A los camaradas. A los Sindicatos. A todos.
Un superficial análisis de la situación por que
atraviesa nuestro país nos llevara a declarar que España se halla en un momento
de intensa propensión revolucionaria, del que van a derivarse profundas
perturbaciones colectivas.
No cabe negar la trascendencia del momento ni los
peligros de este período revolucionario, porque, quiérase o no, la fuerza misma
de los acontecimientos ha de llevarnos a todos a sufrir las consecuencias de la
perturbación.
El advenimiento de la República ha abierto un
paréntesis en la historia normal de nuestro país. Derrocada la monarquía,
expulsado el rey de su trono, proclamada la República por el concierto tácito
de grupos, partidos, organizaciones e individuos que habían sufrido las
acometidas de la Dictadura y del período represivo de Martínez Anido y de
Arlegui, fácil será comprender que toda esta serie de acontecimientos habrá de
llevarnos a una situación nueva, a un estado de cosas distinto a lo que había
sido hasta entonces la vida nacional durante los últimos cincuenta años desde
la Restauración acá.
Pero si los hechos citados fueron el aglutinante que
nos condujo a destruir una situación política y a tratar de inaugurar un
período distinto al pasado, los hechos acaecidos después han venido a demostrar
nuestro aserto de que España vive un momento verdaderamente revolucionario.
Facilitada la huida del rey y la expatriación de toda
la chusma dorada y de «sangre azul», una enorme explotación de capitales se ha
operado y se ha empobrecido al país más aún de lo que estaba.
A la huida de los plutócratas, banqueros, financieros
y caballeros del cupón y del papel del Estado siguió una especulación
vergonzosa y descarada, que ha dado lugar a una formidable depreciación de la
peseta y a una desvalorización de la riqueza del país en un 50 por 100.
A este ataque a los intereses económicos para producir
el hambre y la miseria a la mayoría de los españoles siguió la conspiración
velada, hipócrita, de todas las cogullas, de todos los ensotanados, de todos
los que por triunfar no tienen inconveniente en encender una vela a Dios y otra
al diablo. El dominar, sojuzgar y vivir de la explotación de todo pueblo al que
se humilla es lo que se pasa por encima de todo.
La confabulación del elemento capitalista monárquico.
Las consecuencias de esta confabulación de procedimientos criminales son una
profunda e intensa paralización en los créditos públicos, y, por tanto, un
colapso en todas las industrias, que provoca una crisis espantosa, como quizá
jamás se habrá conocido en nuestro país. Talleres que cierran, fábricas que despiden
a sus obreros, obras que se paralizan o que ya no comienzan, disminución de
pedidos en el comercio, falta de salida a los productos naturales, obreros que
pasan semanas y meses sin colocación, infinidad de industrias limitadas a dos,
tres y unas pocas a cuatro días de trabajo. Los obreros que logran la semana
entera de trabajo, que puedan acudir a la fábrica o al taller seis días, no
exceden del 30 por 100. El empobrecimiento del país es ya un hecho consumado y
aceptado.
Al lado de todas estas desventajas que el pueblo sufre
se nota la lenidad, el proceder excesivamente legalista del Gobierno. Salidos
todos los ministros de la revolución, la han negado, apegándose a la legalidad
como el molusco a la roca, y no dan pruebas de energía sino en los casos en que
de ametrallar al pueblo se trata. En nombre de la República, para defenderla
según ellos, se utiliza todo el aparato de represión del Estado y se derrama la
sangre de los trabajadores cada día. Ya no es esta o la otra población; es en
todas, donde el seco detonar de los máuseres va segando vidas lozanas y
jóvenes.
Mientras tanto, el Gobierno nada ha hecho ni nada hará
en el aspecto económico. No ha expropiado a los grandes terratenientes,
verdaderos ogros del campesino español; no ha reducido en un céntimo las
ganancias de los especuladores de la cosa pública; no ha destruido ningún
monopolio; no ha puesto coto a ningún abuso de los que explotan y medran con el
hambre, el dolor y la miseria del pueblo. Se ha colocado en situación
contemplativa cuando se ha tratado de mermar privilegios, de destruir
injusticias, de evitar latrocinios, tan infames como indignos.
¿Cómo extrañarnos, pues, de lo que ocurre? Por un
lado, altivez, especulación, zancadillas con la cosa pública, con los valores
efectivos, con lo que pertenece al común, con los valores sociales. Por otro
lado, lenidad, tolerancia con los opresores, con los explotadores, con los
victimarios del pueblo, mientras a éste se le encarcela y persigue, se le
amenaza y extermina.
El pueblo, pasando hambre, ve cómo se le escamotea la
revolución. Y como digno remate a esto, abajo, el pueblo, sufriendo, vegetando,
pasando hambre y miseria, viendo cómo le escamotean la revolución que él ha
hecho; en los cargos públicos, en los destinos judiciales, allí donde puede
traicionarse la revolución, siguen aferrados a ellos los que llegaron por favor
oficial del rey o por la influencia de los ministros.Esta situación, después de
haber destruido un régimen, demuestra que la revolución que ha dejado de hacerse
deviene, inevitable y necesariamente. Todos lo reconocemos así. Los ministros
reconociendo la quiebra del régimen económico; la Prensa constatando la
insatisfacción del pueblo, y éste rebelándose contra los atropellos de que es
víctima.
Todo, pues, viene a confirmar la inminencia de
determinaciones que el país habrá de tomar para, salvando la revolución,
salvarse.
Siendo la situación de honda tragedia colectiva,
queriendo el pueblo salir del dolor que le atormenta y mata, y no habiendo más
que una posibilidad, la revolución, ¿cómo afrontarla?
La Historia nos dice que las revoluciones las han
hecho siempre las minorías audaces, que han impulsado al pueblo contra los
Poderes constituidos. ¿Basta que estas minorías quieran, que se lo propongan,
para que en situación semejante la destrucción del régimen imperante y de las
fuerzas defensivas que lo sostienen sea un hecho? Veamos. Esas minorías,
provistas de algunos elementos agresivos, en un buen día, y aprovechando una
sorpresa, plantan cara a la fuerza pública, se enfrentan con ella y provocan el
hecho violento, que puede conducirnos a la revolución. Una preparación
rudimentaria, unos cuantos elementos del choque para comenzar, y ya es
deficiente. Fían el triunfo de la revolución al valor de unos cuantos individuos
y a la problemática intervención de las multitudes que les secundarán cuando
estén en la calle.
Sin táctica revolucionaria no es posible luchar con el
Estado. No hace falta prevenir nada, ni contar con nada, ni pensar más que en
lanzarse a la calle para vencer a un mastodonte: el Estado. Pensar que éste
tiene elementos de defensa formidables, que es difícil destruir mientras que
sus resortes de poder, su fuerza moral sobre el pueblo, su economía, su
justicia, su crédito moral y económico no estén quebrantados por los
latrocinios y torpezas, por la inmoralidad e incapacidad de sus dirigentes y
por el debilitamiento de sus instituciones; pensar que mientras que esto no
ocurra puede destruirse el Estado es perder el tiempo, olvidar la Historia y desconocer
la propia psicología humana. Y esto se olvida, se está olvidando actualmente. Y
por olvidarlo todo, se olvida hasta la propia moral revolucionaria.
Todo se confía al azar, todo se espera de lo
imprevisto, se cree en los milagros de la santa revolución como si la
revolución fuese alguna panacea y no un hecho doloroso y cruel que ha de forjar
el hombre con el sufrimiento de su cuerpo y el dolor de su mente. Este concepto
de la revolución, hijo de la más pura demagogia, patrocinado durante decenas de
años por todos los partidos políticos que han intentado y logrado muchas veces
asaltar el Poder, tiene, aunque parezca paradójico, defensores en nuestros
medios y se ha reafirmado en determinados núcleos de militantes. Sin darse
cuenta caen ellos en todos los vicios de la demagogia política, en vicios que
nos llevarían a dar la revolución, si se hiciera en estas condiciones y se
triunfase; al primer partido político que se presentase, o bien a gobernar
nosotros, a tomar el Poder para gobernar como si fuéramos un partido político
cualquiera.
¿Podemos, debemos sumarnos nosotros; puede y debe
sumarse la Confederación Nacional del Trabajo a esa concepción catastrófica de
la revolución, del hecho, del gesto revolucionario?
Frente a este concepto simplista y un tanto peliculero
de la revolución, que actualmente nos llevaría a un fascismo republicano, con
disfraz de gorro frigio, pero fascismo al fin, se alza otro, el verdadero, el
único de ese sentido práctico y comprendido, el que puede llevarnos, el que nos
llevará indefectiblemente a la consecución de nuestro objetivo final.
Quiere éste que la preparación no sea solamente de
elementos aguerridos, de combate, sino que se han de tener éstos y además
elementos morales, que hoy son los más fuertes, los mas destructores y los más
difíciles de vencer.
Cómo debe hacerse la futura revolución. No fía la
revolución exclusivamente a la audacia de minorías más o menos audaces, sino
que quiere que sea un movimiento arrollador del pueblo en masa, de la clase
trabajadora, caminando hacia su liberación definitiva, de los Sindicatos y de
la Confederación, determinando el hecho, el gesto y el momento propicio de la
revolución.
No cree que la revolución sea únicamente orden,
método; esto ha de entrar por mucho en la preparación y en la revolución misma;
pero dejando también lugar suficiente para la iniciativa individual, para el
gesto y el hecho que corresponde al individuo.
Frente al concepto caótico e incoherente de la
revolución que tienen los primeros se alza el ordenado, previsor y coherente de
los segundos. Aquello es jugar al motín, a la algarada, a la revolución; es, en
realidad, retardar la verdadera revolución.
Es, pues, la diferencia bien apreciable. A poco que se
medite se notarán las ventajas de uno a otro procedimiento. Que cada uno decida
cuál de las dos interpretaciones adopta.
Fácil será pensar a quien nos lea que no hemos escrito
y firmado lo que procede por placer, por el caprichoso deseo de que nuestros
nombres aparezcan al pie de un escrito que tiene carácter público y que es
doctrinal.
Nuestra actitud está fijada; hemos adoptado una
posición que apreciamos necesaria a los intereses de la Confederación, y que se
refleja en la segunda de las interpretaciones expuestas sobre la revolución.
Somos revolucionarios, sí; pero no cultivadores del
mito de la revolución. Queremos que el capitalismo y el Estado sea rojo, blanco
o negro, desaparezcan; pero no para suplantarlo por otro, sino para que, hecha
la revolución económica por la clase obrera, pueda ésta impedir la restauración
de todo poder, sea cual fuere su color.
"Queremos una revolución nacida de un hondo
sentir del pueblo, como la que hoy se esta forjando, y no una revolución que se
nos ofrece, que pretenden traer unos cuantos individuos, que si a ella
llegaran, llámense como quieran, fatalmente se convertirían en dictadores al
día siguiente de su triunfo.
Pero esto lo queremos y deseamos nosotros. ¿Lo quiere
también así la mayoría de militantes de la organización?
He aquí lo que importa dilucidar, lo que hay que poner
en claro cuanto antes.
La Confederación no ha sistematizado nunca la
violencia ni el desorden.
La Confederación es una organización revolucionaria,
no una organización que cultive la algarada, el motín, que tenga el culto de la
violencia por la violencia, de la revolución por la revolución.
Considerándolo así, nosotros dirigimos nuestras
palabras a los militantes todos y les recordamos que la hora es grave y
señalamos la responsabilidad que cada uno va a contraer por su acción o por su
omisión.
Si hoy, mañana, pasado, cuando sea, se los invita a un
movimiento revolucionario, no olviden que ellos se deben a la C.N.T., a una
organización que tiene el derecho a controlarse a sí misma, de vigilar sus
propios movimientos, de actuar por su propia iniciativa y de determinarse por
su propia voluntad. Que la Confederación ha de ser la que, siguiendo sus propios
derroteros, debe decir cómo, cuándo y en qué circunstancias ha de obrar; que
tiene personalidad y medios propios para hacer lo que deba hacer.
Que todos sientan la responsabilidad de este momento
excepcional que vivimos. No olviden que así como el hecho revolucionario puede
conducir al triunfo, y que cuando no se triunfa se ha de caer con dignidad,
todo hecho esporádico de la revolución conduce a la reacción y al triunfo de
los demagogos.
Ahora que cada cual adopte la posición que mejor
entienda. La nuestra ya la conocen, y firmes en este propósito, la mantendremos
en todo momento y lugar, aunque para mantenerla seamos arrollados por la
corriente contraria.
Barcelona, agosto de 1931
Juan López, Agustín Gibanel, Ricardo Fornells, José
García, Daniel Navarro, Jesús Rodríguez, Antonio Vallabriga, Ángel Pestaña,
Miguel Portolés, Joaquín Rovira, Joaquín Lorente, Progreso Alfarache, Antonio
Penarroya, Camilo Piñón, Joaquín Cortés, Isidro Gabini, Pedro Massoni,
Francisco Arín, José Cristiá, Juan Dinarés,
Roldán Cortada, Sebastián Clara, Juan Peiró, Ramón Viñas, Federico Úbeda, Pedro
Cané, Mariano Prats, Espartaco Puig, Narciso Marco y Jenaro Minguet.
[Manifiesto publicado en L’Opinió, Barcelona, 30-VIII-1931, y en La
Tierra, Madrid, 1-IX-1931
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