La principal confesión estaba
implícita en mis primeras palabras, aquellas por las cuales os dije que yo
podía ofreceros frutos de experiencia y no síntesis de teorías. He frecuentado
poco los libros y deambulado quizá en demasía por la calle. De ello se deduce
que me adscribí al socialismo por sentimiento, no por convicción teórica. Y
si esto podía ser de absoluta legitimidad, porque mis dieciséis años y mi
miseria no me habían consentido estudiar, acaso no la tenga para vosotros la
siguiente afirmación: sigo siendo socialista por
sentimiento, no comparto, en su integridad, todas las teorías socialistas y
menos aún todos los fundamentos, supuesta o realmente científicos, de ellas.
Por consiguiente, brindo a los críticos la ocasión de hundir su escalpelo en
cuanto yo pase a decir ahora, por lo que contradiga las teorías clásicas del
colectivismo. No me he arrepentido nunca de militar donde milito. El
arrepentimiento, de existir, me habría empujado a marcharme hacia otras filas
que pudieran estar más en consonancia con mis ideas personales. Nunca
encontré, ni las busqué, esas agrupaciones. Donde mis ideas han estado siempre
acopladas, y siguen estándolo, es en el Partido Socialista, acaso no por
resplandores de mi inteligencia, sino por afectos de mi corazón, que me dice,
que me ha dicho, y creo que me seguirá diciendo hasta la hora de morir,
que la verdadera justicia está con nosotros, en la igualdad de los
hombres, en el socialismo. (Aplausos.) Además, en parte alguna descubrí tanta
abnegación y tanto sacrificio como entre las huestes socialistas.
Mi segunda confesión viene a
un plano de relativa actualidad y será más sugestiva para vosotros y más
dolorosa para mí. Aquí he de empalmar mis palabras de hoy con otras que
pronuncié en el discurso de 21 de abril de 1940, al inaugurarse el Círculo
Pablo Iglesias, palabras que abarcan, en cierto modo, todo este período trágico
de la vida española. Me refiero al movimiento revolucionario de 1934. Me
declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España
entera, de mi participación de aquel movimiento revolucionario. Lo declaro,
como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la
génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo.
Por mandato de la minoría parlamentaria socialista hube yo de anunciarlo sin
rebozo desde mi escaño del Parlamento. Por indicaciones, a las que luego
aludiré, hube de trazar en el Teatro Pardiñas, el 3 de febrero de 1934, en una
conferencia que organizó la Juventud Socialista, lo que creí que debía ser el
programa del movimiento. Y yo —algunos que me están escuchando desde muy
cerca, saben a qué me refiero— acepté misiones que rehuyeron otros porque tras
ellas asomaba, no sólo el riesgo de perder la libertad, sino el más doloroso de
perder la honra. Sin embargo, las asumí.
Aquel movimiento pudo haber
sido innecesario. Fue inútil en cuanto a resultados prácticos y glorioso por
el espíritu de sacrificio de nuestras masas, que se manifestó de manera tan
heroica y cruenta en las montañas de Asturias.
Os dije el 21 de abril de
1940 —ahora quienes me escucháis sois muchos más que
entonces—, esto que traigo copiado: «El primer error —terrible error— fue el
aislamiento en que nos hubimos de situar los socialistas en las
elecciones de 1933, cuando, al producir, en casi todas partes, una desunión
profunda con respecto a las fuerzas más sanas del republicanismo, se dio la
paradoja de que, habiendo obtenido las izquierdas mayor número de sufragios
que las derechas, éstas lograran mayoría en el Parlamento y se adueñaran del
Poder. Los votos de las izquierdas quedaron repartidos anárquica y
estúpidamente en una porción de candidaturas, cuando, agregados todos ellos a
una sola, hubieran afirmado en el nuevo Parlamento la misma voluntad izquierdista
que estuvo plasmada en las Cortes Constituyentes. Error, tan fácil de evitar,
nacido de nuestra petulancia, condujo a que las derechas (período
Gil-Robles-Lerroux) se apoderaran del Gobierno y nos llevó a la rebelión de
octubre de 1934, que llegó a cuajar heroica y sangrientamente en Asturias, y
la cual sirvió para hacer más profundo el abismo político que
dividía a España. Tras la represión de Asturias toda concordia parecía imposible.
La estela de sucesos de aquella naturaleza no se disipa en el breve período de
unos meses, como no se podrá deshacer en muchos años la estela del franquismo
sanguinario. A un régimen que al cabo de año y pico ahorca y fusila —¡año y
pico entonces, ahora ya son tres años!— a quienes en
lucha abierta se opusieron a él, le asfixiará el oprobio, y durante largo
tiempo no podrá extinguirse el rencor originado por tanta vileza y tanto
crimen decretados desde el Poder. La rebelión de Asturias, el sacrificio de
Asturias, el desgaste ocasionado por el movimiento revolucionario de 1934 —todo
movimiento de ese género ocasiona quebrantos, aun cuando salga triunfante, y
entonces nos acompañó la derrota— pudieron y debieron haberse ahorrado. Con
el ejercicio inteligente del derecho electoral en noviembre de 1933, se habría
asegurado, sin trastornos, el régimen republicano. Aquel absurdo aislamiento
electoral fue nuestra primera gran culpa.»
De la parte inicial yo me
declaro exento de culpa porque trabajé hasta donde pude para que la coalición
electoral de 1931 se repitiera, como el sentido común exigía, en 1933. Nuestra
representación parlamentaria, que en las Cortes anteriores fue de 110
diputados, bajó a 60; pero el número de sufragios no descendió, porque sólo las
candidaturas del Partido Socialista recogieron en noviembre de 1933 dos
millones de votos. Bien distribuidos estos sufragios, uniéndolos a los de los
republicanos, hubiesen hecho inútil la subversión, a la que apelamos para
conseguir lo que habíamos tenido al alcance de la mano.
No creáis que camino hacia la
apostasía, porque la edad o cualesquiera desfallecimientos morales me hayan
rendido el ánimo. El ideal sigue vibrando dentro de mí con la misma intensidad
que en los años mozos; pero tengo experiencia suficiente para asegurar que, a
veces, hemos sido víctimas de engaños que nos han producido la petulancia, la
ilusión o la ceguera.
Colaboré en ese movimiento
con el alma, acepté las misiones a que antes aludí y me encontré —¡hora es ya
de confesarlo!— violentamente ultrajado. Porque cuando regresé de Asturias
—¡noche memorable en la desembocadura del Nalón y en la playa de Aguilar,
querido Belarmino (aludiendo a Belarmino Tomás, que ocupa un asiento en el
estrado)—, cuando regresé de Asturias después del alijo del «Turquesa», me
encontré envuelto en un ambiente de recelo y de desconfianza que suponían para
mí la mayor injuria, y destituido, sin saber por qué, de mi misión de enlace
con los militares. ¡Suspendido yo, un hombre de mi historia, por un
advenedizo!
Motivos
de disentimiento
Pero yo que, sin motivo, he
sido, a veces, tildado de indisciplina, callé mi indignación, sofoqué mi cólera
y seguí sirviendo al movimiento. Sólo en una ocasión, durante mis cuarenta y
tres años de socialista militante, marqué públicamente mi disensión, dimitiendo
del cargo de vocal en la Comisión Ejecutiva. Fue el año 1924, cuando entendí
que no le era lícito, moralmente, al Partido Socialista la actitud que parecía
señalar cierto sector con respecto a la dictadura del general Primo de
Rivera. Mas cuando la disensión se producía como en 1934, cuando las cartas
estaban echadas, hallándose en juego la vida de miles de correligionarios, yo
no tenía opción y no debía separarme de aquel movimiento con cuyos rumbos
estaba ya disconforme, y no, ciertamente, por ese ultraje que todavía me
duele, sino por las razones siguientes: primera, porque se había escamoteado el
programa del movimiento, y no se concibe ningún movimiento revolucionario sin
decir a los partícipes en él por qué deben realizarlo, y aunque yo pronuncié
un discurso de carácter personal, como este que pronuncio ahora, en el Coliseo
Par-diñas, el 3 de febrero de 1934, ni aquel programa tuvo respaldo oficial ni
surgió ningún otro con lema claro para saber a dónde y para qué íbamos;
segunda, porque no podía aceptar que, a causa de unas insensatas ilusiones, de
las que yo no participaba, se desdeñara, cual se desdeñó incluso en tono
ofensivo, la colaboración de sectores republicanos, esencial en aquellos
instantes, y, tercera, porque se habían dejado, adrede manos libres a las
Juventudes Socialistas a fin de que, con absoluta irresponsabilidad, cometieran
toda clase de desmanes, que, al impulso de frenético entusiasmo, resultaban
dañosos para la finalidad perseguida. Nadie ponía coto a la acción desaforada
de las Juventudes Socialistas, quienes, sin contar con nadie, provocaban
huelgas generales en Madrid, no dándose cuenta de que frustraban la huelga
general clave del movimiento proyectado, pues no se puede someter a una gran
ciudad a ensayos de tal naturaleza. Además, ciertos hechos que la prudencia me
obliga a silenciar, cometidos por miembros de la Juventud Socialista, no
tuvieron reproches, ni se les puso freno ni originaron llamadas a la responsabilidad.
Y yo digo, ahora que se está gestando aquí la formación de una Juventud
Socialista, que, o vive dentro de la disciplina del Partido o debe actuar fuera,
sin conexión alguna con éste.
De aquel glorioso movimiento
fracasado, en el que nos acompañó, aun siendo repelido, el auxilio moral de
muy sanos elementos republicanos, auxilio realzado, con su dimisión de la
presidencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, por don Álvaro de
Albornoz, aquí presente (aplausos); de aquel movimiento, que pudo y debió
evitarse manteniendo por medio del sufragio las anteriores posiciones
políticas y parlamentarias, nacen los daños que padecemos a la hora presente.
Cuando el movimiento fracasó y yo hube de refugiarme por tercera vez, en la
expatriación, me juré en secreto no ayudar jamás a nada que, según mi criterio,
constituya una vesanía o una insensatez.
Llegó 1936. ¿Es que yo
reincidí entonces en el mismo pecado antiguo y rectifiqué la línea de
conducta que me había trazado de permanecer en discreto apartamiento de
quienes me habían ultrajado y seguían ultrajándome, y con la firme decisión de
no secundar nada que mi raciocinio me dijese que constituía una locura? No, no
rectifiqué en 1936. Cuando se me requirió para formar parte del Gobierno,
acepté con los ojos cerrados, y fui a donde se me mandó, y cuando me echaron
del Gobierno, salí sin otras palabras que las de recomendar se auxiliase a
quien me expulsaba. Las circunstancias eran distintas. Entonces no provocábamos
nosotros; se ,nos provocaba, sé agredía a la República, se acometía contra
nuestras conquistas, Y si todos los códigos declaran circunstancia eximente
la legítima defensa en las peleas individuales entre hombres, la legítima defensa
es más santa en los regímenes políticos que se dan los pueblos libremente,
como, para honra y gloria suya, el pueblo español se dio la República.
Indalecio Prieto, Confesiones y
rectificaciones
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