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956. El hermano bastardo de Dios




"El hermano bastardo de Dios" de José Luis Coll, recoge sus recuerdos de infancia durante los años de la guerra en Cuenca. Huérfano de padre con tan sólo un año, su madre, una intelectual republicana se vió obligada a exiliarse en Argentina, por lo que José Luis fué criado por sus abuelos y tíos. La madre no se reencontró con su hijo hasta 1977, cuando pudo regresar a España.


En efecto: era el primer día de aquellos tres años. Más de mil días grabados en el libro de nuestra historia, cicatrizados e impertérritos ante la más perfecta goma de borrar. Era el principio de algo que, quizá, no tenga final. Aún recuerdo las palabras que años más tarde le oyera a mi profesor de Historia, don Luis Brull: «Las guerras destrozan a un país para dos o más generaciones.» Se refería a las guerras civiles, que son las más inciviles de todas las guerras. Ya no hay amigos, sino sospechosos. Los parientes se disocian en ricos y pobres; en creyentes o ateos; en leales o traidores. Gentes que poco antes te ofrecen generosamente su aprecio y cariño, te dan poco después el beso de Judas. Las tormentas son más oscuras y lo que llueve no es agua, sino miedo. Y el miedo es como una lluvia de alfileres, terriblemente densa. La guerra genera miedo y el miedo la locura. Y esa locura colectiva es peor que la peor peste. El miedo es un bulto que avanza en la noche de puntillas, aún más negro que la propia noche. La arquitectura interior del hombre sufre un cataclismo que transforma cualquier tipo de sentimiento en su oponente. Ya no es nada como parecía y ya no es nada como era. O acaso nunca fue como creíamos. El miedo saca a la luz de nuestras almas cosas que nosotros ignoramos haber tenido nunca. Algo así como las viejas células que hospedamos, se abrazaran en un delirante aquelarre demoníaco-sexual y gestaran otras nuevas, distintas, con el fin de poder justificar tan aberrantes formas de comportamiento como las que origina el miedo. Y si las guerras comienzan por un miedo, es precisamente el miedo el motor que las alimenta, que las engorda, que les da toda su lozanía y al final las aniquila.

A partir de aquel momento, de aquella noche, la máscara del miedo quedó incrustada en la mayoría de los rostros. Las caras no ofrecían gestos. Sólo muecas. Se hablaba en voz baja. Se interrumpían las conversaciones, especialmente ante nosotros, los niños. Nadie le aclara nada a un niño en semejantes circunstancias. A un niño nunca se le aclara nada. Es un diminuto objeto semoviente, que suele llorar, reír o pedir algo. Si no fuera porque tiene voz, podría llegar a perro. No quiero decir con esto que no se le ame, pero no como persona, sino como al objeto más querido.

Y el niño se sienta solo en algún rincón de alguna parte, la cabeza entre las rodillas, fetal, y se repite una y mil veces las mil y una preguntas que nadie le contesta jamás.

La señora Alejandra tenía dos de sus hijos en el frente: Enrique y Mariano. Más de una vez me habían ayudado a subir al árbol gordo, cuando yo apenas sabía andar. Trabajaban en cosas del carbón, porque yo siempre los veía con la cara negra de hollín, como los falsos negros de las películas. Eran jornaleros, de manos grandísimas y largos brazos, que manejaban los sacos camioneros como dados de juguete. Reían con carcajadas de traca. Yo los oía, la puerta cerrada, junto a la escalera. Solían llegar al atardecer, con media botella de tinto en la mano, sucios y apestosos, cantando siempre la misma canción: una que hablaba o decía no sé qué cosas de las tetas de María y el coño de la Bernarda. Al oírlos, mi abuelo movía la cabeza de un lado a otro. Mi abuela hacía como que no oía nada. Nunca olvidaré aquel fragmento de canción, que nunca llegaron a cantar entera.

Debe ser porque los pobres sólo saben una canción, pero incompleta. Como su vida.

Si no lo he dicho, ya habrán adivinado que la señora Alejandra era herméticamente analfabeta. Contaba con los dedos, y para ella sólo había dos ríos en España: el Júcar y el Huécar. Y una sola montaña: el cerro del Socorro. Y una sola torre: la de Mangana. Y muchas iglesias que no conocía por dentro. Como para ella la escritura debía ser algo mucho más raro que las primeras impresiones de Champollión, solía bajar a casa para que mi abuela le sirviera de amanuense. Y mi abuela, con aquella paciencia que se había traído de la placenta, iba escribiendo, palabra por palabra, sin la menor alteración, el dictado de la señora Alejandra a sus hijos en el frente: «Debéis ser valientes. Hay que acabar con los fascistas. Vuestra madre os quiere. Y también os quieren vuestro hermano y vuestras hermanas, que son rojas, pero no putas. Hale, a luchar por España. Y salú y metralla para toda esa canalla. Un beso de vuestra madre Alejandra.»

Cerraba el sobre con dos fuertes chupetones en la goma, y salía corriendo al estanco a echar la carta, dejando un tufillo a vino.

—Güelita, ¿dónde están los hijos de la señora Alejandra?

—En el frente.

—¿En su frente? ¿Que se acuerda de ellos?

—No, el frente es el campo de batalla.

—¿Y qué hacen en el campo de batalla?

—Matarse.

—¿Todos? ¿Se matan todos?

—Algunos se salvan. O los hieren. Otras veces tienen que amputarlos.

—¿Ampu... qué?

—Amputarlos, cortarles partes de su cuerpo. Los brazos o las piernas.

—Pero ¿qué les cortan, los brazos o las piernas?

—En ocasiones, las dos cosas.

—Pero un hombre sin brazos y sin piernas no sirve para nada.

—No, no sirve para nada.

—Entonces, ¿para qué sirven las guerras?

—Para lo mismo: para nada,

—Güelita, cuando yo sea mayor, voy a prohibir las guerras.

—¿Y cómo las vas a prohibir?

—Escondiendo los fusiles.

Un motorista entró en el portal de mi casa, con un papel azul en la mano.

—¿Vive aquí Alejandra Zamora Bustamante?
—En el tercero.

Instantes después, la señora Alejandra bajó con el fin de que mi abuela le leyera el telegrama.

—Habla de su hijo Enrique.

—¿Qué dice? ¿Que viene pronto? ¿Le han dado alguna medalla? ¿Lo han hecho jefe? Mi Enrique es un jabato. Ése no le tiene miedo ni al mismísimo demonio que apareciera aullando. El Mariano es otra cosa. También tiene los cojones bien puestos... y perdone que hable así, doña Trini, pero es que un hijo es un hijo. ¿Qué le voy a decir a usté, que tiene siete? Pero parece que los de una son los mejores. ¡Este Enrique la tiene que haber armado gorda! Ya me lo dijo al irse: «A todos esos measalves me los cargo yo con la punta la chorra. Facista que se ponga ante mi punto de mira, facista muerto. Que se lo digo yo, madre. Y el primer manto de Virgen que requise, se lo traigo yo a usted, madre, para que se haga un vestido de fiesta.» Y lo que dice mi Enrique va a misa. Bueno, usted ya me entiende.

—Alejandra...

—Pues el Mariano también tiene que hacer algo sonao. Porque ése...

—Alejandra, su hijo ha muerto.

—Y no es que yo tenga más querencia por el uno que por el otro, lo que pasa...

—Alejandra, su hijo ha muerto.

La señora Alejandra no escuchaba. Era un incesante manantial de palabras que se atropellaban e incongruentes loas ingenuamente maternales. De repente se quedó muda. Muda y quieta como una agrietada figura de arcilla, la mirada voladora. Creo que ni respiraba.

—¿Mi hijo... Enrique?

—En Brunete.

Una sola lágrima apareció en su ojo derecho. Una lágrima gorda, inmensa, como una bola de cristal Jamás podría imaginar que una lágrima alcanzara tal tamaño. Cayó sobre mi frente. Siguió por el borde de mi nariz y parte me entró en la boca. Una gran lágrima marina, como todas las lágrimas.

Las manos de mi abuela se apretaban fuertemente con las de la señora Alejandra. Ambas tenían hijos en el frente. Mejor dicho, en los dos frentes, frente a frente. Dos mujeres, amigas, distintas y no distantes, que habían parido hijos que juntos fueron a párvulos, y ahora se buscaban de día y de noche, por entre las piedras y los arbustos, a ver quién antes conseguía ser verdugos los unos de los otros.


José Luis Coll
El hermano bastardo de Dios 










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