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972. Panorama de la cultura bajo el franquismo

Tengo en mi mesa algunos recortes recientes de prensa franquista. Son artículos o interviús sobre temas culturales: literatura, pintura, teatro, cine, y en todos se dice lo mismo. Todos reflejan la misma inquietud ante el porvenir, el mismo espíritu de abandono, un idéntico pesimismo acerca de los destinos y la significación de la cultura. Todos hablan de crisis, de dificultades, de derrotas. ¿Qué dice Pío Baroja, por ejemplo, en una interviú a Heraldo de Aragón (22 de enero) al preguntarle el periodista lo que opina de los novelistas surgidos en los últimos tiempos? «Hay poco que opinar... Sí, salió un Cela... algún otro; pero, en general, creo que ninguna de las novelas de los últimos veinte años, ni en España, ni en el mundo, quedarán como cosa definitiva. No son tiempos para la creación literaria; en nuestro país se lee poco y hay algunas dificultades para dar a luz con frecuencia libros imaginativos. Yo casi he llegado a la conclusión de que hablar de literatura, dedicarle nuestro esfuerzo, es perder el tiempo». Dejemos los comentarios para luego. ¿Qué dice Benito Perojo a Pueblo (27 de enero) hablando del cine? «...La gente no quiere nada con nuestro cine. Porque se hace mal... porque se elige mal cine... porque no le gusta a la gente lo que se representa... porque faltan temas de expresión». Y de paso hace constar Perojo que no hay entre el cine español de hoy y el norteamericano sino una diferencia de medios técnicos, pero no de concepción. También sobre cine dice en Carbón (30 de enero) otro periodista: «No tengamos fácil el chovinismo patriotero y digamos las cosas como son... Las cintas españolas sólo tienen un punto de comparación, hacia lo inferior, en las sudamericanas. No es falta de dinero, como se dice, ni falta de actores, como se subraya, ni de guionistas; es de todos esos elementos juntos, de la totalidad cineasta». Más claro, agua. ¿Qué dice Jardiel Poncela sobre el teatro lírico? ( La Voz de Galicia , 8 de marzo): «Es evidente que faltan autores de teatro... Hoy no existen músicos que hagan música buena, atrayente para el público... Todo es problema de producción».

Podríamos seguir citando indefinidamente, porque no pasa un día sin artículos de ese género en la prensa de allá. Artículos como éstos y artículos sobre la crisis de la edición y venta de libros, sobre los obstáculos económicos a un desarrollo del teatro, sobre la invasión de las librerías españolas por las traducciones (malas además) de obras extranjeras (¡y qué obras!), artículos sobre la vida difícil de los escritores jóvenes, etc., etc. Naturalmente, nada de eso puede sorprendernos. Ya lo sabíamos. Y es que un análisis teórico concreto del régimen franquista, de su contenido social, basta para llegar a la inapelable conclusión de que es imposible en España el florecimiento de actividades de creación cultural.

Conviene repetirlo: la cultura no es una realidad autónoma, con sus leyes propias de desarrollo, independiente de la sociedad. No cae milagrosamente del cielo, ni sale, como una Minerva en armas, del cerebro de Júpiter. La cultura, en sus múltiples y cambiantes formas -y aquí nos ocupamos ante todo de sus formas de creación imaginativa- es el producto, no mecánico, claro está, ni uniforme siempre, de las relaciones sociales existentes; la expresión ideológica de esas relaciones económicas y políticas. La cultura de cada época determinada es la expresión -la propiedad también, y el arma ideológica- de las clases entonces dominantes. Ahora bien, no es la sociedad un todo estático, sino una compleja realidad en marcha, resultado de la incesante lucha de clases. Eso quiere decir que puede, y suele haber, al mismo tiempo, varias culturas, siempre que exista una oposición de clases, y que acaba por triunfar, en cada época histórica, la cultura que refleje las aspiraciones de la clase ascendente. Las novelas y cuentos de Voltaire no nacieron en su mente, así, por casualidad, en el agradable retiro de su casa de Ferney; son la expresión novelesca y filosófica de la burguesía francesa en pugna contra el absolutismo monárquico. Y hoy, las obras de un Sartre, por ejemplo, no son sólo juegos de una imaginación perversa: son el reflejo desesperado, pesimista y envilecedor de la decadencia de esa misma burguesía.

Pues bien, si es la cultura un fenómeno social, ¿cuál puede ser la del franquismo, régimen de terror y explotación? ¿Qué realidades humanas, que aspiraciones creadoras podrán expresarse, culturalmente, bajo ese régimen? Ninguna. Que sepamos, los únicos testimonios «culturales» que nos ha dejado el nazismo son las macizas chimeneas cuadradas de los hornos crematorios, el recuerdo alucinador de un terrorismo salvaje que asesinó a millones de seres. Tampoco ha producido el fascismo mussoliniano una sola obra digna de mención. Y el franquismo no es, ni puede ser, una excepción a esa ley histórica general. A la miseria, al terror, al hambre, al empobrecimiento general responde como en eco, como otra consecuencia de la misma causa -la existencia del franquismo- el desarrollo terrible del pauperismo cultural. Según datos estadísticos internacionales el consumo de papel de periódico y de imprenta ha disminuido, por habitante, en un 50% desde 1935. El analfabetismo aumenta; los presupuestos de enseñanza disminuyen; la crisis económica se manifiesta también en todos los sectores de la actividad cultural. Naturalmente, se publican libros, y algunos hasta se venden; y los teatros funcionan; y se hacen películas. Pero, y eso es lo importante, sin hablar siquiera de la calidad de esas obras, de la misma manera que las riquezas económicas del país se han concentrado en manos de un grupo reducido de grandes terratenientes y grandes financieros, adictos al régimen, y que explotan a las masas gracias a éste, la riqueza cultural, el goce de sus beneficios, se reserva exclusivamente a esas mismas clases opresoras. La cultura en la España franquista es un coto cerrado al que no tienen acceso las masas populares, como no lo tienen a la democracia económica y política. En uno como en otro caso, el pueblo español tendrá que abrirse paso por una lucha sin tregua ni componendas.

Las consecuencias de ese monopolio capitalista de la cultura son evidentes. Las clases que disponen del Poder en España son clases decadentes, desprovistas ya de todo poder de creación cultural. Unas clases agónicas, y que lo saben, más o menos confusamente, son incapaces de crear valores nuevos, y hasta de enriquecer los suyos tradicionales. La ortodoxia clerical y moral que les sirve de ideología es un tronco muerto por el que no circulará ya la savia, una escolástica que repiten, sin saber porqué, como los bonzos del Tíbet hacen girar su molinillo de rezos. Por esa razón se explica la proliferación en España de una literatura y un arte chabacanos, sensacionalistas, cuyo sólo fin es «matar el tiempo», «hacer pasar un rato». Como dice en Heraldo de Aragón del 12 de marzo, Federico Oliván, en un artículo sobre la crisis de la edición en España: «Sólo se exhiben en las vitrinas de las librerías traducciones más o menos detestables, con títulos rimbombantes y tremendos, Terror , Noche sin aurora , Alba sangrienta , y una portada sensacionalista, a base de una mujer desmelenada». Literatura y arte de evasión, totalmente gratuitos, que componen el alimento espiritual de las clases dominantes, mientras se amontonan en los sótanos de las librerías los pesados «filosofía cristiana», las obras de «erudición» (otra manera de evadirse y esquivar los problemas actuales de la cultura) y los ejemplares de académicas y hueras revistas que nadie lee. Literatura y arte cuyo fin es también embrutecer al pueblo, deformar su gusto. Literatura estupefaciente, «opio para el pueblo», como la religión de los obispos latifundistas.

Conviene ahora calar más hondo. La sociedad franquista se enfrenta con una crisis que la sacude hasta sus más profundos cimientos, desde su base económica hasta su superestructura cultural, crisis que apresura la resistencia activa de las masas populares. En esa circunstancia es lógico que surjan en ella contradicciones, pues cada clase o sector de clase que participa o [64] se beneficia del Poder, intenta salvar lo suyo, ante la catástrofe que se avecina. Esas contradicciones económicas y políticas se traducen también, forzosamente, en el campo cultural. Por no ser ése el tema del presente artículo, baste con decir, para los fines que aquí se tienen a la vista, que la decadencia actual, y provisional -pues depende de un régimen político cuyos días están contados en el libro de la historia que hacen los hombres libres-, de la cultura española está adquiriendo a ese respecto rasgos característicos. Junto a la ortodoxia oficial, en sus dos aspectos, clerical y falangista, hasta la cual llega ya la marejada de la angustia y el miedo, y junto a la ponzoñosa «cultura de diversión» (en el más profundo sentido de la palabra) en que se refocilan las clases dirigentes, va desarrollándose una literatura «negra», pesimista, que allá, ¡sarcasmo de la historia!, se llama «nueva». Limitándonos al campo de la novela, La vida de Pascual Duarte , de Cela, Nada , de Carmen Laforet, Sobre las piedras grises , de J. Sebastián Arbó, y Las últimas horas , de José Suárez Carreño (los tres últimos libros han sido premiados), son, entre otras más, obras típicas de esa literatura. Pues bien, ¿qué representa ésta? Sencillamente la falta de perspectivas, la desesperación de las clases medias, en las que, sea dicho de paso, desde hace un siglo, más o menos, se reclutan los cuadros intelectuales de las naciones capitalistas. Esa pequeña y media burguesía sufre de algunos años acá, cada día más directa y dolorosamente, las consecuencias de la crisis nacional y general del capitalismo. Y por no haber comprendido todavía que su salvación reside en la alianza con las masas populares, en la lucha contra el régimen, por ligar todavía su destino al de los jerarcas del franquismo, sabiéndolos por otra parte condenados a desaparecer, las clases medias desorientadas secretan esa literatura pesimista.

En ella encuentran sin duda una especie de justificación. Las jóvenes generaciones intelectuales educadas bajo el franquismo -constatación que es preciso no perder nunca de vista- se imaginan quizá que están creando un nuevo «sentimiento de la vida», no ya tan sólo trágico, sino fatalista, esencialmente absurdo, a imagen y semejanza de un mundo caótico en que el individuo siempre es víctima de no se sabe qué fuerzas oscuras y monstruosas. Conviene desengañarlas. Ese sentimiento sólo es la transposición fetichista y mixtificadora, en el plano ideológico general, de una situación de clase científicamente analizable. No tiene valor universal alguno y está destinado a desaparecer con la clase que lo sustenta. Y además no es cosa nueva. Hace [65] largos años que se arrastran por la literatura burguesa decadente personajes como el Román de Carmen Laforet, el Juan Bausá de Arbó, o el Manolo de Las últimas horas , de Suárez Carreño. Sin volver hasta Dostoievski, que a todos estos escritores de la España actual les obsesiona, ¡y cómo se comprende!, Kafka, que yo sepa, no es de ayer, ni Faulkner, ni Galdwell. El primero era checo, los otros son norteamericanos y es que, precisamente, ese proceso de corrupción cultural se extiende a todo el mundo capitalista. Hoy día, convertida España en una semi-colonia del imperialismo anglosajón, los temas literarios se vacían de todo contenido auténticamente nacional -grandes cosas dijo sobre este problema nuestro Antonio Machado- y se convierten en temas del cosmopolitismo burgués. Lo que sí es seguro es que se comprende la inquietud reflejada en los artículos al comienzo citados en lo que atañe a la situación de la cultura franquista.

Volviendo a la interviú de Baroja, ¿qué decía el viejo novelista para explicar la poquedad de la producción literaria española actual? «No son tiempos para la creación literaria». ¿De verdad, don Pío? Se nos antoja que hace tiempo que debió cerrar usted sus ventanas sobre el mundo. ¿No son tiempos éstos en que millones de hombres edifican el mundo nuevo de la felicidad («la dicha es una idea nueva en Europa», decía ya Saint-Just, el más grande de los revolucionarios franceses de 1789), en que lo edifican después de haberlo defendido y salvado con legendario heroísmo? Si los tiempos no son propicios, que nos explique Baroja de dónde salen, limitándonos a estos últimos años, novelas como Sobre el Don apacible de Cholojov, La joven Guardia, de Fadeiev, La tempestad, de Ehrenburg, en la Unión Soviética; como Tierra violenta y Los caminos del hambre , de Jorge Amado, en el Brasil; como las de Howard Fast, en los Estados Unidos; como Los Comunistas , de Aragon, en Francia. Pero no podrá explicárnoslo Baroja. No querrá reconocer que si España se halla, por ahora, apartada de la corriente fructífera de la cultura pacífica y progresiva, ello sólo se debe a la existencia del régimen franquista.

Existen, sin embargo, en España todas las condiciones que se requieren para un renacer cultural. La rica experiencia de nuestra guerra de liberación ha demostrado que cuando el pueblo se incorpora a la dirección de la vida nacional se produce un brusco cambio cualitativo, revolucionario, que da a la cultura matices nuevos, perspectivas infinitas, insospechada amplitud. Nacen los romances y se abren escuelas, aumenta la tirada de los libros, porque éstos hablan de temas que a todos interesan y no sólo a una minoría de privilegiados. Ese rico caudal, que ha quedado sin explotarse a fondo, se ha enriquecido más y más, durante los últimos años, gracias a la resistencia activa del pueblo español. Existen, repetimos, las condiciones objetivas de un renacer cultural. Y también existen las condiciones subjetivas: la conciencia de los hombres libres, amordazados hoy, se ha crecido en España, entre sufrimientos y actos de heroísmo, a la altura de los tiempos nuestros, estos tiempos tan propicios para la creación literaria, pese a Baroja, porque sus caminos todos llevan hacia la liberación definitiva del hombre. Nosotros no nos desesperamos, porque nuestro optimismo se funda científicamente en la larga experiencia de los combates populares.

Una cosa, de todas maneras, es cierta. Cuando las masas populares tomen en sus manos los destinos de la nación y evalúen la herencia cultural de nuestra historia, para separar lo bueno de lo malo, lo útil de lo inútil, a fin de asimilarse tan sólo las auténticas tradiciones progresivas de nuestro pasado cultural, no cabe duda de que rechazarán, para siempre, todas las producciones de la «cultura» franquista. No hay en ellas nada que los hombres de mañana puedan considerar con un sentimiento que no sea el desprecio y la repulsión.


Jorge Semprum
Publicado en "Cultura y democracia" Nº 3, marzo 1950

Fotografía: Fiestas de la Victoria Poble Espanyol, 21 de mayo de 1939. AFB. Pérez de Rozas










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