Tus hijas de América, que te mirábamos vivir,
sentíamos a tu lado el placer de creernos superiores; nos sabíamos oprimidas
e ignorantes, pero junto a ti éramos mayores.
Tú tenías más hijos que nosotras y no te sentabas
fácilmente en la terraza de un café —las mujeres del Norte y las europeas
también te miraban con desprecio—.
Tú no habías luchado en la retaguardia de la guerra y
eras hasta hace poco una menor ante las leyes. Tú lo oías todo con indiferencia
y seguías copiando los arabescos en tus rizos y mirando a tu hombre en los ojos
de tus hijos. [...]
Tú eras, aún ayer, pasión melancólica y pagana que se
inclinaba sobre los retablos y hoy eres la flor roja nacida en la trinchera.
Todo lo que en otras vino lentamente enseñado en el
vivir y en el pensar y el comprender, a ti te lo enseñó el dolor en la
primera etapa, trágica y sin saber qué era un fascista lo sentiste tu enemigo y
lo mataste. Y al matarle con toda tu pasión arrastraste al mundo entero tras de
ti, enseñándole a odiar a los que te odiaban. Y el odio prendió y creció y se
hizo carne en nosotras todas porque el fascista había cometido el mayor crimen, el más horrendo y el más negro: había muerto los hijos de la madre
española. De esa española que no quiso nunca antes sino eso: tener hijos; que
no se inquietó ni prendió la ambición en su corazón ante ningún otro halago de
la gloria, que concentró en ellos todas sus alegrías y todos sus dolores y
todos sus renunciamientos porque ellos llegaran a su vez a tener alegrías y
dolores perpetuándose en la vida.
Marta Vergara
"La Mujer Nueva", abril de 1937
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