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976. Contra el Rey de España III

Alfonso XIII presidiendo un acto con el general Antonio Primo de Rivera y el General Berenguer
Valencia 1930


Primo de Rivera y sus acólitos

En el curso de los últimos cincuenta años, la monarquía española únicamente ha pensado en halagar al ejército. Creyó que teniendo a sus órdenes la fuerza armada no debía preocuparse de otra cosa. Al que protestase se le ametrallaría. Cuando con la adhesión de las tropas podía permitírselo todo y vivir descansadamente.

El resto del país no ha existido para los reyes. Debo valerme de una imagen para expresar con más exactitud las relaciones de la monarquía con España. Los Borbones han considerado al pueblo español como si éste fuese una máquina de vapor que les estorbaba con su movimiento ruidoso.

Prefirieron los reyes el silencio, la calma absoluta de la nada, y dedicaron su tiempo y sus energías a la supresión de dicha máquina. Colocaron puntales sobre los émbolos para ahogar su ruidoso dinamismo; apagaron sus fuegos, dejaron correr el agua sobre los hogares generadores de fuerza y otras partes de la maquinaria nacional. Ésta ha acabado por paralizarse y oxidarse. Se han roto sus engranajes y se está deshaciendo pieza a pieza.

Yo, español, declaro con dolor y vergüenza, que España es en estos momentos el país más desorganizado de la tierra. Sus regiones más ricas y laboriosas muestran una tendencia instintiva al separatismo. Son miembros que aún laten con vida propia y quieren separarse del resto de un organismo que consideran podrido. Tal es el caso de Cataluña y otras provincias.

Además, durante medio siglo, la monarquía ha convertido en un pueblo materialista y de profunda bajeza moral, a esta España que fue antes una nación romántica, con ideales tal vez equivocados, pero siempre generosos.

Hasta hace un cuarto de siglo, existieron dos Españas: una, tradicionalista; otra, liberal; una, partidaria de las glorias del pasado; otra, deseosa de implantar los progresos más audaces; pero ambas tenían sus ideales respectivos y estaban dispuestas a dar su vida por algo generoso. La monarquía de Alfonso XIII y de su madre ha creado una España cínicamente materialista, que sólo piensa en los provechos vulgares e inmediatos, no cree en nada, no espera nada, y acepta todas las vilezas del momento actual porque le falta energía para arrostrar las aventuras del porvenir, al otro lado de las cuales se halla su libertad.

El país de Don Quijote, gracias a la monarquía de los Borbones, se ha convertido en el asno de Sancho Panza: glotón, cobarde, servil, incapaz de ninguna idea que exista más allá de los bordes de su pesebre.

Las clases acomodadas muestran la crueldad del miedo, que es la peor de las crueldades. Temen moverse, cambiar de postura, aun con la certeza de que este cambio puede ser favorable para el país, y proclaman con brutalidad su amor al garrotazo, declarándose partidarios de toda solución que prometa el fusilamiento como primera medida.

Las masas obreras, por su parte, muestran una violencia más extremada que en ninguna otra nación. Cada vez que han exteriorizado sus deseos se han visto ametralladas en las calles por toda respuesta. El obrero desarmado, como no puede batirse con el militar poseedor de las herramientas de muerte más perfeccionadas, apela al atentado personal. En resumen, las luchas sociales que se desenvuelven en los demás países en una forma más o menos atenuada, adquieren sobre el suelo español, gracias a la monarquía, el carácter de una guerra salvaje.

En cincuenta años, los reyes de España no han creado escuelas, no se han preocupado del progreso intelectual del país. El pueblo español se ve elogiado en todo lo que tiene de más bárbaramente tradicional. Los defectos seculares son considerados y ensalzados por los monarcas como virtudes patrióticas. Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII y su hijo, Alfonso XIII, imitaron siempre el lenguaje y las acciones de los toreros los "golfos" de Madrid, considerando esta degradación como algo nacional. Los españoles que muestran una cultura con arreglo a la civilización de otros pueblos son tachados de malos patriotas y extranjeros.

Al llegar aquí, considero conveniente decir algo, aunque sea en breve aparte. La actual reina de España, que es inglesa por su nacimiento, resulta una especie de prisionera moral dentro del palacio de Madrid. Durante la guerra, que arrebató a un hermano suyo, oficial inglés, vivió en resignado aislamiento en medio de una Corte donde todos eran germanófilos, incluso su marido. En los momentos actuales, esta señora, a causa de su educación británica, debe sentirse asombrada viendo cómo su país, uno de los primeros del mundo, es gobernado por hombres civiles, por hombres liberales, mientras la atrasada monarquía española rasga su Constitución y es regida por una tiranía como la Rusia de los zares.

Prosigamos hablando de la vileza actual de España, obra del régimen monárquico. Alfonso XIII acabó por no poder vivir tranquilamente a consecuencia de los males provocados por su mismo régimen; por un lado, el separatismo; por otro, la guerra social; por otro, la debilidad de los gobiernos, que mejor merecían el título de desgobiernos, debilidad que es también de origen monárquico; un resultado de las intrigas a que se muestra tan predispuesto el rey.

En tiempos de Alfonso XII y de la reina Regente sólo había dos partidos dinásticos: el liberal y el conservador, dirigidos por Cánovas y Sagasta. Este turno en el disfrute del gobierno resultaba una comedia ridícula, pero como los jefes sólo eran dos, inspiraban respeto a los reyes y les era fácil entenderse para imponer su voluntad a la familia real y a sus cortesanos. Alfonso XIII, en su deseo de ser monarca absoluto y quebrantar el régimen constitucional, se ha dedicado a fraccionar y subdividir los antiguos partidos gobernantes. Por medio de intrigas y enredos sublevó a los lugartenientes contra sus jefes, premió a los traidores, apoyó a los disidentes e hizo de cada uno el jefe de un nuevo grupo al que prometió el poder. De los dos antiguos partidos hizo surgir una docena, siguiendo la jesuítica máxima de "divide y vencerás".

Gracias a esta política de fraccionamiento, ningún partido gobernante tuvo, desde hace años, fuerza suficiente para mantenerse en el poder. Cada gabinete sólo pensó en defenderse de sus rivales, en sostenerse a toda costa, y para conseguirlo, el gran medio fue mostrarse obediente a las insinuaciones del rey.

Un país corrompido moralmente por la monarquía, agitado por el separatismo, mal gobernado por unos ministerios que sólo podían pensar en su propia existencia, marcha fatalmente a la ruina. La monarquía española ha sido víctima de su propia obra. Asustada por las luchas sociales, ha buscado remedio en una dictadura militar que podía favorecer al mismo tiempo sus instintos absolutistas. Pero es la misma monarquía la que creó la enfermedad nacional que ha pretendido curar luego por medio de la brutalidad militarista.

La influencia fatal y corruptora que los Borbones españoles ejercieron sobre toda la nación, la han hecho sentir igualmente sobre el ejército.

Durante el siglo XIX, el ejército español intervino frecuentemente en la vida política, unas veces en sentido liberal, otras en sentido reaccionario. Pero los militares mostraban en sus sublevaciones cierto idealismo liberal o retrógrado, y este idealismo pudo representar en ciertos momentos una esperanza para el país.Alfonso XIII, y antes de él su madre, mataron también este espíritu del antiguo ejército, convirtiendo a los militares en unos burgueses sindicados, que sólo se preocupan de las ganancias de su profesión.

Así surgieron las llamadas Juntas militares, en 1917. Estas Juntas fueron, sencillamente, unos soviets con uniforme, en los que sólo figuraban militares de subteniente a coronel. Tales soviets de casta, copia a estilo retrógrado de los de Rusia, fueron la manifestación de las aspiraciones de una categoría social que se había dado cuenta de su importancia y quería explotarla.

Ya hemos dicho cómo los reyes pensaron únicamente en halagar y formar el ejército a su semejanza, para estar seguros de su apoyo. El ejército, al tener conciencia de lo necesario que resultaba para la monarquía, empezó a exigirle por medio de sus Juntas aumentos de sueldo y absorbentes privilegios, acabando por formar dentro de la nación una casta aparte, con leyes especiales que lo han hecho intangible e indiscutible. En España se puede discutir todo, hasta la existencia de Dios, pero el que discute un acto de los militares va inmediatamente a la cárcel y se ve sometido a un consejo de guerra, aun cuando sea paisano.

Tal fue la soberbia de los directores del militarismo al tener plena conciencia de su importancia dentro de la monarquía, que las Juntas discutieron con el rey y le impusieron su voluntad. Pero Alfonso XIII, considerando el ejército como una creación de su familia, aceptó tales faltas de respeto como un mal pasajero, y creyó que gobernando con personajes militares sería más dueño del país que acompañado de hombres civiles.

Durante cuatro años se vino preparando el golpe de fuerza que ha suprimido el régimen constitucional y dado principio al régimen militar. El rey, con su característica imprudencia, no supo guardar el secreto. En 1922, a los postres de un banquete en Córdoba, Alfonso XIII dejó ir su lengua. Esto nada tiene de extraordinario, pues en Córdoba abunda el vino de Montilla, que hace olvidar toda discreción a los postres de un banquete. Inexperto orador que se echa a nado a través de sus discursos, habó con amargura de su papel de rey constitucional, dando a entender que el porvenir sería amo absoluto.

Las Juntas militares deseaban también gobernar a España. Según ellas, los fracasos del ejército en Marruecos se debían a los gobiernos constituidos por hombres civiles, a "los políticos" que eran para el rey y para los militares una especie de víctimas expiatorias. Todos los males del país debían atribuirse a tales políticos. El día en que el rey y media docena de generales gobernasen España a su capricho, empezaría una época de venturas y el ejército obtendría victorias cada veinticuatro horas.

Primeramente, los militares metidos a políticos pensaron dar la dictadura al general Aguilera. Este señor, que era entonces presidente del Tribunal Supremo de Guerra y Marina, resultó un personaje menos bufo y de costumbres más honestas que Primo de Rivera. Pero una tarde surgió inesperadamente en el Senado una discusión entre personajes civiles y militares. El general Aguilera dijo que el honor de un militar es superior al honor de un hombre civil y el señor Sánchez Guerra, antiguo presidente del Consejo de Ministros, político conservador y hombre de temperamento nervioso, le contestó dándole dos bofetadas como demostración de que un civil puede ser tan hombre como un militar.

Gran escándalo parlamentario, explicaciones, todo lo propio del caso, pero Aguilera, a pesar de que es un hombre de historia valerosa, tuvo que quedarse con las dos bofetadas y no las pudo devolver. Después de este incidente, ya no era lógico pensar en dicho general para que fuese el dictador. ¿Qué miedo puede infundir un guerrero que recibe dos manoplazos de un simple abogado?

Y fue entonces cuando el rey pensó en Primo de Rivera, general desprestigiado por su conducta particular, poco querido en el ejército por la rapidez de su carrera, pero que estaba ocupando la Capitanía general de Cataluña.

De todos los generales del ejército español, el menos indicado para representar una revolución moralizadora es Primo de Rivera.

No quiero valerme de la vida particular de mis enemigos; pero con Primo de Rivera resulta inútil este escrúpulo. El mismo, dándose cuenta de su situación, ha hablado varias veces, como si hiciese penitencia pública, de la existencia que llevaba hasta hace poco más de un año, o sea, antes de ser dictador. (Según dicen muchos españoles, continúa llevando en la actualidad la misma existencia, pero con un poco más de recato).

Durante más de treinta años, cuando los militares españoles querían mencionar un caso de favoritismo inaudito, de nepotismo, mencionaban a Miguelito Primo de Rivera. En la actualidad, las gentes siguen llamándole Miguelito, porque, aunque es teniente general y gobierna arbitrariamente a toda España, imponiendo sus voluntades al mismo rey, continúa siendo tan Miguelito como en la época en que era teniente. Su carácter no ha cambiado.

Fue sobrino del capitán general Primo de Rivera que traicionó al gobierno revolucionario en 1874, ayudando a restaurar la dinastía de los Borbones. Este señor, que no tuvo hijos, concentró toda su influencia y su cariño en Miguelito para hacer de él, en poco tiempo, un continuador de las glorias de la familia.

Pocas veces se ha visto una carrera tan rápida. Ascendió casi tan aprisa como los generales de la primera República francesa y de Napoleón. Este mozo no pudo hacer un gesto sin que resultase un acto heroico. Allí donde España tuvo una guerra, allí estuvo él y a las veinticuatro horas de llegar ya había hecho algo extraordinario, únicamente comparable con las hazañas del Cid.

Reconozco que debe de ser un apreciable subalterno, un oficial valiente como los posee a miles el ejército español. Lo malo para estos miles de oficiales es que ellos no han tenido un tío como el capitán general Primo de Rivera, y sus actos habituales de valor sólo merecen cuando más una pequeña nota en la hoja de servicios. En cambio, Miguelito no desnudó jamás el sable sin que obtuviese un grado o un nuevo título de heroísmo.

Durante el período de las guerras coloniales, su tío hizo de él una especie de viajante comisionista del heroísmo militar. Lo envió a la guerra de Cuba para que obtuviese varios grados y cuando ya no era decente pedir más para él, lo remitió a Filipinas para que hiciera nueva cosecha. En resumen, que poco después de los treinta años ya era general; el general más joven del ejército español.

Jamás mandó un ejército. Ha sido siempre un subalterno. La primera vez que actúa de general en jefe es ahora, como presidente del Directorio, asesorado por otros camaradas no menos cubiertos de entorchados, condecoraciones y fajas.Estos oropeles vistosos no los libran a todos ellos de la vergüenza de ser zarandeados y golpeados por Abd-el-Krim, que fue su maestro de árabe y su compañero de juergas cuando vivía en Melilla como empleado del Gobierno español.

En Primo de Rivera el individuo resulta tan interesante como el "héroe". Yo he hablado con él dos veces nada más, pero como no resulta un personaje de grandes complicaciones intelectuales, hay de sobra con eso para conocerle. Nació en Jerez, la tierra del vino generoso, y tiene la verbosidad del meridional. Esto no significa una censura. Su facundia podía resultar un instrumento útil al servicio de una verdadera inteligencia. Pero Miguelito es algo así como un primo hermano de Alfonso XIII: un hombre de carrera fácil que se lo encontró todo preparado por el hecho de nacer, y cree saberlo todo y haber venido al mundo para solucionar los más difíciles problemas, diciendo una serie de perogrulladas...

Con su palabrería, suficiente y segura, me recordó a muchos generales improvisados que he conocido en México y en algunas pequeñas repúblicas de la América del Sur. Sólo le falta escribir versos malos para ser un perfecto héroe como los otros. Pero a falta de ello, redacta manifiestos casi pornográficos en los que alude a los órganos masculinos, echa requiebros a las mujeres españolas y comete extravagancias que hacen de él un personaje de horribles consecuencias para sus compatriotas, pero ameno y pintoresco para los extranjeros.

Tiene la locuacidad disparada de un barbero a la antigua con faja de general, de un Fígaro que mientras afeita al parroquiano arregla con su interminable y segura facundia la suerte del país. Diré más adelante cuáles fueron los primeros actos de gobierno del moralizador Miguelito.

En realidad, resulta una ironía de la suerte haber escogido a este alegre soldado para defensor de los principios morales. Primo de Rivera es eternamente joven, con una juventud vulgarota y escandalosa, buena para una guarnición de provincias. Recuerdo lo que contaban de él en Valencia cuando era capitán general de dicha región. Una vez, la gente se indignó contra él porque en el palco de un teatrillo le sorprendieron con una corista, consumando casi en presencia del público lo que los demás sólo se atreven a hacer a puerta cerrada.

De sus tiempos juveniles guarda la afición a visitar por la noche ciertas viviendas que en Francia ostentan un gran número sobre su puerta.

Aún en la actualidad, siendo dueño absoluto de España, los trasnochadores de Madrid encuentran muchas veces su automóvil oficial detenido en las cercanías de las más reputadas casas de lenocinio. Estas casas quedan cerradas para sus habituales parroquianos cuando las visita por la noche Su Excelencia y sus amigos.

Además, Primo de Rivera es uno de los más famosos jugadores de España. No hay círculo de juego que no le haya tenido por cliente. Se ha jugado lo suyo y lo de otros, y cuando se apoderó del gobierno para moralizar a España, andaba, según dicen, muy falto de dinero.

El último Gobierno lo envió de Capitán General a Cataluña por un azar,porque no había disponible para dicho puesto otro general. Desde el primer momento explotó su situación, ofreciéndose como un héroe a las clases más conservadoras y retrógradas de Barcelona. Este hombre tiene la monomanía de los órganos sexuales y a cada momento los alude en su conversación o los menciona en sus documentos políticos. Atropellando a los distintos gobernadores civiles que pasaron por Barcelona, hizo intervenir su autoridad caprichosa en todos los conflictos sociales. Muchas veces los patronos quisieron transigir con los obreros en huelga, por considerar de poca importancia las diferencias que les separaban; pero él se opuso a todo arreglo.

-Déjenme a mí -decía- ya es hora que estos canallas se encuentren con un hombre de muchos... como yo. Voy a meterlos en un puño.

Desde la Capitanía General de Cataluña se entendió con el rey para un golpe militar que derribase al gobierno constitucional. El golpe no pudo ser más fácil. El gobierno presidido por el marqués de Alhucemas era un gobierno de gente débil que no opuso la menor resistencia. Además, el general Aizpuru, ministro de la Guerra en dicho gabinete, fue un hombre desleal y sin escrúpulos, un traidor que se entendía con sus compañeros sublevados y desde el Ministerio ayudó y facilitó su complot. Por esto el Directorio, una vez triunfante, lo premió nombrándole Alto Comisario en Marruecos.

Si Alfonso XIII hubiera querido cortar la sublevación militar de Cataluña, podía haberlo hecho dirigiendo un simple telegrama al coronel de la Guardia Civil de Barcelona. Con ir éste en busca del Capitán General, agarrarlo de una oreja y llevarlo a la cárcel, hubiese terminado la insurrección, sin ningún otro incidente.

La sublevación militar de Primo de Rivera, lo mismo en Barcelona que en Madrid y otras poblaciones, fue una sublevación puramente de oficiales. Estos hablaron y amenazaron en nombre del ejército, pero el ejército permaneció encerrado en los cuarteles. Los soviets de oficiales muestran cierto miedo a sacar los soldados a la calle. Temen lo que puedan hacer al verse en la vía pública bajo el mando de jefes insubordinados que han suprimido las libertades de su país. Bien podría ocurrir que en vez de tirar contra el pueblo, tirasen contra los que tuviesen más cerca.

Pero el hecho es que Primo de Rivera realizó sin ningún obstáculo y de acuerdo con el rey, la sublevación militar de Cataluña. Es más: la realizó en medio del ruidoso entusiasmo de ciertas clases sociales.

Esto lo reconozco y me lo explico perfectamente. Miguelito, brillante hablador, algo retorcido y desleal en sus promesas, mostró entusiasmo aun cuando las palabras de dicho entusiasmo fueron muy vagas. Pero esto bastó para que los catalanistas ricos admirasen en él al sostenedor de la autonomía de su región. Además, los industriales y capitalistas más agresivos, al verse amenazados en su lucha con los obreros, lo aclamaron como un heroico paladín de la sociedad presente.

Todos estos elementos, al marchar él a Madrid, le saludaron en Barcelona como si fuese la aurora de un día glorioso. La gente inconsciente que al verse en una mala posición desea un cambio, sin pararse a determinar la forma de dicho cambio, vitoreó igualmente al vencedor sin combate.

Ya he dicho como la monarquía en cincuenta años ha desorientado a los españoles, envenenando su juicio. Existe en España un rebaño considerable que acepta las ideas, siempre que sean simples y fáciles, aun cuando resulten absurdas. El trabajo de monarquía ha consistido en hacer creer al país que todo lo malo que ocurre es por culpa de los políticos y, si de vez en cuando, hay algo bueno, esto no es obra de dichos políticos, sino del rey. El pobre monarca es un dechado de bondad; el haría toda clase de cosas buenas en favor de su pueblo, pero no le dejan los pícaros políticos que viven en torno de él. Y los pobres políticos, que no han sido más que unos domésticos de la monarquía, se ven atribuir toda clase de vicios y crímenes.

El vulgo español educado por los reyes tiene un apelativo fácil que aplica a todos su gobernantes:

-¡Ladrones! ¡Todos ladrones!

Y Miguelito, barbero locuaz con faja de general, que tiene una mentalidad poco más o menos como la del vulgo, encontró fácilmente el programa revolucionario para entusiasmar a la masa imbécil.

"El rey es un gran hombre; casi tan grande y tan puro como yo. Todos los políticos que han gobernado hasta ahora son un atajo de ladrones. Yo los desenmascararé y los meteré en la cárcel."

Y después de esta solemne promesa, el hombre providencial regenerador de la monarquía, emprendió el camino de Madrid para purificar España.


Vicente Blasco Ibáñez, Por España y contra el Rey








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