Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil?, era el tópico al uso de aquellos días, consagrado a una actividad aristocrática en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto ingenuas: "Escribir para el pueblo, decía un maestro, ¡qué más quisiera yo!". Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, escribir; para los hombres de otras razas y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia.
Es el milagro de los genios de la
palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado
siquiera. Día llegará en que sea la suprema aspiración del poeta. En cuanto
a mí, mero aprendiz, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz a mi
modo, del saber popular.
Mi respuesta era la de un español
consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber como en España casi
todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, como en España lo
esencialmente aristocrático en cierto modo es lo popular. En los primeros meses
de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún
perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que
pretendían justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del
pueblo sobre las clases privilegiadas.
Los milicianos de
1936
Después de puesta su
vida tantas
veces por su ley al tablero...
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don
Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando diarios y revistas, los
retratos de nuestros milicianos?
Tal ves será, porque estos hombres, no
precisamente soldados, sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave
ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible, de quienes, como
dice el poeta, “ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda
única, si se pierde no hay otra, por una causa hondamente sentida. La verdad es
que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus
rostros.
Cuando una gran ciudad, como Madrid en
estos días, vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía
y en ella advertimos un extraño fenómeno compensador de muchas amarguras: la
súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos
piensan, huya o se esconda, sino que desaparece literalmente se borra, lo borra
la tragedia humana, lo borra el hombre.
La verdad es que, como decía Juan de
Mairena, “no hay señoritos, sino más bien señoritismo”, una forma, entre
varias, de hombría degradaba, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede
observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene
que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
Entre nosotros, españoles, nada
señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidémica, cuyo
origen puede encontrarse acaso en la educación jesuítica, profundamente
anticristiana y, digámoslo con orgullo, perfectamente antiespañola. Porque
“señoritismo" lleva implícita una estimativa errónea y servil, que
antepone los hechos sociales más de superficie, signos de clase, hábitos o
indumentos, a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El
señoritismo ignora, se complace en ignorar, jesuíticamente, la insuperable
dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene
su cimiento más firme y la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un
adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Si, “nadie es
más que nadie” porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay
quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. “Nadie es más que nadie”,
porque, y éste es el más hondo sentido de la frase, por mucho que valga un
hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla
Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.
Cuando el Cid, el Señor por obra de una
hombría el Cid, el Señor que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el
viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a
su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean "cómo se
gana el pan". Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias
hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el
rey Alfonso y exigiéndole, de hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no
deber su corona al fratricidio Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen
en la gesta inmortal aquellos dos infantes, de Carrión, cobardes, vanidosos y
vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas, definitivas de una aristocracia
encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la
lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría,
mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquellos tiempos.
No faltará quien piense que las sombras
de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan
hazañas tan lamentables como aquella del robledo de Corpes. No afirmaré yo
tanto porque no me gusta denigrar al adversario, pero creo con toda el alma que
la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio
de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra
vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.
Entre españoles, lo esencial humano se
encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo
no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folklore no ha traspuesto
las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que en España el
prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, pueda
aceptarse y aún convertirse en norma literaria, solo con esta
advertencia: la aristocracia española está en el pueblo,
escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos
piadosamente no excluir del goce de una literatura popular a las llamadas clases tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de
las obras que hizo suyas el pueblo y entreverarlas con frivolidades y
pedanterías. De un modo más o menos consciente es esto lo que muchas veces
hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en “El Quijote” no
proviene de concesiones hechas al gusto popular, o como se decía antes, a la
necedad del vulgo, sino por el contrario a la perversión estética de la corte.
Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable: ad pedem ittera, pero con
profundo sentido de verdad, en nuestra gran literatura casi todo lo que
no es folklore es pedantería.
Pero dejando a un lado el aspecto
español o, mejor españolista, de la cuestión se encierra a mi juicio, en
este claro dilema: o escribimos sin olvidar al pueblo, o sólo escribiremos
tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la
difusión de la cultura y el de su defensa voy a leeros palabras de Juan de
Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que proyectaba en nuestra
patria una Escuela Popular de Sabiduría Superior.
"La cultura vista
desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer
como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos,
entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la
cultura sería para los que así piensan, si esto es pensar, un despilfarro o
dilapidación de la cultura, realmente lamentable”.
¡Esto es tan lógico!... Pero es extraño
que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación
materialista de la Historia, quienes expongan una concepción tan espesamente
materialista de la difusión cultural.
En efecto, la cultura vista desde fuera,
como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede
aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos
pocos y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos
contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado
depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde
el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni en el tesoro, ni en el
depósito de la cultura, como en fondos o existencias que puedan acapararse, por
un lado, o por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a
saco por las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultural es una misma
cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante.
¿Cómo? Despertando al dormido. Y
mientras mayor sea el número de despiertos...
Para mí, decía Juan de Mairena, sólo
habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura o tránsito de
la cultura , concentrada en un estrecho círculo de elegidos o
privilegiados, a otros ámbitos más extensos, si averiguásemos que el
principio de Carnot - Clausius, rige también para esa clase de energía
espiritual que despierta al durmiente. En ese caso habríamos de proceder con
sumo tiento, porque una difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas,
una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay
averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a
una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la
constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.
Para nosotros, la cultura ni proviene de
energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al
repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa, lleva implícitas las
dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se guarda, sólo se
gana lo que se da...
Enseñad al que no sabe, despertad
al dormido, llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las
conciencias, y como tampoco es el hombre para la cultura, sino la cultura para
el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo
ingenie para levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que tan
sólo el peso de la cultura, pueda repartirse entre todos, si mañana un vendaval
de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva
algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado frondosos
necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de
una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.
Antonio
Machado
La
Vanguardia, 16 julio de 1937
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