El Tercio de Navarra entrando en Gijón - 21 de octubre de 1937 |
Unos 4.500 asturianos fueron ejecutados por las fuerzas franquistas tras la caída de la región en octubre de 1937.
Los
republicanos vencidos en la Guerra Civil en Asturias pagaron una sangrienta
factura. La represión que siguió a la victoria franquista se llevó por delante
a unas 4.500 personas. Una inútil matanza.
lne.es / JAVIER
RODRÍGUEZ MUÑOZ / 12-11-2012
El 21 de octubre de 1937 las
Brigadas Navarras entraron en Gijón, capital hasta entonces de la Asturias leal
a la República, y en los días que siguieron las fuerzas franquistas ocuparon el
resto de la región sin apenas resistencia. La guerra había terminado, pero iba
a empezar una dura represión para los vencidos. Antes de terminar el mes y en
los siguientes, un buen número de acciones violentas ensangrentaron buena parte
del suelo asturiano. En la noche del 27 al 28 de octubre de 1937, un grupo de
militares del IV Batallón «Arapiles» de la VI Brigada Navarra fusiló a 17
trabajadores, hombres y mujeres, que habían prestado sus servicios hasta esa
noche en el hospital-manicomio de Valdediós. Antiguos pozos mineros, fosos de
trincheras y otros lugares recibieron los cadáveres de muchos asesinados en los
días que siguieron a la ocupación de Asturias por los franquistas. Durante
muchos meses, aun después de terminada la guerra, continuó la sangría.
Los partes de guerra del
Ejército franquista comienzan a hablar de «operaciones de limpieza y policía».
El parte oficial del Estado Mayor de Franco cifraba en 6.000 los prisioneros
hechos el día 22 de octubre, cifra que ascendía ya a 15.000 al día siguiente y
que no paró de aumentar. En todas las poblaciones se improvisaron cárceles. En
Sama, el teatro Manuel Llaneza y la Casa del Pueblo de los socialistas; en
Oviedo, La Cadellada fue convertida en campo de concentración; en Avilés, hizo
las mismas funciones la fábrica de La Vidriera y la Quinta Pedregal; en Gijón,
la plaza de toros, El Coto, La Algodonera, el Cerillero...
Por esas prisiones y campos
pasaron todas las personas que estaban alistadas en el Ejército republicano en
Asturias, en tanto se procedía a su identificación y clasificación.
Posteriormente, unos fueron incorporados al Ejército de Franco, otros pasaron a
batallones de trabajadores y otros quedaron a disposición de la justicia
militar, que no tardó en poner en marcha una maquinaria represiva que llevó a
muchos miles ante los consejos de guerra y ante los pelotones de ejecución.
En noviembre se reanudaron
los consejos de guerra, que durante meses dictaron numerosas sentencias de
muerte y otras importantes condenas contra los acusados. Entre los primeros que
pasaron por los consejos sumarísimos estuvo la plana mayor de los militares de
la Fábrica de Armas de Trubia. El coronel José Franco Mussió, director de la
misma, ya había sido juzgado por los republicanos y absuelto, aunque nunca se
le tuvo como un adicto republicano. Al coronel Franco, al comandante Manuel
Espiñeira Cornide, a los capitanes Ernesto González Reguerín, Luis Revilla de
la Fuente e Hilario Sanz de Cenzano y al teniente Luis Alau Gómez se les
consideraba como «indiferentes» en diversos informes republicanos sobre
tendencias políticas. Estos seis y los capitanes de la misma fábrica José Bonet
Molina e Ignacio Cuartero Larrea fueron ejecutados el 14 de noviembre de 1937
en Oviedo, tras ser condenados a la pena máxima. Otros militares que lucharon
en el Ejército popular republicano fueron igualmente pasados por las armas,
como Julio Bertrand Gosset, Tomás Álvarez Sierra y Eduardo Rodríguez Calleja.
Los detenidos en los diversos
campos fueron controlados en primer lugar por la Comisión Clasificadora de
Prisioneros, que decidía su paso a los consejos de guerra o el envío al
Ejército o batallones de trabajo. Las cárceles y campos de concentración eran
visitados por los falangistas de las diversas localidades o por otras «personas
de orden», para formular denuncias contra los detenidos. Tales visitas daban
lugar a acusaciones, que bastaban, sin más prueba, para que el consejo de
guerra dictara la pena de muerte.
Especialmente en el año que
siguió al final de la guerra en Asturias, el número de procesados que pasaron
por los consejos de guerra fue impresionante. Los fusilados tras ser condenados
en Consejo de Guerra durante este primer año fueron también muy numerosos. En
Oviedo, desde diciembre de 1937 a noviembre de 1938, alcanzaron la cifra de
965, y en Gijón, desde noviembre de 1937 a diciembre de 1938, un total de 934.
Y hubo fusilados, aunque en menor número, en otras poblaciones, como Avilés,
Mieres...
Son difíciles de contabilizar
las muertes irregulares, aquéllas ejecutadas sin tan siquiera pasar por los
tribunales militares. En el Registro Civil de Gijón, Marcelino Laruelo («La
libertad es un bien muy preciado») contabilizó la inscripción de hasta 250
muertes violentas entre el 30 de octubre de 1937 y julio de 1942. Unos son
cadáveres recogidos en el mar, en otros la causa de la muerte, según el
forense, fue asfixia por inmersión en el agua, otros fallecieron de hemorragia
interna o hemorragia cerebral, y otros, todavía en 1942, «a consecuencia de la
guerra». En los registros del cementerio civil de Mieres, fueron enterrados un
total de diez cadáveres con la nota de «pasados por las armas»,
correspondientes a noviembre y diciembre de 1937, y hay otros varios
enterramientos de cadáveres ocasionados en actos violentos de represión.
En un trabajo realizado hace
tiempo, hemos tratado de calcular el porcentaje de sentencias de muerte
dictadas y ejecutadas en los primeros meses, obteniendo unos resultados en
torno al 40 por ciento. En 1939 el porcentaje era ya muy inferior, aunque las
peticiones fiscales de pena de muerte superaban todavía el 50 por ciento, si
bien eran conmutadas por reclusión perpetua o condenas de 30 años de prisión.
Muchos de los condenados eran conducidos a trabajar a las minas, especialmente
a las de la cuenca del Nalón, donde había varios destacamentos de penados en
pozos como el Fondón, María Luisa, Samuño, San Mamés y otros, y al organismo de
Regiones Devastadas, en deplorables condiciones, lo que produjo un elevado
índice de muertes. A partir de 1939, el número de procesos se redujo
considerablemente e igualmente el de fusilados, correspondiendo
fundamentalmente a huidos o guerrilleros. Desde noviembre de 1936, que se
realizó el primer fusilamiento en Oviedo, hasta diciembre de 1950, el total de
fusilados en la capital asturiana fue de 1.376. En la cárcel de El Coto de
Gijón, desde el 30 de noviembre de 1937 al 19 de diciembre de 1949, el número
de fusilados fue de 1.246.
Sumados los muertos en
Camposancos y otros campos de concentración en Galicia, los fusilados en Luarca
y en otras localidades, y los cientos de muertes irregulares, el total no se
debió alejar mucho de los 4.500 que ya señaláramos hace años (Javier Rodríguez
Muñoz, «La represión franquista: paseos y ejecuciones»), cifra algo más del
doble de la consignada por Ramón Salas Larrazábal («Pérdidas de la guerra»)
para el mismo concepto. Algunos de los trabajos que están realizando al amparo
de la llamada Ley de la Memoria Histórica dan unas cifras mucho más elevadas de
muertes irregulares.
Muchos aspectos de la
represión, además del cuantitativo, quedan aún sin desbrozar. Sólo queda clara
la inutilidad de tanta matanza.
Muchos años después de
escritas, siguen vigentes las palabras de Manuel Azaña, plasmadas en el curso
de la guerra, en su obra «La velada de Benicarló»: «Ninguna política puede
fundarse en la decisión de exterminar al adversario. Es locura, y en todo caso
irrealizable. No hablo de ilicitud, porque en tal estado de frenesí nadie
admite una calificación moral. Millares de personas pueden perecer, pero no el
sentimiento que las anima. Me dirán que exterminados cuantos sienten de cierta
manera tal sentimiento desaparecerá, no habiendo más personas para llevarlo.
Pero el aniquilamiento es imposible, y el hecho mismo de acometerlo propala lo
que se pretendía desarraigar. La compasión por las víctimas, el furor y la
venganza favorecen el contagio en almas nuevas. El sacrificio cruel suscita una
emulación simpática que puede no ser puramente vengativa y de desquite, sino
elevada y noble. La persecución produce vértigo, atrae como el abismo. El
riesgo es tentador. Mucho puede el terror, pero su falla consiste en que él
mismo engendra la fuerza que lo aniquile, y al oprimirla multiplica su poder
expansivo».
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