Para curar un malestar, es necesario aclararlo. Y, ciertamente, nosotros vivimos en el malestar. Hemos elegido salvar la Paz. Pero, al salvar la paz, hemos mutilado a los amigos. Y, sin duda, muchos entre nosotros estaban dispuestos a arriesgar la vida por los deberes de la amistad. Éstos sienten ahora una especie de vergüenza. Pero si hubieran sacrificado la paz, sentirían la misma vergüenza. Porque en ese caso estarían sacrificando al hombre: estarían aceptando el derrumbamiento irreparable de las bibliotecas, las catedrales, los laboratorios de Europa. Estarían aceptando arruinar sus tradiciones, habrían aceptado cambiar el mundo en nube de cenizas. Y por eso hemos oscilado de una opinión a la otra. Cuando la Paz nos parecía amenazada, descubríamos la vergüenza de la guerra. Cuando la guerra nos parecía evitada, sentíamos la vergüenza de la Paz.
No hay que dejarse ir en ese asco por nosotros mismos: ninguna decisión lo podría haber evitado. Es necesario que nos repongamos y busquemos el significado de ese asco. Cuando el hombre choca con una contradicción tan profunda, es que ha planteado mal el problema. Cuando el físico descubre que la tierra con su movimiento arrastra al éter donde la luz se mueve, y cuando, al mismo tiempo, descubre que ese éter permanece inmóvil, no por ello renuncia a la ciencia, sino que cambia el lenguaje y renuncia al éter.
Para descubrir dónde reside ese malestar, es preciso sin duda dominar los acontecimientos. Es necesario, durante unas horas, olvidar a los Sudetes.
Si miramos demasiado de cerca, estaremos ciegos. Nos es preciso reflexionar un poco sobre la guerra, ya que, a la vez, la rechazamos y la aceptamos.
Sé que se me dirigirán ciertos reproches. Los lectores de un periódico reclaman reportajes concretos, no reflexiones. Las reflexiones están bien en las revistas o en los libros. Pero sobre esto yo tengo una opinión diferente.
Tengo siempre ante mis ojos la imagen de mi primera noche de vuelo en Argentina. Una noche de tinta.
Pero, en aquella nada, vagamente luminosas como estrellas, las luces de la humanidad en la llanura.
Cada estrella significaba que en plena noche, allí abajo, alguien estaba pensando, alguien leía, alguien buscaba las confidencias. Cada estrella, como un fanal, señalaba la presencia de una consciencia humana. En una, quizás alguien meditaba sobre la felicidad de los hombres, sobre la justicia, sobre la paz. Perdida en aquel rebaño de estrellas, era la estrella del pastor. Allá en otra, quizás alguien entraba en comunicación con los astros, ocupándose en cálculos sobre la nebulosa de Andrómeda. Allá al otro lado alguien amaba. Por todas partes ardían esos fuegos en el campo, reclamando su alimento, hasta los más humildes. El del poeta, el del profesor, el del carpintero. Pero, entre aquellas estrellas ardientes, cuántas ventanas cerradas, cuántas estrellas apagadas, cuántos hombres dormidos, cuántos fuegos que ya no daban luz, por no haber sido alimentados.
Poco importa que el periodista se equivoque en sus reflexiones, nadie es infalible. Aunque no penetre en todas las moradas, poco importa, son las moradas donde hay alguien despierto las que crean el significado de un territorio. El periodista ignora cuáles son las que comunicarán con él, pero poco importa, él espera, cuando echa los sarmientos al viento, mantener alguno de esos fuegos que de trecho en trecho arden en el campo.
Fueron trabajosas las jornadas que vivimos ante los altavoces. Era como la espera de contrataciones ante el portón de hierro de una fábrica. Los hombres, amontonados para oír hablar a Hitler, ya se veían hacinados en los vagones de mercancías, después repartidos detrás de los instrumentos de acero, al servicio de esa fábrica en la que la guerra se ha convertido. Ya enrolados en una gigantesca tropa de faena, el investigador renunciaba a los cálculos que le ponían en comunicación con el universo, el padre renunciaba a las sopas de la anochecida que embalsamaban la casa y el corazón, el jardinero, que había vivido para una rosa nueva, aceptaba no embellecer ya la tierra. Todos nosotros estábamos ya desarraigados, confundidos y arrojados a montón bajo la piedra de molino.
No por espíritu de sacrificio, sino por abandono al absurdo. Ahogados en las contradicciones que no sabemos ya resolver, desanimados por la incoherencia de los acontecimientos que ningún lenguaje aclara ya, admitíamos oscuramente el drama sangrante que por fin nos había impuesto deberes sencillos.
Nosotros sabíamos sin embargo que toda guerra, desde que se dirime con el torpedo y la yperita, sólo puede abocar al derrumbamiento de Europa. Pero somos poco sensibles, mucho menos de lo que imaginamos, a la descripción de un cataclismo.
Asistimos cada semana, hundidos en nuestras butacas de cine, a los bombardeos de España o de China. Sin sentirnos destrozados nosotros mismos, podemos oír las bombas que hieren las profundidades mismas de las ciudades. Admiramos los tirabuzones de seda y de cenizas que esas tierras volcánicas lentamente propalan en el cielo. Y ¡sin embargo! es el grano de los graneros, son los tesoros familiares, la herencia de las generaciones, la carne de los niños quemados la que, dilapidada en fumatas, engorda lentamente esa negra nube.
Yo he recorrido en Madrid las calles de Argüelles, donde las ventanas, como ojos reventados, no encerraban ya más que blanco cielo. Sólo los muros habían resistido, y tras las fachadas fantasmales, el contenido de los seis pisos quedaba reducido a cinco o seis metros de escombros. Del techo a la base, los tablones de roble macizo sobre cuyos cimientos habían vivido generaciones su larga historia familiar, donde la sirvienta, en el instante mismo del trueno, ponía quizás los blancos manteles para servir la cena y el amor, donde las madres, quizás, ponían unas manos frágiles en las frentes ardorosas de niños enfermos, donde el padre meditaba la invención del día siguiente, esos cimientos que todos pudieron creer eternos, de un solo golpe, en la noche, se habían tambaleado como canastas, vertiendo su carga al hoyo.
Pero el horror no pasa la batería y, ante nuestros ojos, con la indiferencia del espectador, los torpedos del avión caen sin ruido, en vertical, como sondas, sobre esas moradas vivientes a las que vaciarán sus entrañas.
No lo digo con indignación, aquí nos falta la clave de un lenguaje. Somos los mismos hombres que aceptarían arriesgarse a morir por un solo minero atrapado o por un solo niño desesperado. El horror nada demuestra. Yo no creo que esas reacciones animales tengan eficacia alguna. El cirujano entra en el hospital y no experimenta ese encogimiento de corazón que el espectáculo del sufrimiento desencadena en las niñas. Su piedad, de otra manera más elevada, pasa por encima de esa úlcera que va a curar. Él palpa y no escucha las quejas.
Así, a la hora del alumbramiento, cuando los gemidos comienzan, un gran fervor sacude la casa. Hay pasos precipitados en el vestíbulo, preparativos, llamadas, y nadie se asusta de esos gritos que la joven madre misma olvidará, que se enquistarán en la memoria, que no cuentan. Y sin embargo ella se retuerce y sangra. Y unos brazos nudosos la sostienen, brazos de verdugo, que ayudan a la expulsión del fruto, que arrancan la carne de su carne. Pero se trabaja; y se sonríe. Y se cuchichea: “Todo va bien”. Se prepara una cuna; se prepara un baño tibio; hay carreras bruscas a la puerta; se oye un enorme portazo, y alguien grita: “¡Gracias al cielo, es un niño!”.
Si sólo disponemos de descripciones del horror, no tendremos razón alguna contra la guerra, pero tampoco tendremos ninguna razón si nos contentamos con exaltar la dulzura de la vida y la crueldad de los duelos inútiles. Hace ya algunos millares de años que hablamos de las lágrimas de las madres. Hay que admitir ya que ese lenguaje no impide en absoluto que los hijos mueran.
No es desde luego en los razonamientos donde encontraremos la salvación. Más o menos numerosos, los muertos... ¿a partir de qué número son aceptables?. No fundaremos la paz sobre esa miserable aritmética.
Diremos: “Sacrificio necesario... La grandeza y la tragedia de la guerra...” O, más bien, no diremos nada. No poseemos en absoluto un lenguaje que nos permita expresar sin razonamientos complicados la diferencia de las muertes. Y nuestro instinto y nuestra experiencia nos hacen desconfiar de los razonamientos: todo puede demostrarse. Una verdad no es aquello que se demuestra: es lo que simplifica al mundo.
Nuestro tormento es un tormento viejo como la especie humana. Ha presidido los progresos del hombre.
Una Sociedad evoluciona y sigue intentando captar, mediante el instrumento de un lenguaje caduco, las realidades presentes. Válido o no, somos prisioneros de un lenguaje y de las imágenes que éste acarrea. Es ese lenguaje insuficiente el que se hace, poco a poco, contradictorio: nunca lo son las realidades.
Solamente cuando el hombre forja un concepto nuevo, entonces se libera. La operación que hace progresar no es en absoluto la que consiste en imaginar un mundo futuro: ¿cómo sabríamos tener en cuenta las contradicciones inesperadas que nacerán mañana de nuestras premisas, y que, imponiendo la necesidad de síntesis nuevas, cambiarán la marcha de la historia?. El mundo futuro escapa al análisis. El hombre progresa forjando un lenguaje para pensar el mundo de su tiempo. Newton no preparó el descubrimiento de los rayos X previendo los rayos X. Newton creó un lenguaje simple para describir los fenómenos que conoció. Y los rayos X, de creación a creación, surgieron de él. Toda otra acción es utopía.
No busquéis más qué medidas salvarían al hombre de la guerra. Deciros: “¿Por qué hacemos guerras si al mismo tiempo sabemos que son absurdas y monstruosas?. ¿Dónde está la contradicción?. ¿Dónde reside la verdad de la guerra, una verdad tan imperiosa que domina el horror y la muerte?”. Si lo conseguimos, entonces no nos abandonaremos ya, como a algo más fuerte que nosotros, a la ciega fatalidad. Solamente entonces nos salvaremos de la guerra.
Ciertamente, podéis responderme que el riesgo de la guerra reside en la locura humana. Pero con ello estaréis renunciando a vuestro poder de comprensión. Podríais igualmente afirmar: la tierra gira en torno al sol porque ésa fue la voluntad de Dios.
Puede ser. Pero ¿qué ecuaciones pueden traducir esa voluntad? ¿En qué lenguaje claro podemos traducir esa locura, para así liberarnos de ella?.
Así, me parece que los instintos salvajes, la rapacidad o el gusto por la sangre siguen siendo claves insuficientes. Suponen dejar de lado lo que quizás es esencial. Es olvidar todo el ascetismo que rodea a los valores de la guerra. Olvidar el sacrificio de la vida. Olvidar la disciplina. Olvidar la fraternidad en el peligro. Olvidar, a fin de cuentas, todo cuanto nos impresiona de los hombres de la guerra, de todos los hombres que en las guerras han aceptado las privaciones y la muerte.
El año pasado, visitaba el frente de Madrid y me parecía que el contacto con las realidades de la guerra era más fértil que los libros. Me parecía que, sólo del hombre de la guerra, era posible sacar enseñanzas sobre la guerra.
Pero para encontrar lo que hay en él de universal, es preciso olvidar que hay bandos y no discutir en absoluto las ideologías. Los lenguajes acarrean contradicciones tan inextricables que hacen desesperar de la salvación del hombre. Franco bombardea Barcelona porque, dice, Barcelona ha masacrado a los religiosos. Franco protege pues los valores cristianos. Pero el cristiano asiste, en nombre de los valores cristianos, en Barcelona bombardeada, a la carnicería de mujeres y niños. Y ya no comprende más.
Son, me dirán ustedes, las tristes necesidades de la guerra... La guerra es absurda. No obstante hay que elegir un bando. Pero me parece que primero es absurdo un lenguaje que obliga a los hombres a contradecirse.
No objetéis tampoco la evidencia de vuestras verdades, pues tenéis razón. Todos tenéis razón. Tiene razón incluso el que achaca la desgracia del mundo a los jorobados.
Si declaramos la guerra a los jorobados, si lanzamos una imagen de una raza de jorobados, aprenderemos rápidamente a exaltarnos. Todas las villanías, todos los crímenes, todas las prevaricaciones de los jorobados, se las reprocharemos. Y así habrá justicia. Y cuando ahoguemos en su sangre a un pobre jorobado inocente, nos encogeremos de hombros tristemente: “Son los horrores de la guerra... Éste paga por otros... Paga por los crímenes de los jorobados...” Pues, ciertamente, los jorobados también cometen crímenes.
Olvidad pues esas divisiones que, una vez admitidas, conllevan todo un Corán de verdades inquebrantables y el fanatismo asociado a ellas. Podemos clasificar a los hombres en de derechas y de izquierdas, en jorobados y no jorobados, en fascistas y demócratas, y esas distinciones son inatacables; pero la verdad, ya lo sabéis, es aquello que simplifica el mundo, y no aquello que crea el caos. ¿Y si preguntáramos al hombre de guerra, sea quien sea, no escuchándole justificarse con su lenguaje insuficiente, sino viéndole vivir, cuál es el sentido de sus aspiraciones profundas?.
Antoine de Saint-Exupéry,
"Paz o Guerra", "España ensagrentada"
Paris-Soir, 2 de octubre de 1938
No hay comentarios:
Publicar un comentario