Julián Casanova - 4 noviembre, 2013
Los tres últimos meses de vida de la Segunda República fueron agónicos. Toda Cataluña cayó rendida a los pies de las tropas de Franco en apenas un mes, en medio de la exaltación patriótica y religiosa. A mediados de enero de 1939 entraban en Tarragona y el 26 en Barcelona. Las tropas republicanas se retiraron hacia la frontera francesa de forma desorganizada. Según la descripción de Manuel Azaña, “la desbandada cobró una magnitud inmensurable. Una muchedumbre enloquecida atascó la carretera y los caminos, se desparramó por los atajos, en busca de la frontera (…) El tapón humano se alargaba quince kilómetros por la carretera (…) Algunas mujeres malparieron en las cunetas. Algunos niños perecieron de frío o pisoteados…”. Las bombas y los ametrallamientos de la aviación franquista causaron numerosos muertos y heridos.
Esa
tragedia y éxodo iniciados a finales de enero de 1939, con la caída de
Barcelona, dejaron huella. Nunca, en su larga historia de emigraciones, España
había conocido una de esas características, por su amplitud y duración, y
tampoco Francia había acogido nunca sobre su suelo un éxodo tan masivo y
repentino como el de los republicanos españoles de 1939. Y eso que España había
pasado en su historia, desde los “afrancesados” y liberales de 1814, una larga
serie de exilios políticos y Francia experimentó en los años veinte y treinta
del siglo XX una llegada masiva de extranjeros que la convirtieron en el primer
país del mundo de inmigrantes: trabajadores (polacos e italianos) y refugiados
(rusos, armenios, judíos de la Europa oriental y antifascistas italianos,
alemanes y austriacos).
“La
retirada”, como se conoció a ese gran exilio de 1939, llevó a Francia a unos
450.000 refugiados en el primer trimestre de ese año, de los cuales 170.000
eran mujeres, niños y ancianos. Unos 200.000 volvieron en los meses siguientes,
para continuar su calvario en las cárceles de la dictadura franquista. Otras
15.000 personas lograron salir desde los puertos del Levante, sobre todo del de
Alicante, hasta el norte de Africa, donde las autoridades francesas les
recibieron también con la misma hostilidad que en Francia. Pero los barcos
italianos llegaron a Alicante antes de que varios miles de ciudadanos pudieran
embarcar en buques franceses y británicos. Muchos de los capturados fueron
ejecutados allí mismo. Otros, prefirieron el suicidio antes que ser hechos
prisioneros por los franquistas. Como el maestro oscense Evaristo Viñuales,
afiliado a la CNT de Huesca desde la llegada de la República y consejero de
Información y Propaganda del Consejo de Aragón. Se suicidó junto con el
cenetista Máximo Franco, jefe de la 127 Brigada Mixta de la 28 División.
Francia
no esperaba esa llegada tan masiva de refugiados y el Gobierno de
“concentración” de centro-derecha de Édouard Daladier, que ya había mostrado
escasas simpatías por la causa republicana durante la guerra civil, estaba muy
presionado por los grupos de la derecha más reaccionaria, fascistas y
xenófobos, y por sus medios de comunicación, para que evitara la “invasión” de
ese “ejército marxista en retirada”. En poco más de tres semanas, 450.000
personas llegaron al departamento de Pirineos Orientales, que apenas tenía un
cuarto de millón de habitantes. Una vez allí, la mayoría, especialmente los
hombres civiles y los antiguos combatientes del ejército republicano, pasaron a
campos de internamiento o concentración, a los de la playa de Argelés y
Saint-Ciprien, en Vallespir y en la Cerdeña. Los 275.000 internados en campos
que había en marzo de 1939 fueron disminuyendo gradualmente, hasta quedar sólo
unos cuantos miles un año después, en el momento de la invasión de Francia por
las tropas nazis.
A partir
de esa fecha, unos 40.000 republicanos españoles fueron trasladados
forzosamente a Alemania a trabajar en las industrias de guerra y muchos de
ellos acabaron en campos de concentración, sobre todo en Mathausen, donde
murieron 5000 de los 7000 que fueron internados. En la Francia de Vichy,
Alemania, Argelia, los republicanos españoles fueron tratados durante la
Segunda Guerra Mundial como “rojos” que no tenían derecho a la vida. Era la
prolongación de los asesinatos, las persecuciones y de las humillaciones
para los vencidos, para sus hijos y para los hijos de sus hijos. “Aquí la
libertad sólo la concede la muerte”, les dijo el comandante Caboche cuando
recibió a los españoles supervivientes de la División de Durruti en el campo
argelino de Djelfa (donde estuvo Max Aub desde noviembre de 1941 a octubre de
1942).
Mucha
más suerte tuvieron los veinte mil españoles que, casi todos desde Francia,
llegaron a México entre 1939 y 1950, una cantidad escasa, si se compara con los
125.000 que se quedaron finalmente en Francia, pero muy importante por su
composición social y profesional: políticos, intelectuales, escritores y
profesionales liberales. Po allí pasaron, y la mayoría allí murieron, Indalecio
Prieto, Max Aub, Benjamín Jarnés, Luis Cernuda, León Felipe, Emili Prados,
Manuel Altolaguirre, Luis Buñuel, José Bergamín y José Ignacio Mantecón. La
nómina de personajes ilustres se extiende por Puerto Rico (Juan Ramón Jiménez,
Pau Casals), Gran Bretaña (Salvador de Madariaga, Arturo Barea, Manuel Chaves
Nogales), Bolivia (el general Vicente Roj), USA (Severo Ocho, Ramón J.
Sender) o por la Unión Soviética, donde acabaron la mayoría de dirigentes
políticos y cuadros militares con militancia comunista, como Dolores Ibarruri,
Enrique Líster o Juan Modesto.
Los tres
presidentes de Gobierno que tuvo la República en guerra murieron en el exilio:
José Giral en México, en 1962; Francisco Largo Caballero en París, en 1946,
tras haber pasado por el campo de concentración nazi de Orianenburg; y en la
misma ciudad murió Juan Negrín en 1956. Manuel Azaña, el presidente de la
República y el político más importante de la España de los años 30, murió en
Montauban, Francia, el 3 de noviembre de 1940. Su predecesor en el cargo,
Niceto Alcalá Zamora, el primer presidente de la Segunda República, murió en
Buenos Aires, en 1949. De todos los presidentes de Gobierno que tuvo la
República en sus cinco primeros años en paz, sólo Alejandro Lerroux murió en
España.
La labor
de difusión cultural y científica que realizaron muchos de esos exiliados,
sobre todo en Francia, México y Argentina, ha sido estudiada con todo rigor y
detenimiento. Hubo cerca de seiscientos títulos de publicaciones periódicas en
Francia y África del norte entre 1939 y 1975, mientras que el impulso editorial
de Fondo de Cultura Económica y Grijalbo en México, o de Epasa Calpe,
Losada y Sudamericana en Argentina permitió el conocimiento de la obra
literaria de muchos de esos ilustres exiliados y de obras significativas de la
literatura española y universal prohibidas por la censura en España.
Pero el
exilio fue largo, eterno, repleto de memorias e historias enfrentadas sobre la
Segunda República y la guerra civil. Se culparon unos a otros de la derrota y
nunca pudieron establecer vínculos con la resistencia interior, con la
oposición política al franquismo, que, a su vez, atravesó un vasto desierto
durante esas dos primeras décadas de dictadura. Por eso tuvo tanta repercusión
la reunión que del 5 al 8 de junio de 1962 celebraron en Munich representantes
de algunos grupos de oposición a la dictadura. Monárquicos, católicos y
falangistas alejados en ese momento de las posiciones autoritarias, encabezados
por Gil Robles y Dionisio Ridruejo, se reunieron con socialistas y
nacionalistas vascos y catalanes. Aunque el comunicado final del encuentro sólo
pedía cambios moderados y graduales, la dictadura lo consideró un grave
atentado contra España, “el contubernio de Munich”, y detuvo y envió al exilio
a algunos de los asistentes, a esos “desdichados” que, según declaró el propio
Franco, “se conjuran con los rojos para llevar a las asambleas extranjeras sus
miserables querellas”.
Cuando
tras la muerte de Franco, en noviembre de 1975, algunos de esos personajes
ilustres, los que quedaban vivos, y otros cientos de hombres y mujeres
anónimos, pudieron de nuevo pisar suelo español, los campos, los pueblos, las
ciudades, las personas habían cambiado. Podían mantener sus principios y los
mantuvieron, hasta la tumba. Poco más les quedaba: la memoria, que era
suficiente. La guerra y la larga dictadura los había desarraigado. “No sé dónde
narices estoy” declaró a El
País en marzo de 1980 el
destacado militar republicano Frederic Escofet, recién llegado a España: “Me
parece que regresaré pronto a Bruselas. Tengo miedo de llegar a sentirme
extranjero en mi propio país”.
Solo y
extranjero se encontró también el anarquista Abad de Santillán cuando volvió a
España a comienzos de 1976. En el Ateneo de Barcelona un grupo de jóvenes “que
reivindicaban a la Baader
Meinhoff y otros clanes
marxistas o próximos a esa ortodoxia” le insultaron y los organizadores dieron
por concluida la conferencia, ante la perplejidad del orador.
El
panorama que ofrecían los anarquistas históricos como Abad de Santillán en los
últimos años del franquismo era desalentador: viejos, algunos ya muy viejos,
destrozados por un exilio que nunca logró recomponer a los diferentes grupos
rivales, diseminados por Francia y los países latinoamericanos, vivía para
recordar, con una mezcla de nostalgia, rabia y orgullo, aquellos años heroicos
en los que habían constituido una fuerza social de cambio. La posibilidad de
recuperar al anarcosindicalismo como movimiento de masas, tras la muerte de
Franco, era nula. Estaban solos y sin posibles aliados políticos, nacionales o
internacionales, algo con lo que podía contar, por ejemplo, la UGT, el otro
sindicalismo destrozado por las divisiones internas y la represión. Ni siquiera
les devolvían el patrimonio que reclamaban. Ellos, definitivamente, pertenecían
a la España en ruinas que habían tenido que abandonar obligados en 1939.
La
transición a la democracia trató de borrar sus recuerdos más incómodos de aquel
pasado y, cuando en los años de gobierno de Rodríguez Zapatero el Estado puso
en marcha, aunque con mucha timidez, políticas públicas de memoria, recordar el
pasado para aprender, y no para castigar o condenar, una parte importante de la
sociedad reaccionó en contra. El pasado se ha hecho presente, convertido ahora,
entrado ya el siglo XXI, en un campo de batalla político y cultural, donde se
da la voz con más fuerza que nunca, en libros, documentales y homenajes, a los
supervivientes y a las víctimas de aquellas experiencias traumáticas.
Estamos
en la “era de la memoria”, tan incómoda para muchos. Es una construcción social
del recuerdo, que evoca con otros instrumentos, y a veces deforma, lo que los
historiadores descubrimos. No sabemos qué quedará de todo ello para el
conocimiento histórico de las generaciones futuras, pero los historiadores
tenemos la obligación de seguir arrojando luz sobre la vida de esos hombres y
mujeres.
La retirada. Esa imagen de gentes arrastrando su vida y sus recuerdos por carreteras polvorientas. Sin destino y sin horizonte. Esa imagen de la dignidad, de la solemne dignidad del vencido.
ResponderEliminarAbrazos, siempre