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940. Nadie saldrá vivo de aquí




Uno de los supervivientes de Mauthausen, donde pasó los cinco años que duró la Guerra Mundial, Antonio García Barón, ha contado su llegada al campo en los siguientes términos:

En el primer discurso nada más llegar al campo de exterminio nos dijeron más o menos lo siguiente:

«España no os quiere; os ha arrebatado la nacionalidad, la razón de ser. Nadie saldrá vivo de aquí; estáis condenados a muerte sin juicio previo. La primera que os ha condenado es España». Hileras de SS formaban con sus perros lobos, como una doble jauría dispuesta a tirarse sobre los presos. Nuestra patria sería a partir de entonces aquel campo situado en Austria.

«... Entraréis por la puerta: saldréis por la chimenea». El campo tenía a la entrada un portón con un águila prusiana de cobre verde, puesto de ametrallador cada doce metros, alambradas electrificadas, guardias, torres de vigilancia y barracas en forma de rectángulo, de cinco en cinco. Era una fortaleza medieval levantada con el sudor de los deportados, con piedras de la cantera, la Wiener-Graben. La muralla de circunvalación no se terminó nunca. A lo largo de hectárea y media, calculo yo, se extendían la cocina, la enfermería, el Revier, las cámaras de gas, el crematorio, las oficinas y la lavandería.

Desde Nuremberg nos habían trasladado en vagones -ocho caballos, cuarenta hombres- hacinados en el convoy de la muerte, sin nada para comer, sin agua y con las puertas precintadas. El aprendizaje del terror: los SS nos sacaron de allí a culatazos, entre blasfemias y gritos que sonaban como descargas de fusilería. Desde la estación nos llevaron andando hasta el campo. En las casas del pueblo nadie se asomó para vernos pasar. Yo vestía de azul oscuro, ropa militar francesa. Al llegar me desnudaron, me arrebataron todo lo que llevaba conmigo -pocas cosas, unos recuerdos, unas fotos familiares-, me vistieron de presidiario -un uniforme de rayas verticales azules, blancas y grises, un casquete- y me pelaron todo el cuerpo con la máquina de cuatro ceros. Me cosieron el triángulo azul y puntapié en el culo. Tomaron unas notas para mi ficha. Nos hicieron formar desnudos y nos enviaron a la ducha, que por cierto era elegantísima. Nosotros recibimos agua. Otros gas letal. Así empezó la cuarentena que duró unos días.

Cuando llegamos el 10 de agosto de 1940 -prosigue Antonio García Barón- quedaban tan solo cinco españoles supervivientes del primer grupo, con remiendos en sus harapos, maltrechos, tocados por la muerte, escuálidos por la disentería, demacrados, con los hígados desechos, los pulmones averiados, el corazón debilitado y los ojos vidriosos.

Los alemanes necesitaban mano de obra que con los deportados obtenían gratis. Los campos eran canteras de trabajo en los que fabricaban bloques de piedra y ladrillos para la construcción, para autopistas, para sus grandiosos proyectos.

A Mauthausen llegaron el 10 de agosto de 1940, 392 españoles, según el testimonio de Antonio García Barón. «En 1942 éramos por lo menos 7800, quizás 10000, tan solo sobrevivimos 1600», dice.

M. Razola y M. Constante, en su obra Triangle bleu. Les républicains espagnols à Mauthausen. 1940-1945 reproducen las siguientes cifras oficiales tomadas de los ficheros de Mauthausen rescatados: pasaron por aquel campo 9067 españoles; de ellos, 4000 fueron exterminados en Gusen y 2584 en Mauthausen y en los comandos. En total, 6784 españoles fueron exterminados, es decir el 70 por 100 de ellos.

Mariano Constante, también superviviente de Mauthausen, ha narrado sus primeras impresiones del «campo de la muerte» en términos parecidos a los de García Barón:

Al bajar del tren, mi primera visión a través de la penumbra y de la neblina matinal fue una fila de soldados, con el casco de acero, y en la mano el fusil con la bayoneta calada.

Al ver aquella estación; parduzca, desierta, me invadió enseguida un sentimiento de miedo y tristeza. Los SS nos estaban esperando. Aquellos SS de los cuales habíamos oído hablar tanto, con la insignia tan conocida: la calavera en el casco y también en el cuello de la guerrera. Todos eran jóvenes de 18 a 24 años. Algunos llevaban una cinta negra en la parte inferior de la manga, sobre la cual había escrito, en letras blancas, toten-kopf (cabeza de muerto, o calavera).

De repente, tras una orden gritada en alemán, la jauría se desencadenó. Gritos, empujones, palos, culatazos, para formarnos de tres en tres. ¡Y desgraciados los que no obedecían enseguida! Escoltados por unos 150 SS, atravesamos el pueblo de Mauthausen. Ni un solo ser viviente en la calle principal. Las casas estaban cerradas. Ni siquiera se oía el ladrido de un perro al pasar nosotros, como si al paso de las hordas hitlerianas llevando su rebaño al matadero, todo ser viviente, hombres y animales, hubieran quedado petrificados. Una vez cruzado el pueblo, comenzó la subida hacia el campo, por un camino estrecho, resbaladizo, donde era difícil avanzar en filas de tres. Había que marchar rápidamente bajo la lluvia de golpes. Antes de llegar al campo varios compatriotas cayeron al suelo, extenuados, siendo pisoteados por sus verdugos. Pudimos recogerlos y arrastrar a varios hasta el campo, al que llegamos después de media hora de marcha, siempre cuesta arriba.

Mi impresión fue la de encontrarme ante una inmensa obra de construcción, ya que había muchos hombres empleados en trabajos de excavación. Pasamos el primer control y entramos en el recinto o perímetro exterior, donde me apercibí de las torretas de vigilancia, en las cuales montaba guardia un centinela con ametralladora. Sobre un muro en construcción, un águila inmensa, en cobre verde, dominaba la entrada de la plaza donde estaban los garajes de los SS. No tuve la menor duda: estábamos en uno de aquellos campos de los cuales tanto habíamos oído hablar. Aún tuvimos que subir por unas escaleras de granito y nos encontramos ante las dos torres que debían sostener, más tarde, la puerta de entrada. Digo más tarde, porque en aquella época la fortaleza no estaba terminada. Había veinte barracas, y las alambradas estaban colocadas apenas a dos metros de las barracas 1, 6, 11 y 16. Las alambradas estaban sostenidas con postes de madera y enganchadas en aisladores de porcelana. En el primer poste una placa metálica con esta inscripción:Vorsicht! Lebensgefär (atención, peligro de muerte). Yo no conocía todavía el alemán, pero un relámpago rojo, dibujado junto a la inscripción, me hizo comprender que se trataba de alambradas con corriente eléctrica de alta tensión.

¡Una verdadera visión de pesadilla!

Miré en torno nuestro y vi a los SS con los látigos de nervios de buey, rodeados de varios colosos (capos), vestidos con trajes de presidiarios, que vociferaban y amenazaban a otros presos que trabajaban. Las alambradas de alta tensión, el humo negro y el olor a carne quemada que venía de una gran chimenea situada al fondo de la plazoleta donde nos encontrábamos, el aspecto siniestro de las barracas, todo ello parecía un cuadro dantesco. Sentí una opresión inmensa, atenazadora, que me hacía un nudo en la garganta, de donde no podía salir una sola palabra. Aquella imagen era la que yo me hacía del infierno. Pero, franqueado el umbral de las dos torres, no quedaba ya lugar ni para comparaciones, ni para recuerdos de ninguna clase.

Esperando nuestro turno para entrar en las duchas y desinfección, vi pasar cuatro presidiarios cargados con piedras, y me quedé estupefacto al oírles hablar español. Les pregunté:

-¿Sois españoles?

-Sí, pero no nos hables, porque los SS y los kapos te molerían a palos si ven que lo haces. Espera, vendremos a vuestro lado a cargar piedras. Si tenéis cigarrillos y comida tiradlos al suelo, pues os lo quitarán todo.

Unos minutos más tarde vinieron a cargar algunas piedras cerca de nosotros. Quedé sorprendido de la delgadez de sus cuerpos. Eran auténticos esqueletos.

-¿Qué es este campo? ¿Hace tiempo que estáis aquí?

Uno de ellos se acercó un poco y me dijo:

-Sí, amigo. Yo llegué aquí el 10 de agosto de 1940. Me trajeron directamente de Francia. Este es un campo de exterminio, y los alemanes nos han dicho que nadie saldrá vivo de aquí. Tened cuidado. Obedeced enseguida sus órdenes para evitar que os «liquiden» a golpes.

Cargó una piedra sobre sus hombros y se alejó. La forma de sus huesos se marcaba sobre su uniforme. ¡En aquel infierno había españoles desde ocho meses antes!

En Dachau los españoles ocupaban dos barracas conocidas como las de los Spanische Kämpfer (combatientes españoles). Dachau fue el último Campo liberado, el 19 de abril de 1945, por las fuerzas del Ejército norteamericano. Sólo 260 supervivientes españoles pudieron contarlo.

Buchenwald se alzaba en una colina a 9 km de Weimar. De los 240000 prisioneros que pasaron por este Campo, perecieron 56000, unos asesinados, otros a consecuencia del hambre, del frío o de las torturas. Varios miles de españoles pasaron por Buchenwald. Entre ellos Jorge Semprún quien, detenido en septiembre de 1943 por la Gestapo, fue enviado a este Campo en un angosto vagón precintado. La mayoría de los españoles internados en Buchenwald murieron en la cantera, en la enfermería o en Dora (fábrica subterránea anexa donde a partir de 1943 se fabricaban los V1 y V2 que lanzaban sobre Londres). Más de 10000 muertos costó la construcción de los túneles y la instalación de aquella fábrica. Muchos de ellos eran españoles.


Félix Santos
Españoles en la liberación de Francia: 1939-1945
Capítulo III










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