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742. El hilo de la trama




Palabras pronunciadas por Juan Negrín López, jefe de Gobierno de la II República española, en el almuerzo de la Asociación Internacional de Periodistas acreditados ante la Sociedad de Naciones (Ginebra, 14 de septiembre de 1937)
   

Si nosotros, los fisiólogos, fuéramos llamados alguna vez a rehacer el protocolo de los banquetes, podéis estar seguros de que se invertiría el orden acostumbrado y se empezaría por los discursos.

Un discurso chispeante es un buen opagogo -perdonad la pedantería profesional- y el mejor de los cocktails para animar la alegría de la mesa. Y una plática pesada, colocarla al principio, como un entremés más, por lo menos no perturba la digestión.

Pero mientras no se eche mano de nuestra pericia para establecer un nuevo rito, no hay más remedio que seguir las reglas.

La ocasión exige, y lo celebro, que empiece por rendir un homenaje a la prensa como institución.

Se me ha dicho al oído que estamos como entre compañeros, en un círculo muy discreto donde rige como ley el secreto de lo que se habla. Por lo tanto, podré dirigirme a vosotros con toda franqueza y deciros que mis alabanzas a la prensa no pueden menos de ir acompañadas de un poco de amargura y de dulzor.

Repasando mis recuerdos clásicos, un poco perturbados por los cuidados y las preocupaciones de mi nuevo oficio, tropiezo con el caso bien conocido de aquel espíritu agudo, Esopo -si no me equivoco-, excelente cocinero por añadidura, quien, al pedirle su amo que le sirviera un día el mejor de los platos y el peor otro día, las dos veces le preparó lengua. Lo más delicioso y lo más desagradable que había podido encontrar en Atenas era eso: lengua. Lo mismo ocurre con la prensa, que puede ser el mejor y el peor de los manjares espirituales.

Ya sé que la prensa sería muy otra cosa si estuviera hecha siempre por periodistas y sólo por periodistas. ¡Pero hay tantos factores que deforman la verdad a través de la prensa! La pasión, los intereses, nobles a veces... pero no siempre.

Pues bien: la perfección, si es que existe, no se logra de una vez; pero la verdad -y esta sí que existe- acaba por imponerse. Ahí es donde se refugia la esperanza de mi país, a menudo maltratado por la prensa, por cierta prensa, instrumento, en la ocasión, de las peores ambiciones.

Nolens volens me he puesto a hablar de mi país, de España. No temáis que os aburra con el cuento de nuestras luchas y de nuestros problemas interiores. No es nuestro estilo. Jamás un español vendrá a querellarse de sus propios compatriotas ante jueces extranjeros. Si por azar se produjera un caso semejante, se trataría, no os quepa la menor duda, de gentes guiadas por manos extranjeras que abusan de su apasionada ceguera.

No, eso no entra en nuestra manera, ni tampoco lo permitiría nuestro orgullo. Yo no digo que nuestro estilo sea mejor o peor que otros, pero es nuestro estilo y a él nos atenemos. Nosotros nos bastamos para resolver nuestros propios asuntos. No queremos la ayuda de nadie.

Este ha sido siempre el principio de España. Y lo seguimos manteniendo.

Pero ha habido extranjeros, a los que España había acogido gratamente, que se han valido de esta buena acogida para -instrumentos de una política de expansión económica e imperialista de otros países- sembrar la discordia entre los españoles, azuzando certeramente los extremismos de un lado y de otro.

Hoy estamos en posesión del hilo de la trama, que prueba una vez más la maravillosa técnica de los medios que dominan en ciertos países, maestros en el arte de la trapacería en las relaciones internacionales. Hemos sido las primeras víctimas. Tened cuidado. No seremos las últimas.

Primero, sembrar la discordia interior; después, estimular y provocar la rebelión, ayudar con todos los recursos en material y en hombres, que servirán, llegado el momento, para asegurar y retener los triunfos robados. He aquí el nuevo método empleado para conquistar un país y apropiarse de sus recursos y sus riquezas.

Esta es la verdad; todo el mundo es testigo. Es un peligro, y es menester que este testigo se conmueva y despierte.

Una hábil propaganda, bien organizada e iniciada de antemano, esparce una nueva leyenda contra España: la leyenda roja.

Ha habido una leyenda negra sobre nuestra patria. Se servía, exagerándolos, de hechos que se han producido en todas partes en épocas de luchas religiosas y de intransigencia. Al convertirlos en patrimonio exclusivo de España, se la hacía víctima de la mayor de las injusticias. Ha llegado, ahora, el momento de la leyenda roja.

Algunos napoleonóides de tiempos de paz que, después de unas paradas militares, más o menos fanfarronas, sienten el gusto de pronunciar discursos retumbantes, se han dedicado últimamente a ultrajar sin medida a mi patria.. Como ha dicho en alguna parte Maquiavelo, les falta la sonrisa para ser príncipes.

Dicen que la rebelión militar -que ha sido provocada por ellos totalmente- se ha producido para impedir que el comunismo se apoderara de España, y que si ellos la han apoyado se debe -notable confesión- a que tenían intereses que defender en nuestra tierra.

Señores, cuando el complot urdido por el signor Mussolini y herr Hitler estalló entre nosotros, con la ayuda de unos cuantos ingenuos insensatos, desviados por esos espíritus satánicos, el gobierno de España era un gobierno republicano moderado, en el que no había socialistas ni comunistas.

Señores, España, en este momento, y aún largo tiempo después, era uno de los raros países de Europa que no habían restablecido las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética.

Señores, cuando la U.R.S.S., país al que nos une en estos momentos un cordial amistad, ha apoyado diplomática y moralmente la justicia de nuestra causa, lo ha hecho siempre sin contrapartida, sin demanda alguna. Y de este desinterés nacen nuestra amistad y nuestro reconocimiento hacia Rusia.

España es y quiere ser un país democrático. Abomina de toda especie de dictadura, tan contraria a nuestro espíritu, y de aquí es de donde su gobierno saca su mayor fuerza.

Con arreglo a esa leyenda se lanzan sobre nosotros las peores injurias. ¡Ironía singular! Esto lo hace un hombre que ha desterrado, maltratado, torturado, mandado matar a los mejores de entre sus compatriotas por motivos raciales, religiosos, políticos u otros. Un hombre que ha reproducido, mejorándola, la noche de San Bartolomé, y que esa misma noche recorrió el país para ejecutar personalmente, pistola en mano, a su íntimo amigo.

Nosotros, los que regimos los destinos de España, nunca manchamos nuestras manos.

En una época dura, época de exaltación y de revuelta, en que los crímenes y la provocación, como ha ocurrido en todos los países en casos parecidos, han marcado su huella, los diversos gobiernos han tratado siempre de conseguir y han conseguido por fin restablecer el orden y la autoridad y han castigado y castigarán los abusos y los excesos. 

Hombres de los que algunos jamás sintieron ambiciones políticas ni ansias de mando, de los que algunos sienten un irónico desdén, por no decir menosprecio, por la notoriedad, la celebridad y la gloria, estos hombres se han reunido para servir a su patria y también -tienen conciencia de ello- al mundo entero.

Nosotros creemos en los destinos de España, cuyo sentido de universalidad es el sello característico de toda su historia y de las manifestaciones de su espíritu.

Mirad la historia española del XV al XVII, ved los precursores de la nueva concepción de la organización de los naciones; entre los ortodoxos, un Mariana, un Vitoria, un Suárez; entre los herejes, un Valdés y un Servet. Ved a los ignacianos, cuya base prístina es el sentido de universalidad. Contemplad nuestro arte, o nuestra mística, tan esencialmente española y de aliento tan sobrehumano y supraterreno, universal en un grado infinito.

Nuestro país saldrá de esta prueba fuerte, unido, independiente, y los españoles, todos los españoles, se esforzarán en colocarlo en el lugar que le corresponde.

Y entonces, solamente entonces, la prensa, el mundo, la historia, nos harán justicia. Ello servirá para aplacar un poco el dolor de nuestros desgarrones, pero la sonrisa irónica no desaparecerá de nuestros labios.


Juan Negrín López 
14 de septiembre de 1937











   

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