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961. "Yo acuso". Madrid bajo las bombas II




Trágico espectáculo

Esta mañana, silencio en todos los frentes de Madrid, incluso en el del dolor.

La ciudad, después de la crisis nerviosa de la noche anterior, permanece callada y postrada. Aún circula gente por las calles, pero pegada a las paredes, mirando con miedo al cielo y examinando al pasar los portales en los que se puede refugiarse.

Al amanecer, se han oído algunos tiros hacia la Ciudad Universitaria. Sólo eran pequeñas escaramuzas, enfrentamientos entre avanzadillas, la reacción de las patrullas inquietas.

Los contrincantes se observan y confían en haber identificado las respectivas posiciones para reanudar el combate. De hecho, entre las primeras filas reina la mayor de las confusiones. Gubernamentales y rebeldes se entremezclan. No saben si esa casa o aquel rincón del parque les pertenecen o son del enemigo.* Han de reconocer cuidadosamente las filas que, en algunas zonas, casi se confunden. Esta exploración metódica requiere mucho tiempo. La lucha no continuará de verdad hasta que ambos Estados Mayores hayan configurado un mapa de este rompecabezas militar. 

Al amanecer, salgo a hacer un gran recorrido por Madrid.

Quizá desde las ruinas y cenizas, la ciudad se vea aún más trágica envuelta en la luz indiferente de la mañana que por la noche, bajo el aullar de los obuses y el estruendo desgarrador de las explosiones.

Pequeñas humaredas suben de los montones de escombros. De entre la maraña de ladrillos y vigas, sobresalen pedazos de tela y de muebles rotos, vestigios de toda una existencia. En una casa del Barrio Madera, un sombrero femenino ha quedado colgado en un perchero del segundo piso. Todo lo demás ha desaparecido, aventado fuera del mundo por el estallido de un obús. Sin embargo, ese sombrero sobre los escombros –como si la mujer que lo colocaba sobre su pelo se dispusiera a salir de la casa hecha añicos–, las señales que han dejado en la pared del fondo los tabiques y los pasillos: todos esos testimonios irrisorios de seres desaparecidos son quizá más conmovedores que el espectáculo de un cadáver.

En la Puerta del Sol, una muchedumbre silenciosa contempla un socavón enorme. En la entrada de la Calle de Alcalá se abre una garganta tenebrosa de quince metros de ancho y más de veinte de profundidad. Un cordón de guardias de asalto y de milicianosla rodea. Al fondo, en la galería reventada, se ven correr los raíles del metro.

En la Carrera de San Jerónimo, otro proyectil (quizá una bomba aérea, como todo el mundo piensa aquí) ha socavado la calzada de una acera a otra, hasta diez metros de profundidad.

En la calle de la Montera, esquina a Gran Vía, un proyectil ha atravesado una casa de cuatro pisos. Afortunadamente, todos estaban desiertos. Pero en la planta baja, había tres ancianas sentadas alrededor de una mesa. Quedaron aplastadas contra el suelo. Dos fallecieron. La tercera, con ambas rodillas fracturadas, pasó siete horas junto a los cadáveres, con el pecho apachurrado entre una viga y la pared. Las dos mujeres muertas aún siguen al final del corredor, con la cara contra el suelo y los cabellos prendidos en un charco de sangre coagulada. Una de ellas agarra un viejo monedero con una mano crispada.

Una pobre gente, arrastrando su rebaño, sus colchones y su inquietud, deambulan por las calles en busca de un refugio subterráneo. Bajo la ciudad se organiza toda una ciudad ciega de trogloditas asustados. Volvemos a gran velocidad al hombre de las cavernas.

En largas filas, delante de las oficinas abiertas a este efecto, mujeres y niños esperan su turno para inscribirse en los registros de la evacuación. Los chiquillos ya no juegan ni en el arroyo. Al igual que sus madres, apretándose contra ellas, miran fijamente hacia delante con una expresión de trágico desasosiego.

¿Se repetirá esta noche? Dígame, ¿de noche, se repetirá de nuevo? Son las únicas frases que se oyen, una y otra vez, por todas partes, y en ninguna parte hay respuesta.

Esta mañana ha renacido la esperanza, luego, otra vez, a primera hora de la tarde, cuando una escuadrilla de nueve aviones gubernamentales ha sobrevolado por encima de nosotros para bombardear al enemigo por los alrededores de la cárcel Modelo.* Pero, si esta noche regresan los aviones insurgentes, ¿qué podrán hacer ellos?

Apenas ha anochecido y ya ululan las sirenas...


Louis Delaprée, Morir en Madrid, Edición de Martin Minchom, Editorial Raíces, 2009, ISBN: 978-84-86115-692.

(Enviado el 18 de noviembre de 1936; en negrita, el texto rechazado por la redacción de Paris-Soir; en cursiva y con asterisco*, las frases censuradas por la censura militar).

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