Argelès sur Mer, Marzo 1939 - R. Capa |
La primavera y el verano de 1939 fueron vividos por los franceses con una gran inconsciencia. La guerra estaba a un paso pero pocos parecían advertirlo. Manuel Azcárate, que entonces tenía 23 años y tuvo el privilegio de poder vivir en libertad con sus padres en París, ha escrito en su citado libro de memorias un testimonio elocuente y estremecedor:
Pasar de un país en guerra (España) al París de la primavera de
1939 era como saltar a otro planeta (...) Aquel era el París de Maurice
Chevalier y de una Mistinguett, que se resistía a ceder el paso. Se vivía algo
inconscientemente sobre un volcán, la guerra estaba a dos pasos, pero nadie lo
notaba. A lo sumo era tema de los chansonniers que cada noche
hacían alarde de ingenio para ridiculizar a los ministros y otras eminencias.
Durante
aquellos meses, los exiliados españoles permanecieron encerrados en los campos
de refugiados en las condiciones lamentables ya descritas.
En ese momento -prosigue Manuel
Azcárate en su citado libro- había unos 300000 o 400000 refugiados españoles,
encerrados en verdaderos campos de concentración, sometidos por los franceses a
un trato inhumano, mal alimentados, en barracones insalubres, rodeados de
alambradas. Así estaba el ejército republicano que había pasado la frontera una
vez perdida Cataluña. Las mujeres y los niños se alojaban en refugios
repartidos por toda la geografía francesa, en condiciones difíciles pero que
variaban según la mentalidad del municipio de cada lugar. (...)
Mis
padres habían decidido instalarse en Inglaterra: era un país en el que se
sentían muy a gusto, tenían buenos amigos en el mundo oficial y en los medios
intelectuales, mi padre había organizado el Instituto Español, un centro
cultural prestigioso, que funcionaba totalmente desligado de la Embajada en la
que el duque de Alba se había instalado como enviado de Franco. Pero esos
planes se frustraron cuando Negrín le pidió a mi padre que asumiese la
presidencia del Servicio de Emigración de los Refugiados Españoles (SERE),
creado para organizar el envío a varios países latinoamericanos sobre todo
México, Chile y Santo Domingo, de las expediciones de refugiados españoles.
Además de tener buenas relaciones en la Administración francesa y las
embajadas, mi padre ofrecía la ventaja de no ser un «hombre de partido»; y ello
le permitía presidir la junta del SERE en la que los representantes de cada
partido presentaban y defendían sus listas de candidatos que debían ser
embarcados en las sucesivas expediciones.
Era una
labor penosísima porque admitir a uno era excluir a otro; las plazas estaban
contadas. Mi padre aceptó el cargo con la aprobación decisiva de mi madre, no
por gusto, sino porque sabía que podía ser eficaz para socorrer a muchos
españoles caídos en la desgracia, por ese sentido del deber y de la solidaridad
aprendido en la Institución Libre de Enseñanza, que fue norma de su vida.
Mis
padres se instalaron en un holgado piso de un barrio elegante de París, en la
Avenue de la Bourdonnais, cerca de la Torre Eiffel. Allí tenía yo una
habitación, y vivían con nosotros tío Pachi y tía Cruz, en espera de poder
embarcar para México. Las oficinas del SERE estaban en la rue Touchet, detrás
de la iglesia de La Madeleine, y allí iba a ver a mi padre con cierta
frecuencia. El SERE también se ocupaba, a pesar de las muchas trabas que ponían
los franceses, de prestar alguna ayuda a los prisioneros de los campos de
refugiados.
En una
ocasión acompañé a mi padre en una visita al campo de Argelès: fue horrible en
todos los sentidos. El espectáculo de esa masa de españoles silenciosos, con
una mirada triste y despreciativa, era estremecedor. Además, en las visitas que
hicimos a algunas barracas, íbamos acompañados de un coronel, jefe del campo, y
otros oficiales, y yo sentía una vergüenza terrible al imaginar lo que
pensarían los españoles al vernos acompañados por sus guardianes. No quise ir
en otros viajes, a pesar de que ello me diera una oportunidad
excepcional de transmitir a escondidas un mensaje a la organización de la JSU
en el campo visitado.
Pero una cosa era el trato desdeñoso y cruel de las autoridades francesas y de algunos sectores de opinión, y otra el comportamiento solidario y humano de determinadas capas sociales del pueblo francés. Y ello a pesar de que las autoridades francesas, desde febrero de 1939, habían hecho públicas advertencias bien precisas: «Creemos útil poner en guardia a nuestros conciudadanos a propósito del hecho de que retener en sus casas a sujetos extranjeros no declarados les expone a persecuciones judiciales». Esos contrastes quedan bien reflejados en el testimonio de Leonor Sarmiento que ha dejado escritas las vicisitudes que pasó con su familia tras cruzar a Francia por Puigcerdà el 7 de febrero de 1939.
En la Tour de Carol nos bajaron para subir a un tren de pasajeros. En el trayecto perdimos una maleta. Cuando se tiene poco, un poco menos ya qué importa. Lo importante era que estábamos a salvo y deseábamos que papá también pudiese salir pronto (de España).
No sabíamos hacia dónde nos llevaban. Pasamos por Carcassone, Nîmes, Avignon, Lyon... En la estación había gente saludándonos y dándonos comida por las ventanillas. El problema era que no nos daban leche y Marichu (bebé de ocho meses) lloraba de hambre con desesperación. En una estación nos llegó una lata de leche condensada «La lechera» y, como no teníamos agua potable, no nos sirvió, hasta que mamá, cansada y angustiada de oír el llanto de Marichu dijo que si tenía que morir, mejor que se muriese harta de comida y no de hambre; así que alguien que traía un abrelatas se lo prestó, y le dimos a Marichu la leche condensada sin diluir. Todos estábamos con gran expectación a ver qué pasaba y lo que pasó fue que Marichu se durmió plácidamente y varias horas después se despertó tan campante, como si hubiera sido el alimento ideal para un bebé.
Por fin nos paramos en Chalons-sur-Saône. Al bajar del tren mamá iba en tan pésimas condiciones que la comisión de recepción decidió que tenía que ir directamente al hospital y con ella Marichu.
A mis hermanos y a mí nos llevaron, con el resto de los refugiados, a un antiguo cuartel bastante destartalado; nos dieron de comer y nos instalaron en unos cuartos donde en el piso había paja sobre ladrillos, y mantas. Hacía un frío espantoso: amontonamos toda la paja que nos correspondía en una esquina y nos acostamos los cuatro, bien acurrucados, para darnos calor, consolándonos saber que mamá y Marichu no pasarían frío.
Un día nos llevaron al hospital a ver a mamá, que ya estaba mejor, igual que Marichu, pero muy angustiada pues no sabíamos nada de papá. Las monjas trataron muy bien a mamá y a Marichu. Al salir de España, mamá nos había colgado al cuello cadenas y medallas que traía, para que no se perdiesen y para, si era necesario, venderlas para sobrevivir. El buen trato que les daban a ellas, contrastaba con la poca atención que recibían otras compatriotas en el hospital, lo que hizo que mamá se enfrentara con las monjas reprochándoles su falta de caridad cristiana. Al día siguiente la devolvieron al refugio. A pesar de estar ya a mediados de febrero el frío era horrible y los sabañones en los pies, las manos y las rodillas, estaban a la orden del día.
A los dos días nos llevaron a un pueblecito cercano llamado Saint Verain-sous-Souvigny. Allí también hacía mucho frío. Nos alojaron a varias familias en una casa grande. Cada familia tenía una habitación y la cocina era en común. Aparte del frío la gran angustia era la falta de noticias de los hombres. ¿Habrían logrado pasar a Francia?
En ese pueblo sus habitantes, gente sencilla, obreros la mayor parte y socialistas, nos trataron como hermanos en desgracia. En el Ayuntamiento nos daban, cada semana, unos francos por familia para poder comer; y la gente del pueblo a diario nos llevaba cosas: quien unas docenas de huevos, quien un pollo, una col. Hoy, después de cincuenta años, se me saltan las lágrimas al recordar aquellas muestras de solidaridad.
Felix Santos
Españoles en la liberación de Francia: 1939-1945
Capitulo II
Felix Santos
Españoles en la liberación de Francia: 1939-1945
Capitulo II
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