Por Lola Campos
En los primeros años del siglo XX
llegaba a Huesca, procedente de Cataluña, un nuevo profesor, Joaquín Monrás
Casanovas, que se establecía con su esposa, María Casas y sus tres hijos.
Estaban criando a María Pilar, Conchita y Joaquín, que crecían en medio de
comodidades aunque en una España inquietante.
La hija intermedia se casaría años
después con Ramón Acín, un artista anarquista con el que vivió momentos
apasionantes durante trece años. Ambos fueron fusilados en 1936, dejando un
legado artístico importante y una leyenda que sigue en pie.
Huesca fue el principal escenario de las
dichas y sinsabores de Concepción Monrás Casas, nacida en Barcelona un 8 de
diciembre de 1898. Los primeros pasos de Conchita por Cataluña han sido
borrados por el paso del tiempo. Queda su huella en una Huesca de apenas quince
mil habitantes, conservadora y desigual, que contemplaba con respeto las
evoluciones de una familia acomodada cuyas hijas estudiaban en el colegio de
Santa Rosa y el hijo en el Instituto. La madre moriría pocos años después, de
modo que los niños vivieron con la abuela y el padre, quien contrajo años
después nuevo matrimonio.
La primera hija acabaría cursando
Farmacia en Barcelona y el único hijo montó, al concluir los estudios, negocios
de exportación de vinos y casó con una hermana de Ramón J. Sender. Conchita era
entonces, y lo serí a después, algo diferente.
Una mujer enérgica e independiente, un
espíritu libre que se adelantaba a su tiempo. Pero, al fin y al cabo, una buena
hija que acabó sus estudios y sacó la carrera de piano. Si Conchita Monrás
hubiera sido una mujer al uso habría matrimoniado con un hombre corriente que
le reportara una vida cómoda y sin sobresaltos. Pero no era el caso.
Conchita y Ramón Acín, que trabajaba
como profesor de Dibujo en las Escuelas Normales, contrajeron matrimonio el 6
de enero de 1923 en la iglesia de Santo Domingo. Dejaba él una vida de ajetreo
entre Huesca y Madrid, donde había entablado relación con la intelectualidad
progresista, entre quienes se encontraban García Lorca, Luis Buñuel y otros
miembros de la Residencia de Estudiantes. La joven pareja se llevaba diez años
de diferencia pero entre ellos había compañerismo, complicidad y un común
concepto de la vida.
Habían tenido un noviazgo apasionado en
el que Ramón Acín puso a prueba sus dotes de escritor, otra habilidad que le
reportó tantos éxitos como problemas. Conchita era una mujer esbelta, de porte
fino, una morena resultona a quien su novio, citando a Maupassant, escribió que
sería esfinge de belleza, estrella del amanecer, vaso espiritual, puerta del
cielo o rosa mística. Y algunas cosas más que resultarán certeras, “serás
siempre el consuelo de mi aflicción y la causa de mi alegría”. Esto quedaba
escrito antes de la boda ya que después vendría la vida cotidiana. Que resultó
poco cotidiana.
El joven matrimonio se instaló en la
casa del marido, en un piso del antiguo palacete de los Ena, situado en la
calle de las Cortes, subiendo a la catedral. Vivían de alquiler compartiendo
vecindad con otros miembros de la familia. Fueron trece años de vida frenética,
de esperanzas y riesgos. En ese mismo año nacería Katia, la primera hija de
Ramón y Conchita. Dos años después vendría al mundo Sol, la segunda y última
descendiente de la pareja. Formaban una familia feliz, preocupada porque el
nivel del que ellos disfrutaban no alcanzara al resto de la poblacion.
En aquella casa de amplias escaleras,
con suelos de ladrillo rojizo y fogones de carbón en la cocina, se respiraba
anarquismo. Un espíritu de libertad que no impedía ser social con los vecinos,
cordial con los adversarios, combativos con el pensamiento y firmes en la
acción. Las niñas no iban a colegios de la ciudad porque tenían profesores en
casa. Era una libertad vigilada, de modo que no leían un libro o no veían una
película que antes no hubieran sido supervisados. Los padres odiaban la
violencia y no deseaban que las niñas se recrearan en ella. Conchita jugaba con
sus hijas a dibujar y leer Platero de Juan Ramón Jiménez o a recorrer el mundo
con libros de viajes. Mientras les hacía sus rubias coletas investigaba sobre
sus conocimientos en Geografía.
En la casa de Concha Monrás las jaulas
sólo contenían pajaritas de papel. A fin de cuentas se creía en un mundo sin
ataduras ni crueldades. Ramón Acín llevaba su ideario anarquista a las cosas
más domésticas y su mujer, lejos de disuadirle, le acompañaba entusiasmada en
esta lucha a favor de un mundo más justo. La sensatez de ella impedía que, pese
a la generosidad de él con todo y con todos, la familia se quedara sin
sustento. Concha vivía bien, tenía la ayuda de alguna criada pero debía poner
prudencia al idealismo del marido.
Ya en la década de los años treinta el
matrimonio tuvo que enfrentarse a un montón de acontecimientos en los que se
vio envuelta toda la sociedad española. Concha seguía siendo el sustento de la
casa, ayudaba a planificar los veraneos en el Pirineo, un año en Saqués, otro en
Aínsa o el siguiente en Cataluña. Las niñas continuaban sus estudios en casa o
sus juegos en el hortal próximo, donde se reunían con toda la chiquillería del
barrio. Katia y Sol eran dos chicas felices, perfectamente ataviadas y su madre
una mujer dispuesta a vivir con el reloj adelantado. Así se apuntaba a jugar al
tenis en las improvisadas pistas del Velódromo cuando pocas mujeres se atrevían
a ello. O acompañaba al marido en sus viajes a Barcelona o Madrid.
Conchita Monrás y su marido eran, por lo
tanto, un matrimonio poco convencional. A Ramón le consentían en casa que
prolongara sus jornadas laborales con las obligaciones políticas. Se reconocía
la labor que el artista hacía con los obreros de la ciudad, a los que daba
clases gratuitas de dibujo en el Círculo Oscense. Otros no entendían sus
meriendas de fin de semana con los trabajadores en un intento de cambiar el
mundo desde abajo. Concha no era una mujer temerosa y por lo tanto entendía que
su marido escribiera artículos incendiarios en los periódicos o que fuera como
delegado de la CNT a congresos y mítines. Los sueños requieren sacrificios.
La familia Acín-Monrás digería todo con
naturalidad. El padre le había prometido un día a Buñuel que si le tocaba el
gordo de la lotería le produciría la película Tierra sin pan.
Cuando en 1931 la suerte le sonrió con un premio de buen nivel todos
entendieron que Ramón cumpliera su palabra, de modo que Conchita y sus hijas
también disfrutaron de los preparativos del rodaje en Madrid antes de partir a
Las Hurdes, o del coche descapotable amarillo que se compró para la película.
Conchita, en este mundo en creciente
agitación, era el complemento de su marido. Donde no llegaba él llegaba ella, o
al revés. Por las noches, en un rito que recuerda a la perfección Katia, la
única superviviente de esta especial familia, la madre interpretaba obras
musicales al piano hasta que las niñas caían rendidas a los sones de Mozart o
Chopin. El aire cultural que respiraba la casa iba de lo clásico a lo moderno,
dando paso, por ejemplo, a la radio. Aquel aparato con lámparas refulgentes
deslumbró no sólo a la familia sino al vecindario, de forma que los niños del
barrio se agrupaban en las escaleras para escuchar las voces que salían de esa
caja mágica. En la casa las tertulias eran algo familiar para Conchita, como lo
eran las piezas antiguas que su marido llevaba para crear un Museo de
Antropología y a las que ella quitaba chinches y mugre. Entre tanto cultivaba
el esperanto.
La militancia anarcosindicalista de
Ramón Acín marcó, lógicamente, la rutina de la familia, sometida a tantos
vaivenes como la vida política española. Cuando el artista daba con sus huesos
en la cárcel a causa de algún artículo periodístico o reunión prohibida,
Conchita procuraba que todo siguiera igual a la espera de su regreso.
Concha sufría por los avatares políticos
del marido pero disfrutaba de estar casada con un buen escritor, con un
magnífico ilustrador y con un escultor en auge. Sus exposiciones fuera de
Huesca y su actividad social alimentaban esa satisfacción nunca completa ya que
el futuro se adivinaba incierto. Así pudieron comprobarlo todos en 1930, el día
que Fermín Galán, gran amigo de la familia, fracasó en su sublevación junto a
García Hernández. Nadie se equivocó al temer entonces lo peor.
Ramón tuvo que huir hacia Francia
dejando aquí a su familia. Y Conchita se quedó en Huesca esperando
acontecimientos, procurando que las niñas no se angustiaran.
Muchas tardes cogía a una hija de cada
mano y marchaba a las Mártires a poner flores sobre la tierra donde Galán había
sido fusilado. Era su último tributo a este amigo, nada afortunado en amores,
que envidiaba a su marido por tener una compañera como ella.
La llegada de la II República supuso
otro inmenso alivio para Concha e hijas que a punto estuvieron de marchar a
vivir a París, donde Ramón compartía vivencias con lo más granado del exilio
español. Fue incluso uno de los momentos más gratificantes para todos. El mismo
14 de abril ella y las niñas tuvieron que salir al balcón de casa a saludar a
los manifestantes que se arremolinaban en la calle gritando a favor del marido
y padre ausente antes de tomar la Alcaldía. Ramón Acín era entonces un héroe.
Al día siguiente Concha, Katia y Sol se reencontraron con él en la plaza mayor
de Ayerbe, donde fue recibido por una multitud enfervorizada.
Los años siguientes no fueron cómodos
para nadie y menos para Conchita y los suyos. Ramón viajó continuamente a
Madrid, unas veces solo y otras acompañado por la familia, hospedándose siempre
en el hotel Dardé. Las represiones del Gobierno republicano alcanzaron al
esposo de Conchita, que de nuevo tuvo que disimular ante las hijas por las
ausencias del padre. Ramón Acín entraba y salía de la cárcel, agitaba a las
masas en el Olimpia, escribía artículos defendiendo un mundo más limpio y sin
violencia y trabajaba en su taller.
Aquel verano de 1936 Conchita y familia
permanecían en la casa de Huesca. El día 17 de julio a Ramón un conocido le
dijo que algo raro se estaba preparando. En su casa nadie se alarmó lo
suficiente pero tomaron precauciones, no salían y vigilaban los movimientos de
los falangistas oscenses, que se habían presentado en varias ocasiones a
buscarlo. El día 6 de agosto, a las cinco de la tarde, un grupo de ellos volvió
a la casa con intenciones más ejecutivas. A sus once años de edad algo intuyó
Sol, que los vio llegar desde una ventana. Y algo más profundo sintió Concha
cuando empezó a ser presionada por los fascistas, que la golpearon hasta
obligar a su marido a abandonar el escondite.
El matrimonio fue llevado a la cárcel.
Por la noche Ramón sería fusilado en las tapias del cementerio, siendo una de
las ciento treinta personas que cayeron ese día. Conchita estuvo presa hasta el
día 23 de agosto, en una celda sin luz y sin colchón, acusada de haber
insultado a la autoridad. Ese día fueron fusiladas ciento treinta y ocho
personas, entre ellas la esposa de Ramón Acín y madre de Katia y Sol. Dejó un
recado a una compañera de cárcel: Dales besos a mis hijas, si es que llegas a
salir.
Muchos años después este encargo pudo
ser transmitido a las hijas de Conchita, que tras aquella tragedia fueron
obligadas a llamarse Ana María y María Sol. Pero ellas siempre han sido Katia y
Sol y siempre han guardado la memoria fresca del ideario paterno y los restos
con los que se encontraron tras el saqueo oficial. Un mural dedicado a Galán y
García Hernández fue arrojado al Isuela y buena parte de las antigüedades
coleccionadas por Ramón Acín y conservadas por Concha Monrás fueron robadas por
los falangistas. La casa fue desmantelada y las niñas pasaron a vivir con unos
tíos, junto a unas primas.
Vestidas de luto riguroso, incluidas las
enaguas, a las hijas de Conchita el destino les obligó a pasar de una familia
de izquierdas a una familia de derechas, les hizo ir a colegios e incorporarse
a una sociedad diferente a la soñada. Del blanco al negro. Pero apoyadas por
sus familiares salieron adelante. Conservaron buena parte de la obra artística
del padre y algunos recuerdos de la madre. Eso sí, mantuvieron el espíritu de
sus progenitores, el sentimiento de ser diferentes, y subsistieron con ese
fondo de tristeza que invade a cuantos les ha sido pisoteada la vida. Katia, la
hija superviviente de Conchita, lo recuerda todavía hoy en voz baja, esperando
que un día la obra de su padre tenga un cobijo digno. Sería el final feliz a
una historia desgraciada.
Aragonesas en la historia
Concha Monrás Casas
Barcelona, 1898 - Huesca, 1936
http://antoncastro.blogia.com/
Me impresiona la fortaleza y alegría del matrimonio, pero al mismo tiempo me llevo un disgusto tremendo por lo acaecido en la época.
ResponderEliminarFue terrible lo que vivió esta familia. terrible lo que vivieron tantas de esta país.
ResponderEliminarUna brazo.