Iglesia española, no recatando elogios a su figura por parte de eminentes profesores como el neotomista Louis Billot (una de sus grandes influencias ideológicas). En esta línea se reafirmó cuando, al poco de ser nombrado doctor en Teología, logró que Gandásegui confiase en él para dirigir el importante órgano de la Acción Diocesana Segoviana, El Avance Social. No muy interesado en la labor pastoral, consiguió con éxito la canonjía de archivero en la catedral del Burgo de Osma y, a su vez, ser elegido director del medio católico Hogar y Pueblo. En este medio escribió más de doscientos artículos (muchos de los cuales se recopilaron dando lugar a la edición de casi una docena de obras) en los que rechazó los principios de los partidos políticos conservadores y de sus medios de comunicación, como El Debate.
Se presentó como independiente por la provincia de Segovia, pero muy cerca de los partidos agrarios, a las elecciones a Cortes Constituyentes de 1931. Enfrentado a las derechas segovianas, encarnadas en las figuras de Rufino Cano y el Marqués de Lozoya –que contaban con el apoyo del episcopado-, logró pese a todos los contratiempos ser el candidato más votado. Atacado constantemente desde medios como El Siglo Futuro o diarios provinciales como El Adelantado de Segovia, por sus pasadas y renovadas críticas a la actuación de El Debate o políticos como Gil Robles, despertó mayores resquemores entre la jerarquía eclesiástica de Segovia por la aceptación y acatamiento que había realizado del régimen republicano. No obstante, aceptar no significaba obedecer sin más y García Gallego se mostró como un muy activo parlamentario en temas que atentaban contra los derechos de la Iglesia. Especialmente significativa fue su campaña e intervenciones en el hemiciclo contra los artículos 3 y 24 de la Constitución republicana, es decir, aquellos que negaban la existencia de una religión de Estado y que abogaban por la disolución de las órdenes religiosas. También se expresó en contra de la ley del divorcio y de la supresión del presupuesto de Culto y del Clero.
A pesar de todo, en las nuevas elecciones de 1933 su posicionamiento ante estas medidas no le valieron para renovar su acta como parlamentario. La unión de las derechas y el valioso apoyo que recibieron del episcopado lograron su objetivo y García Gallego se vio más marginado que nunca. De paso, su dispensa de residencia coral para residir en Madrid quedó invalidada, y tras diversas gestiones (precedidas de un rechazo por parte del Obispado de Madrid y de la propia Santa Sede) logró renovarlas, aduciendo enfermedad, en 1935. No perdió el ánimo y se presentó a la campaña electoral de 1936. A diferencia de los años 1931 y 1933, el obispo Luciano Pérez Platero le negó el derecho a incurrir a ellas, sin alegar justificación de ninguna índole. No era necesario, la razón estaba clara, tanto para el propio afectado como para los medios periódicos de izquierdas (recuérdese la acertada valoración que realizó sobre esta decisión El Heraldo de Madrid). Ante el creciente poder del Frente Popular, la Iglesia no se quería arriesgar a que desde sectores de centro o de derechas, votasen al sacerdote segoviano e hiciesen peligrar la candidatura encabezada por la CEDA y el Partido Agrario. De ahí su suspensión a poco días de la celebración de las elecciones en febrero de 1936. A partir de este momento, apartado de la vida sacerdotal por motivaciones políticas, García Gallego habló abiertamente contra sus superiores, iniciando una etapa muy próxima al anticlericalismo.
Marginado por sus superiores tampoco encontró una ubicación cómoda en el Madrid de la Guerra Civil. Sin medios con los que sobrevivir y no lejos del peligro de algunos milicianos extremistas, a los que poco podía importar su compromiso con el Gobierno republicano y si causar resquemor su condición de religioso, a principios de 1937 se trasladó a Francia. Cerca de la frontera española, convivió con los católicos del PNV, forjando una estrecha alianza con el canónigo vasco, Alberto de Onaindia, muy próximo al lehendakari José Antonio Aguirre, al cual García Gallego aconsejó en su respuesta a la Carta abierta del cardenal Gomá. Igualmente participó activamente en las campañas de propaganda extranjera emprendidas por la República. De esta manera, su nombre apareció en el llamamiento a los católicos del mundo entero junto a otros sacerdotes republicanos de gran relevancia como Leocadio Lobo o José Manuel Gallegos Rocafull. Colaboró hasta el final de la contienda bélica española en La Vanguardia, donde escribió diferentes artículos reprochando la ayuda que el bando franquista recibía de las potencias fascistas y de la Iglesia española. Próximo a las tesis de Juan Negrín y a sus famosos Trece Puntos, se posicionó en la política de resistencia hasta el final.
Durante el tiempo de la Segunda Guerra Mundial, su posición en Francia se deterioró enormemente con la nueva legislación hacia los extranjeros emanada por el régimen de Vichy. Como otros religiosos españoles en su misma posición (por ejemplo Juan García Morales, refugiado en Lyon pero internado en 1941 en el campo de Gurs), fue retenido y traslado a un campo de concentración francés, en este caso cerca de Casablanca. Gracias a la mediación del Gobierno mexicano pudo salir de Europa y tras un periplo de varios meses instalarse en Cuba junto con un gran número de republicanos españoles exiliados. En la isla caribeña no tardó en ser conocido, para bien o para mal (suspicacias del Arzobispado por sus enfrentamientos con la jerarquía eclesiástica), merced a sus constantes intervenciones en instituciones y organizaciones de apoyo a la Segunda República. Pocos años antes de morir, contempló con satisfacción como el Obispado de Segovia, de la mano de su antiguo compañero del Colegio Español de Roma, el ahora obispo Daniel Llorente, le levantaba la suspensión canónica que pesaba sobre sus espaldas. Esta decisión no varió su parecer hacia cúpula católica española, pero hacia justicia a un personaje que dedicó toda su vida a defender el mensaje de Cristo, especialmente desde la tribuna política y periodística. A diferencia de otros religiosos republicanos, su campo de acción estuvo alejado del catolicismo social, interesándose más por la estructuración y organización del Estado siguiendo la teoría cristiana escolástica. Consideraba que sólo así España tendría un gobierno más justo e igualitario para todos.
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