Ernest Hemingway ( 21 de julio de 1899 – 2 de julio de 1961) En el frente de Aragón - Foto de Robert Capa |
«Hemingway informa sobre España»
The New Republic, 12
de enero de 1938
Durante gran parte de los pasados doce meses, Ernest
Hemingway ha estado informando sobre la guerra española para la North American
Newspaper Alliance. Al igual que en nuestro número del 5 de mayo de 1937,
presentamos aquí algunos pasajes seleccionados de sus informes recientes. Todos
ellos han sido publicados en diversos periódicos afiliados a la Alianza pero,
en ocasiones, esa publicación ha sido incompleta debido a la falta de espacio.
— Los editores.
En el frente de Aragón
Cuando llegamos hasta los americanos, estaban tumbados bajo
unos olivos junto a un arroyo. El polvo amarillo de Aragón soplaba sobre sus
cuerpos, sobre sus ametralladoras cubiertas, sobre sus rifles automáticos y
sobre sus cañones antiaéreos. Soplaba en nubes cegadoras levantadas por las
pezuñas de los animales de carga y las ruedas de los transportes motorizados.
Pero al resguardo de la orilla del arroyo, los hombres
estaban encorvados, temerosos y sonriendo con sus dientes, destellos blancos en
sus caras empolvadas de amarillo.
Desde que los vi en la primavera pasada, se han hecho
soldados. Los románticos se han retirado, los cobardes se han ido a casa con
los heridos graves. Los muertos, por supuesto, no están allí. Los que han
quedado son duros, de rostros impávidos y ennegrecidos; después de siete meses,
conocen su oficio.
Han combatido con las primeras tropas españolas del nuevo
ejército gubernamental, han tomado las cumbres y el pueblo de Quinto,
fuertemente fortificados, de un modo concebido y ejecutado con brillantez, y
han participado con tres brigadas españolas en el asalto final a Belchite, tras
haber sido cercada por el ejército español.
Tras la toma de Quinto, han desfilado veinte millas campo a
través hasta Belchite. Se han apostado en los bosques de las afueras del pueblo
y han avanzado con las tácticas de guerra de los indios, que son mucho más
seguras que las que conocen las infanterías. Cubiertos por un denso y certero
fuego de artillería, tomaron la entrada del pueblo. Entonces, lucharon durante
tres días casa por casa, habitación por habitación, rompiendo los muros con
piquetas, abriéndose paso con bombas, mientras intercambiaban disparos con los
fascistas en retirada desde las esquinas, las ventanas, los tejados y los
agujeros de las tapias.
Por último, se reunieron con las tropas españolas que
avanzaban por el otro lado y rodearon la catedral, donde cuatrocientos hombres
de la guarnición del pueblo seguían resistiendo. Estos hombres lucharon
desesperadamente, con valentía; un oficial fascista manejaba una ametralladora
desde una torre hasta que una bomba derribó la aguja de mampostería y cayó
sobre él y su arma. Lucharon alrededor de la plaza cubriéndose unos a otros con
fusiles automáticos y dispararon una ráfaga final sobre la torre. Entonces,
tras un combate que uno no sabe si clasificar como histérico o de máxima
valentía, la guarnición se rindió.
Robert Merriman, ex profesor de la Universidad de California,
y jefe del estado mayor de la XV Brigada, estuvo al mando del asalto final. Sin
afeitar, con la cara negra por el humo —sus hombres relatan cómo se abrió
camino a bombazo limpio— terminó con seis heridas leves por esquirlas de
granadas en las manos y la cara, pero se negó a que le vendaran las heridas
hasta que se tomara la catedral. Las bajas americanas fueron de 23 muertos y 60
heridos de un total de 500 hombres de todos los rangos que tomaron parte en las
dos operaciones. Las bajas totales del Gobierno en toda la ofensiva fueron de
2000, entre muertos y heridos. Toda la guarnición de 3000 tropas de Belchite
fue muerta o capturada, a excepción de cuatro oficiales que consiguieron
escapar del pueblo la noche anterior al asalto final.
En el Frente de Teruel
Avanzamos arrastrándonos con las manos y las rodillas sobre
el trigo y la paja con olor a limpio dentro de la oscuridad del refugio
subterráneo de la línea de fuego. Un hombre oculto dijo: «Allí, donde está la
cruz, ¿lo ve?».
Asomando la vista desde la oscuridad por una pequeña abertura
de la lente periscópica para ver la llanura amarillenta iluminada por la luz
brillante del sol, se podía distinguir una colina de cima aplanada y laderas
empinadas como una proa de barco que resaltaba en la llanura protegiendo la
población de ladrillos amarillos construida sobre las riberas del río.
Sobresalían cuatro agujas de catedral. Tres caminos con verdes árboles a los
lados la recorrían. La rodeaban verdes campos de remolachas. Parecía bonita,
tranquila e intacta, y su nombre era Teruel. Los rebeldes la habían tomado al
principio de la guerra. Al fondo hay unas cortadas rojas, esculpidas por la
erosión en forma de tubos de órgano y detrás de las cortadas, a la izquierda,
hay un Devil's Playground de áridas tierras rojas.
—Lo ve, ¿no? —preguntó el hombre de la oscuridad.
—Sí —contestó el escritor, y, tras hacer turismo y volver a
la guerra, giró el periscopio otra vez hacia la loma solitaria, escudriñando
las cicatrices blancas y las erupciones de la superficie que mostraban la
extensión de sus fortificaciones.
—Ese es el Mansueto. Por eso no hemos tomado Teruel —dijo el
oficial.
Si se observa esa fortaleza natural que protege la ciudad por
el este, flanqueada por varios montículos en forma de dedal que sobresalen de
la llanura como conos de géiser, bien fortificados, se da uno cuenta del
problema que presenta Teruel para cualquier ejército que intente tomar la
ciudad desde cualquier dirección, excepto el noroeste.
Las columnas anarquistas se habían apostado en los cerros más
altos durante ocho meses, sentían tanto respeto por el problema que evitaron
todo contacto con el enemigo. En muchos lugares, los viejos frentes que vimos
quedaban a entre uno y tres kilómetros de la alambrada del enemigo, con cocinas
en medio de la línea de fuego y que parecían sitios a los que retirarse. El
único contacto que se establecía con el enemigo era el puramente amistoso,
según un oficial republicano ahora al mando de una parte de este sector, cuando
los anarquistas invitaban a las fuerzas rebeldes a jugar al fútbol.
Madrid
Dicen que nunca oyes al que te alcanza. Eso es cierto para
las balas porque, si las oyes, es que ya han pasado. Pero este corresponsal oyó
el último obús que cayó en este hotel. Lo oyó desde el momento de salir de la
batería, y después acercarse con un silbido creciente, como un tren del metro
que choca contra la cornisa y baña la habitación de yeso y cristales rotos. Y
mientras oyes el vidrio sonar al caer y acercarse el siguiente, te das cuenta
de que, por fin, estás de vuelta en Madrid.
Ahora Madrid está tranquilo. El frente activo se encuentra en
Aragón. Hay pocos enfrentamientos en Madrid, a excepción del minado, el
contraminado, asaltos a trincheras, bombardeo de trincheras con morteros y
ataques de francotiradores. Existe un estancamiento del cerco de guerra
constante que ocurre en Carabanchel, Usera y la Ciudad Universitaria. Las
ciudades se bombardean muy poco. Algunos días no hay bombardeos, el tiempo es
estupendo y las calles están llenas. Las tiendas tienen mucha ropa; las
joyerías, las tiendas de fotografía, los vendedores de cuadros, todo está
abierto y los bares repletos.
Hay escasez de cerveza y es casi imposible conseguir whisky. Los
escaparates de las tiendas están plagados de imitaciones españolas de todo tipo
de licores cordiales, whiskys y vermú. No se recomiendan para
uso interno, aunque yo estoy dándome algo llamado Milords Ecosses Whiskey en la
cara después de afeitarme. Escuece un poco, pero me siento muy higiénico. Me
parece que se podría curar el pie de atleta con él, pero hay que tener cuidado
de no derramarlo sobre la ropa porque se come la lana.
La muchedumbre está contenta y los cines con sacos de arena
en la entrada se llenan cada tarde. Cuanto más nos acercamos al frente, más
contenta y optimista está la gente.
En el frente mismo, el optimismo llega a tal punto que este
corresponsal, muy en contra de su buen juicio, fue persuadido anteayer para ir
a nadar a un río que forma una tierra de nadie en el frente de Cuenca.
El río tenía una corriente fuerte, estaba muy frío y
completamente dominado por posiciones fascistas, lo cual me dio más frío aún.
Me daba tanto frío la idea de nadar en esas circunstancias que, cuando me metí
al agua, la sentí muy agradable. Pero fue más agradable aún cuando salí y me
puse detrás de un árbol.
En ese momento un oficial del Gobierno, que formaba parte del
optimista grupo de nadadores, mató una culebra de agua con su pistola, aunque
atinó sólo al tercer disparo. Eso produjo una reprimenda de otro oficial, no
tan totalmente optimista, quien le preguntó qué quería conseguir con el
tiroteo, ¿que nos apuntaran con ametralladoras?
Ese día ya no disparamos a más culebras, pero vi tres truchas
que debían de pesar más de cuatro libras [algo menos de dos kilos] cada una;
corpulentas, macizas, de lomos gruesos, y que saltaban para atrapar los
saltamontes que les echaba formando remolinos tan hondos como si hubiera tirado
un adoquín al agua. A lo largo del río, por donde no conducía ningún camino hasta
que llegó la guerra, se veían truchas: pequeñas donde era menos profundo y las
más grandes en las pozas y en las orillas sombreadas. Es un río por el que vale
la pena luchar, sólo que está un poco frío para bañarse. En este momento, acaba
de caer un obús sobre una casa, calle arriba del hotel donde estoy escribiendo
esto. Un niño pequeño llora en la calle. Un miliciano lo recoge y lo consuela.
No ha habido muertos en nuestra calle, y la gente que echó a correr reduce la
carrera y sonríe nerviosa. Uno que no corrió mira a los demás con aire de
superioridad y la ciudad en la que estamos viviendo ahora se llama Madrid.
Brunete no fue un último esfuerzo desesperado del Gobierno
por mitigar el asedio de Madrid, sino la primera de una serie de ofensivas
basadas en la suposición realista de que la guerra podría durar dos años.
Con el fin de comprender la guerra española, es necesario
darse cuenta de que los rebeldes están manteniendo una sola línea de trincheras
unidas entre sí a lo largo de un frente de 800 millas [1287 kms].Tienen
ocupados pueblos fortificados, muchos de ellos desconectados de otras defensas;
pero los que dominan el campo que los rodea, como lo hacían los castillos en la
vieja época feudal, deben ser alcanzados, rodeados y asaltados al igual que los
castillos en la antigüedad.
Las tropas que han estado a la defensiva durante nueve meses,
esperando a atacar, aprendieron sus primeras lecciones en abril, en la Casa de
Campo: en la guerra moderna, los ataques frontales contra buenas posiciones de
ametralladora son suicidas. La única forma de vencer la superioridad que dan
las ametralladoras en la defensa, si los defensores no se dejan amedrentar por
el bombardeo aéreo, es atacar por sorpresa, en la oscuridad o con una hábil
maniobra.
El Gobierno empezó a maniobrar en una contraofensiva que
venció a los italianos en Guadalajara. En Brunete, las tropas gubernamentales
no tenían la experiencia suficiente como para tomar sus objetivos a tiempo y
permitir que todo el frente pudiera avanzar. Pero resistieron y repelieron una
contraofensiva que les costó a los rebeldes más hombres de los que se podían
permitir perder. Se calculó que las bajas republicanas fueron 15 000. La
contraofensiva rebelde en ese terreno descubierto, sin ningún elemento sorpresa,
debe de haberles costado muchas más.
Mientras que las tropas de Franco han ido avanzando esta
semana en Asturias, las tropas del Gobierno acaban de concluir otra ofensiva en
el extremo norte de Aragón, lo cual los deja a poca distancia de Jaca. Justo
ahora están cerca de Huesca, Zaragoza y Teruel. Pueden seguir luchando
indefinidamente de esta manera, mejorando sus posiciones con una serie de
pequeñas ofensivas, con objetivos limitados, diseñados para ser llevados a cabo
con un mínimo de bajas, mientras enseñan a su ejército a realizar maniobras que
les preparan para operaciones dentro de un plan general.
Mientras esto continúa, Franco se ve obligado constantemente
a desviar tropas para hacer frente a las ofensivas menores. Puede continuar
tomando ciudades con «nombre», sin importancia estratégica definitiva,
avanzando a lo largo de la costa y mejorar así su posición internacional con
evidentes éxitos rentables, o puede afrontar lo inevitable, aunque aplazable:
la necesidad de atacar Madrid otra vez, así como sus líneas de comunicación con
Valencia.
En cuanto a Franco, creo se metió en un aprieto cuando avanzó
sobre Madrid y no consiguió tomar la ciudad, una situación de la que nunca
logrará librarse. Tarde o temprano debe jugárselo todo en una ofensiva importante
sobre la meseta castellana.
Cuartel general del ejército republicano, frente de Teruel
Durante tres días se han cortado las comunicaciones de Teruel
y las fuerzas del Gobierno han tomado sucesivamente Concud, Campillo y
Villastar, importantes localidades defensivas que protegen a la ciudad desde el
norte, el suroeste y el sur.
El viernes, cuando estábamos observando la ciudad desde lo
alto de una colina, inclinados sobre unos pedruscos, sin poder sujetar apenas
los prismáticos por el vendaval de cincuenta millas [80,5 km] que levantó la
nieve de las laderas y la azotó contra nuestras caras, las tropas del Gobierno
tomaron el cerro de la Muela de Teruel, una de esas curiosas formaciones con
aspecto de dedal, similares a conos de géiseres extintos, que protegen la
ciudad.
Fortificada con emplazamientos de hormigón para las
ametralladoras y rodeada por trampas para tanques hechas con pinchos forjados
con acero de raíles, se consideraba inexpugnable, pero cuatro compañías la
asaltaron como si los expertos militares no les hubieran explicado nunca lo que
significaba inexpugnable. Los defensores retrocedieron hacia Teruel y, un poco
más adelante en esa misma tarde, mientras observábamos, otro batallón atravesó
los emplazamientos de hormigón del cementerio y las últimas defensas de Teruel
fueron aplastadas o contenidas.
Con temperaturas muy bajas, un viento que hacía de la
supervivencia una tortura y ventiscas intermitentes, el ejército de Levante y
una parte del nuevo ejército de maniobras, sin la ayuda ni la presencia de
ninguna Brigada Internacional, había lanzado una ofensiva que estaba obligando
al enemigo a luchar en Teruel cuando se sabía que Franco había planeado
ofensivas contra Guadalajara y otras en Aragón.
Anoche, cuando dejamos el frente de Teruel para conducir toda
la noche hasta Madrid y enviar este artículo, fue comunicada la presencia de
1000 soldados italianos llevados desde el frente de Guadalajara al norte de
Teruel, donde los aviones republicanos ametrallaron y bombardearon tropas,
trenes y otros transportes. Las autoridades calculan que se estaban congregando
unos 30 000 soldados fascistas en la carretera de Calatayud a Teruel para una
contraofensiva. Así, a pesar del mal tiempo, Teruel ha sido tomada, la ofensiva
ha cumplido su propósito de obligar a Franco a actuar precipitadamente y
abandonar su plan de realizar ofensivas simultáneas contra Guadalajara y Aragón.
En esta región tan fría como un grabado de acero, salvaje
como una ventisca de Wyoming o un Hurricane Mesa observamos
la batalla que podría ser la decisiva de esta guerra. En la guerra peninsular,
Teruel fue tomada por los franceses en diciembre y aquel fue un buen precedente
para atacarla en esta ocasión. A la derecha había montañas nevadas con laderas
cubiertas de bosques, debajo había un sinuoso puerto de montaña que los
rebeldes mantenían ocupado por encima de Teruel en la carretera a Sagunto,
desde donde muchas autoridades militares esperaban que Franco lanzara un ataque
hacia la costa. Abajo estaba la gran fortificación natural de color amarillo y
con forma de acorazado que es el Mansueto, la principal protección de la
ciudad, que los republicanos habían pasado sin advertir, yendo en dirección al
norte, dándola por inútil como un acorazado encallado.
La aguja y las casas de color ocre de Castralvo estaban muy
próximas. Las tropas gubernamentales entraron allí mientras estábamos
observando. A la derecha, cerca del cementerio, había enfrentamientos y se
veían humaredas de las explosiones de obuses, en tanto que más atrás, la
ciudad, ordenada pulcramente sobre el erosionado fondo de areniscas rojas,
permanecía tranquila como una oveja demasiado asustada para temblar cuando
llegan los lobos.
Faltaba por ver qué podían hacer los italianos y los moros de
Franco en este momento en las condiciones atmosféricas en Teruel. Los caballos
nunca podrían haber resistido las condiciones de esta ofensiva. Los automóviles
tenían los radiadores helados y los bloques del motor agrietados. Pero los
hombres podían soportarlo, y lo hicieron. Sigue siendo cierto: se necesita la
infantería para ganar batallas, y las posiciones inexpugnables sólo son tan
inexpugnables como la voluntad de los que las defienden.
Cuartel general del ejército republicano, frente de Teruel
A nuestra izquierda estaba comenzando un ataque. Los hombres,
encorvados, bayoneta calada, avanzaban con paso difícil, mantenido durante la
dura ascensión de un asalto cuesta arriba. Dos hombres fueron alcanzados y
quedaron atrás. Uno de ellos mostraba la expresión de sorpresa de quien tiene
su primera herida y no es consciente de qué causa tanto daño sin dolor. El otro
sabía que estaba muy mal. Todo lo que yo quería era una pala para levantar un
montículo de tierra donde esconder la cabeza, pero no había palas a mi alcance.
A nuestra derecha estaba la gran masa amarilla del Mansueto.
Detrás de nosotros, la artillería del Gobierno español había abierto fuego y,
tras el disparo, llegaba un ruido como de seda al rasgarse, y después los
repentinos géiseres negros que surgían de la potente carga explosiva de los
proyectiles que impactaban sobre las fortificaciones de la tierra arañada del
Mansueto.
De repente, oímos vítores que se extendían por el frente, y
en la loma más cercana vimos a los fascistas corriendo desde sus líneas.
Corrían a saltos y trompicones, no de pánico, sino en
retirada, y cubriéndola, los puestos de ametralladora, más alejados, barrían
con su fuego nuestras lomas. Deseé con vehemencia la pala, y entonces vimos
tropas del Gobierno avanzando con firmeza sobre la loma. Continuó así todo el
día y por la noche estábamos seis kilómetros por detrás de donde había
comenzado el primer ataque.
Ese día no se levantó humo. Tras el frío polar, la ventisca y
el temporal que duraron cinco días, hacía un tiempo de «veranillo de san
Miguel» y las explosiones de obuses arreciaron y luego disminuyeron lentamente.
Durante todo el día las tropas atacaban, se detenían, y volvían a atacar. Según
íbamos por la carretera, las tropas que esperaban en la cuneta, confundiéndonos
con altos militares dado que no hay nada más distinguido en el frente que la
ropa civil, gritaban: «Míralos allá arriba en el cerro. ¿Cuándo atacamos?
Dígannos cuándo podemos ir».
Nos sentamos detrás de unos árboles, árboles gruesos y
cómodos, y vimos ramillas saliendo de las marchitas ramas bajas. Observamos a
los aviones fascistas dirigirse hacia nosotros y buscamos refugio en un
barranco, sólo para verlos girar y hacer un círculo para bombardear las líneas
republicanas próximas a Concud. Pero todo el día nos movimos siguiendo el
constante e ingrato avance de las tropas republicanas. Subir las laderas,
cruzar las vías del ferrocarril, tomar el túnel, subir hasta el Mansueto, bajar
a la carretera cerca de la curva del kilómetro 2 y, por último, subir las
últimas cuestas hacia el pueblo, las agujas de cuyas siete iglesias y casas
ordenadas de forma geométrica relucían al sol poniente.
El cielo de la noche se había llenado de aviones del
Gobierno; los cazas parecían revolotear como golondrinas, y mientras
observábamos su delicada precisión con nuestros prismáticos, esperando ver un
combate aéreo, llegaron dos camiones haciendo ruido, se detuvieron, dejaron
caer su portón trasero para descargar una compañía de chicos que se movían como
si fueran a un partido de fútbol. Sólo cuando se veían sus cinturones con
dieciséis bolsas de bombas y los dos sacos que llevaba cada uno se sabía lo que
eran: «dinamiteros».
El capitán dijo: «Éstos son muy buenos. Verás cuando ataquen
la ciudad». Así, con el corto arrebol del sol poniente, y las luces de los
disparos iluminando la ciudad, más amarillas que las chispas de los tranvías
pero igual de imprevistas, vimos a esos muchachos desplegarse a cien yardas
[914 m] de nosotros, cubiertos por una cortina de ametralladoras y fusiles
automáticos, arrastrarse silenciosamente hasta la última cuesta del borde de la
ciudad. Dudaron un momento detrás de un muro, después llegó el estruendoso
relámpago rojo y negro de las bombas. Saltaron el muro y entraron en la ciudad.
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