Al hijo del rico se le daba a
escoger títulos y carreras; al hijo del pobre siempre se le ha obligado a ser
el mulo de carga de todos los oficios. No le han dejado ni tiempo ni voluntad
para elegir un camino en el trabajo. Se le ha empujado contra el barbecho,
contra el yunque, contra el andamio; se le ha obligado a empuñar una
herramienta que, a la vez, no le correspondía. Las universidades nunca han
tenido puertas ni libros para los hijos de los pobres, que no han conocido en
la niñez más alegría que la que da el mendrugo a los hambrientos, ni más
descanso que un sueño de cinco horas.
—¡A trabajar a la mina,
gandul!— dijo al hijo pobre su padre que, porque lo fue y no deja de ser
desgraciado, vive amargo de expresión y de alma. Y el hijo, temeroso del palo,
con la espalda encogida, llevó su carne a sangrar, a desgarrarse o a
endurecerse, junto a los viejos mineros, viejos desde su juventud.
Han pasado mis ojos por los
pueblos de España, ¿qué han visto? Junto a los hombres tristes y gastados de
trabajar y mal comer, los niños yunteros, mineros, herreros, albañiles,
ferozmente contagiados por el gesto de sus padres: los niños con cara de
ancianos y ojos de desgracia.
Ha sonado la hora de
salvación para los niños que se hundían y nadie los salvaba; que se perdían en
los surcos y nadie quería encontrarlos; que se desplomaban en los pozos
minerales y nadie les tendía una mano. Mientras ellos, mientras nosotros éramos
desterrados de la alegría, de los juegos y las fiestas, de la hermosura de
vivir limpios y satisfechos, mientras nos comían el calor y el frío, los hijos
de los ricos, por muy dignos de cuidar cerdos que fueran, gozaban de todo y
sólo para ellos se abrían las aulas.
La España infantil y pobre,
oscura siempre, maltratada y oscura, comienza a clarear.
Miguel Hernández (Firma como Antonio López)
Frente Sur (Jaén), 8 de abril de 1937
Que verdad que es.
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