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897. Las grandes lecciones culturales de la Guerra Española

Sin duda, no es de lo que digan o hagan los intelectuales que nunca ha dependido del giro de la política, cuyos profundos basamentos sociales la ponen más bien en manos de los bancos, latifundios y carteles industriales, es decir, en las manos de los cavernícolas y beocios -enemigos naturales y jurados de la inteligencia- de todo los tiempos. Inútil es que los enciclopedistas se insurjan blasfemen contra la sociedad medieval: la reyecía, el clero y la nobleza disponen aún de un siglo para chupar la sangre de las masas. Los apóstrofes de Hugo no pesarán en nada en el ánimo de Thiers, para aplacar o, al menos, suavizar la feroz represión de la Comuna. Por sobre la cabeza de Pushkin, de Gogol, de Dostoiewsky y Tolstoi, los aparatos zaristas de tortura funcionan normalmente, sin tropiezo. El acto de profesión de fe comunista de André Gide no ha sido, desde luego, tomado en cuenta en lo menor a la hora en que Laval se confabulaba con Mussolini para facilitarle la conquista de Etiopía o a la hora en que Blum reconocía, disfrazadamente, esta conquista. Y el día en que Ortega y Gasset, Benavente, Marañón, Menéndez Pidal, Machado, unidos en un solo clamor de libertad, defendían la República en España, Franco, Hitler y Mussolini ordenan el asesinato de miles de mujeres y de niños en las calles de Irún, Badajoz y de Madrid. El fenómeno es siempre idéntico.

No nos hagamos ilusiones. Escritores hay de izquierda que, cerrando los ojos a la experiencia y a la realidad, superestiman la influencia política inmediata del intelectual, atribuyendo a sus menores actos públicos una repercusión que no tienen. Hoy más que nunca, la mecánica social fundada en el triunfo de la técnica industrial, funciona completamente de espaldas al consenso del espíritu, personificado por el artista, el escritor o el sabio. Alguien ha dicho, a este propósito, que asistimos al imperio absoluto de la barbarie sobre la cultura, citando, entre otros casos, el de la persecución de que son objeto Einstein, Mann, Renn, Ludwig, Reinhart, por parte de los dictadores de Berlín. Con la diferencia -se dirá- de que en los países democráticos no ocurre lo mismo. Lo cual es discutible, si nos atenemos a los dos ejemplos siguientes: la Academia Francesa pidió al gobierno Laval dejase manos libres a Italia para invadir Etiopía, y Laval así lo hizo; en cambio, posteriormente Romain Rolland, Langevin, Rivet, Gide, piden al Gobierno del Front Populaire no dejen manos libres a Italia y a Alemania para invadir España, y el excelente Blum las deja hacer. ¿Qué quiere decir todo esto? Precisamente que tanto en el caso de Etiopía como en el de España, la política francesa, obrando como ha obrado, antes de seguir las inspiraciones de los intelectuales, ha seguido los dictados de las oligarquías financieras imperantes. La realidad no es otra. Sólo que lo único que varía, de Alemania a Francia, es la manera, que allá es brutal y terrorista, mientras que aquí es indirecta, respetuosa de la forma.

Mas los fueros del pensamiento tienen su revancha. Si la protesta en comicio y de viva voz, si el ademán viviente, en carne viva, de combate, se estrellan, en la realidad, contra los poderes económicos coaligados, la inflexión intemporal de la idea contenida en un discurso, en un artículo del día, en un mensaje o manifiesto, es petardo que se hunde en las entrañas profundas del pueblo, para estallar, en cosecha segura, incontrastable, el día menos pensado. Es pensando y construyendo, sin esperar milagros inmediatos fulminantes de su obra sobre la actualidad, y sí dotándola del máximum de fuerza y derechura espirituales necesarias a la interpretación social de los problemas de la hora, cómo Rousseau, Hugo, Pushkin, Dostoiewsky, logran influir y encauzar el proceso ulterior de la historia. Y es que lo que importa, sobre todo al intelectual, es traducir las aspiraciones populares del modo más auténtico y directo, cuidándose menos del efecto inmediato (no digo demagógico) de sus actos, más de su resonancia y e?cacia en la dialéctica social, ya que ésta se burla, a la postre, de toda suerte de vallas, incluso las económicas, cuando un “salto” social está maduro.

Pero hay más. Hasta puede el intelectual abstenerse de insurgirse -que no de darse cuenta de las ignominias sociales circundantes- por actos prácticos, tangibles, contra estas ignominias, si, de preferencia, crea una obra que, por su materia y el juego esencial de sus resortes humanos, lleva en su seno semillas y fermentos intrínsecamente revolucionarios. Tal Shakespeare, Goethe, Balzac, Miguel Ángel y otros. Inútil es decir que, cuando la conduca pública del intelectual contiene, a la vez que el gesto, vivido y viviente, de protesta y de combate, un grado máximo de irradiación ideológica, el caso alcanza los caracteres de un verdadero arquetipo de lo que debe ser el hombre de pensamiento.

En esto hemos pensado, oyendo, en un meeting de París, la palabra de los grandes escritores republicanos españoles Rafael Alberti, José Bergamín, María Teresa León y Max Aub. Ejemplos de este tipo de intelectual perfecto al que acabamos de aludir, ellos y otros eminentes colegas, como Ramón Sender, Serrano Plaja, Cernuda, luchan de un lado, en las mismas trincheras de Madrid y, de otro, traducen, y ¡con qué entrañable fuego! ¡con qué lealtad histórica! ¡con qué visión social de nuestra época! todo ese palpitante, humano y universal desgarrón español en el que el mundo se inclina a mirarse, como en un espejo, sobrecogido, a un tiempo, de estupor, de pasión y de esperanza. Y hemos pensado, oyéndolos, que, entre otros bienes que nos traerá el triunfo del pueblo español contra el fascismo, será el de demostrar a los intelectuales de los demás países que si crear, en el silencio y recogimiento de un despacho, una obra intrínsecamente revolucionaria, es una cosa bella y trascendente, lo es aún más crearla en medio del fragor de una batalla, extrayéndola de los pliegues más hondos y calientes de la vida.


César Vallejo
Desde Europa - Febrero 1937








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