El historiador Francisco Espinosa analiza y delimita el concepto de “desaparecido” entre el conjunto de represaliados por el franquismo.
La mayoría de esas desapariciones tuvieron lugar entre
el golpe militar del 18 de julio de 1936 y febrero del año siguiente.
Hay que definir y acotar una palabra que se usa con
demasiada facilidad y que corre el riesgo de perder su sentido. Urge además
clarificarlo para saber claramente de qué hablamos cuando nos referimos a los
desaparecidos a consecuencia del golpe militar del 18 de julio. De entrada y
muy en general podríamos llamar desaparecido a la persona, detenida ilegalmente
por motivos políticos, cuyo rastro se pierde en el proceso represivo.
La geografía de los desaparecidos, como la de las
fosas comunes, se superpone a la geografía del golpe militar triunfante. Un
proceso que se abre en julio con la ocupación de medio país y se cierra en
abril de 1939. Pero fue especialmente en los territorios ocupados desde los
primeros momentos donde los golpistas aplicaron el plan de exterminio de sus
enemigos políticos y de clase. En noviembre de 1936, cuando el golpe se convierte
en guerra, los países fascistas se vuelcan con Franco y éste pasa a ser el jefe
único y absoluto de los sublevados, se producen una serie de cambios que se
impondrán paulatinamente y que pueden darse por establecidos en marzo de 1937.
Me refiero a la estrategia del terror, al paso de los bandos de guerra al de
los consejos de guerra sumarísimos de urgencia, procedimiento este que se
prolongará hasta los primeros años cuarenta, cuando con motivo del derrumbe
nazi-fascista la dictadura considere oportuno dar por concluida la matanza
iniciada en julio de 1936.
“Ya no necesita comer”. De esa forma informaban a las
familias que el preso había sido ejecutado.
Es pues en esos meses que van de julio de 1936 a
febrero de 1937 cuando se producen la mayor parte de los casos de desaparición.
Personas detenidas por grupos militares o paramilitares cuyas familias intentan
localizarlos y ayudarles. Dado el número de locales habilitados como prisiones
y la desproporcionada cantidad de personas detenidas, la alimentación de éstas
recayó sobre los familiares, que debieron peregrinar de sitio en sitio hasta
dar con quien buscaban y acercarse todos los días para llevarle ropa y
alimento. Todo ello hasta que un día, y esto forma parte de la memoria familiar
de mucha gente, se le comunicaba que el preso “ya no necesitaba comer”.
Inmediatamente se iniciaba otro peregrinaje por los
lugares de muerte más habituales para tratar de localizar el cadáver y tratar
de darle sepultura digna. Algunas veces esto se hizo con el visto bueno de la
autoridad militar. Podrían citarse dos casos conocidos: el de García de Leaniz
en Sevilla o el de los hermanos Pla en Badajoz, todos pertenecientes a
conocidas familias burguesas a las que por mediaciones varias se concedió este
privilegio. También sabemos de casos en los que en los años cuarenta y
cincuenta se abrieron algunas fosas para sacar los restos de algunas personas.
En este sentido resultaron claves las notas tomadas en el 36 por los propios
enterradores. Desconocemos la magnitud de estos casos. Sin embargo la mayor
parte de las víctimas quedaron para siempre en las fosas abiertas para la
ocasión.
En el suroeste la mayor parte de las fosas, todas las
de las grandes ciudades por ejemplo, se abrieron dentro de los cementerios. Sin
embargo en pueblos de zonas rurales hubo también fosas abiertas en descampados
e incluso en fincas privadas. Por documentos que se conservan en los archivos
municipales sabemos que los Ayuntamientos se encargaron de dar sepultura a los
cadáveres abandonados en sus términos. Los nombres de las víctimas no fueron
recogidos; si acaso se hizo constar en el registro el número de “desconocidos”
que eran inhumados. En ocasiones, debido a la confluencia de varios pueblos, se
optó por un punto intermedio donde el número de muertos acumulados obligó a
abrir una fosa. Actualmente buen número de ellas se encuentran bajo
construcciones de nichos levantadas posteriormente. En otros casos (Huelva,
Badajoz) se han conservado como zonas de césped y se ha erigido una lápida
conmemorativa. En algunos lugares, caso de Sevilla, los restos de las dos fosas
principales, fueron trasladados al osario general en los años sesenta. Por su
parte las fosas abiertas fuera de los cementerios, bastante controladas por los
mapas de fosas recientemente elaborados, plantean numerosos problemas, como
prueba lo que viene ocurriendo en Extremadura, donde muy pocos de los trabajos
realizados han dado resultado.
Entre julio de 1936 y febrero de 1937 es cuando se
producen la mayor parte de los casos de desaparición.
Recordemos que durante esos meses del bando de guerra
se celebraron en general muy pocos consejos de guerra. Casi siempre a militares
y marcados por el carácter ejemplarizante en el caso de civiles. Pero en esto,
como en otras cosas, los golpistas actuaron con bastante autonomía, de forma
que si en el sur se impusieron los terroríficos bandos en Galicia se adelantó
de manera selectiva la maquinaria represiva de los consejos de guerra. De cara
a lo que tratamos la diferencia es importante: los bandos no dejaban huella de
la víctima salvo en los archivos de los organismos represores, mientras que los
consejos de guerra que concluían en pena de muerte acababan con un certificado
médico de defunción y con la comunicación al Registro Civil para su
inscripción. Sin embargo, por más que se supiera que había acabado en una fosa
común, en la mayor parte de estos casos no quedaba constancia oficial del lugar
de la inhumación, motivo por el cual también entran dentro de la categoría de
desaparecidos. Una excepción sería la ciudad de Huelva, cuyos consejos de
guerra indican incluso el lugar exacto donde fueron enterrados los
condenados a muerte. Otra excepción sería Córdoba, donde también se indica el
lugar de enterramiento (por ejemplo hay personas de las que se dan las
coordenadas y la profundidad a la que han sido enterradas en la fosa común:
siete metros).
Esto marca una serie de diferencias muy importantes
entre las zonas ocupadas entre julio de 1936 y febrero de 1937, y las que lo
fueron posteriormente, donde se fue un poco más cuidadoso con las formalidades.
Sería el caso de los territorios ocupados tras la puesta en marcha de la
Fiscalía del Ejército de Ocupación, presidida por el jurídico militar Felipe
Acedo Colunga y que inició sus actividades en la ciudad de Málaga en febrero
del 37. De su contundencia dan muestra estas cifras: 2.168 víctimas de febrero
a diciembre de 1937 (febrero: 627, marzo: 877, abril: 365…), todas ellas
inscritas en el Registro Civil de Málaga; mientras tanto, en los pueblos
ocupados se seguía con los bandos de guerra. Sin embargo, en Málaga, pese a la
inscripción registral, no quedó rastro individualizado del lugar donde cada
persona fue inhumada.
Por el decreto 67 de 10 de noviembre de 1936 y aunque
no se mencionara a las víctimas de la represión se abrió una puerta a la
inscripción de las personas desaparecidas en los meses anteriores. Dicho
proceso se extenderá a los largo de varias décadas: primero en los cuarenta y
cincuenta, luego descenderá en los sesenta y setenta y emergerá de nuevo
durante la transición y en los años ochenta y noventa a consecuencia de la Ley
de Pensiones de Guerra de 1979. De todo esto podemos hacernos una idea por el
caso de Huelva, una provincia muy afectada por la represión: entre 1936 y 1990
fueron inscritas en los libros de defunciones de la provincia 3.040 personas,
de las que sólo 520 serían inscripciones realizadas en plazo legal; el resto
fueron diferidas: 1.989 entre 1936 y 1975 y 531 desde 1979 a 1990. Pero lo que
hay que tener en cuenta es que estos 3.040 casos representan menos del 50 % de
las personas asesinadas en la provincia. Tenemos constancia de que fueron más
de seis mil pero sólo podemos dar la identidad de algo menos de la mitad de los
que aún quedan por inscribir.
¿Podemos considerar desaparecidos a estos más de
cuatro mil onubenses asesinados entre 1936 y 1945? No. En el caso de Huelva,
como se ha dicho, habría que exceptuar a los que lo fueron por sentencia de
consejo de guerra. Por el contrario sí habrá que tener en cuenta a los
asesinados tras consejo de guerra en las restantes ciudades que hemos estudiado
(Badajoz, Sevilla, Málaga). Hubo también familias que, pese al consejo de
guerra, la sentencia y la inscripción, nunca supieron qué fue de los
suyos. Nadie se lo comunicó. En todo caso, ¿qué representa el número de
asesinados por sentencia respecto al del total de desaparecidos? En el suroeste
muy poco. En el caso de Huelva, con más de seis mil, no pasan de 400; en el de
Badajoz, con más de siete mil asesinados censados hasta ahora (falta media
provincia), sobrepasa ligeramente los mil casos, y en el de Sevilla-provincia
de once mil quinientas víctimas sólo pasaron por los tribunales militares 631.
Es decir, la desproporción es absoluta.
Incluso cabría hacer una matización más: hubo personas
que pasaron por consejo de guerra y que fueron inscritas en los registros
civiles a las que podemos considerar desaparecidos. No ya porque no exista
constancia oficial del lugar donde yacen los restos, sino simplemente porque ni
una cosa ni otra se comunicó a la familia, que quedó tan a oscuras como si se
tratarse de un desaparecido por bando de guerra. Esto ocurrió con frecuencia
cuando comenzó a actuar la Fiscalía del Ejército de Ocupación a partir de
febrero de 1937. En Málaga, por ejemplo, fueron asesinadas muchas personas de
provincias limítrofes cuyas familias nunca supieron qué fue de ellas. Y en este
mismo sentido hubo numerosos casos de familias a las que nunca se comunicó la
inscripción del familiar en el registro civil, tanto en un caso como el citado
de Málaga como en otros donde la inscripción se hizo por orden superior sin
decir nada a los familiares. A la larga estas irregularidades produjeron casos
de dobles y triples inscripciones. No obstante, la mayor parte de los que
llegaron a los libros de defunciones lo fueron por necesidades de sus familias.
Por otra parte hay que tener también en cuenta que
incluso cuando se decidió canalizar la represión por los consejos de guerra
sumarísimos de urgencia no se dejó de recurrir cuando convino al anterior
procedimiento de los bandos de guerra, que todo lo permitían. Es decir, que
siguió habiendo casos de desaparecidos siempre y que en ciertos momentos especiales,
casi todos asociados al grave problema de quienes tuvieron que huir de la
represión y a la prolongada resistencia armada contra la dictadura, o sea,
desde los años de la guerra hasta finales de los cuarenta (1947-1949), se
siguieron produciendo irregularidades de todo tipo, como por ejemplo casos de
personas asesinadas en lugares aislados que eran enterradas allí mismo sin
dejar huella alguna.
Todas estas consideraciones muestran las dificulta-des
de la investigación y lo complicado que puede resultar establecer cuáles de las
personas incluidas en los listados no entran dentro de la categoría de
desaparecidos.
Hay más problemas. Las columnas de Franco fueron
eliminando en su marcha hacia Madrid a los milicianos republicanos que
apresaban. Basta mirar el Diario de operaciones de Varela o los escritos de
algunos capellanes castrenses (especialmente el padre Huidobro, que llegó a
denunciar estos hechos). Por supuesto no se molestaron en inscribirlos en
registro alguno. Esto desborda ampliamente el concepto de “víctimas en acción
de guerra”, concepto que desborda nuestro objetivo y que queda fuera de nuestro
campo de análisis.
Otro ejemplo de esta ambigüedad serían los casos de
personas fallecidas en defensa de sus localidades o fruto de los bombardeos
previos a la ocupación. Los registros no sólo no informan de esta circunstancia
sino que, con el claro objetivo de ocultar la represión, para rellenar la causa
de muerte recurrieron en cientos de casos a la formula “Choque con la fuerza
pública”, a sabiendas de que se trataba de personas a las que se aplicó el
bando de guerra. Es éste un terreno en el que, faltándonos como nos faltan los
informes militares realizados tras la toma de pueblos y ciudades, informes a
los que se aludía en los propios documentos militares y que detallaban bajas
propias y ajenas, número de detenidos, etc., todos son conjeturas.
Dicho esto, podemos decir que, en relación con el
golpe militar del 18 de julio de 1936, un desaparecido es la persona que,
inscrita o no en el registro de defunciones, habiendo pasado o no por consejo
de guerra, fue detenida ilegalmente, recluida en lugar conocido o no y
asesinada, careciéndose de constancia oficial sobre el lugar donde yacen sus
restos.
(Artículo publicado por el historiador Francisco
Espinosa para Todos Los Nombres).
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