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1109. Habitación con baño en el Hotel Florida

Bombardeo en la Gran Vía de Madrid


Cuando los bombardeos no paran, un hombre se siente más seguro afeitándose y aspirando el familiar olor del jabón.

Por John Dos Passos

Me despierto de repente con la garganta seca. Aún no es de día. Estoy acostado en una cama cómoda, en una habitación de hotel limpia y bien dispuesta, viendo el rectángulo color añil claro de la ventana. Me siento en la cama. De nuevo, el silbido agudo y creciente, el impacto estruendoso, el golpeteo de las tejas, el tintineo con el que caen los cristales rotos y los fragmentos de granito. Debe de haber caído cerca porque el hotel ha temblado. Mi cuarto está en el séptimo u octavo piso. El hotel está en una colina. Desde la ventana puedo ver toda la parte antigua de Madrid por encima de los tejados que se apiñan cubiertos de tejas del color del hollín manchadas de amarillo claro y rojo, bajo el azul metálico que brilla antes del amanecer. Esta ciudad compacta se extiende a lo lejos hasta donde alcanza la vista, con sus calles estrechas, chimeneas sin humo, torres con cúpulas brillantes y afilados chapiteles de pizarra propios de la Castilla del siglo XVII. Todo está recortado en metal bajo la brillante luz acerada. De nuevo el chirrido, el estruendo, el crujido, las vibraciones del bombardeo sobre algún lugar. Después, otra vez el silencio, cortado sólo por los débiles quejidos de un perro herido y, muy suavemente, en uno de los tejados se forma un humo amarillo sucio, se eleva, se espesa y se expande por el aire quieto de un cielo bajo muy azul. Los débiles quejidos continúan sin cesar.

Es muy temprano para levantarse. Trato de volver a la cama, me duermo y me despierto casi de inmediato con la garganta igual de seca, con la misma sensación de opresión en el pecho. Los bombardeos continúan. No son muy intensos, pero están condenadamente cerca. Mejor me visto. Hay agua corriente en el baño, aunque todavía no ponen el agua caliente. Un hombre se siente seguro afeitándose, aspirando el olor familiar del jabón de afeitar en un cuarto de baño limpio. Tras un baño y un afeitado me pongo el albornoz mientras pienso que, después de todo, esto es lo que los madrileños tienen en lugar de un despertador desde hace cinco meses. Bajo las escaleras para ver qué hacen los chicos. Continúan los bombardeos. El hotel, normalmente tan tranquilo a esta hora, está lleno de ajetreo y confusión.

Por todas partes se abren de repente las puertas de los balcones que rodean la fuente acristalada. Hombres y mujeres a medio vestir huyen precipitadamente de las habitaciones del frente, arrastrando maletas y colchones hacia las habitaciones traseras. Un camarero con el cabello ondulado sale una y otra vez de varias puertas distintas, siempre rodeando con el brazo a diferentes chicas que ríen o lloriquean. Gran exhibición de despeinados y lencería.

Abajo, los corresponsales se mueven por allí adormilados. Un inglés se pone a hacer café en una cafetera eléctrica que de inmediato hace saltar los plomos, al mismo tiempo que se derrite el enchufe. Un francés en pijama reparte pomelos a todos desde la puerta de su habitación.

Los bombardeos continúan. Nadie parece saber cómo llegar a donde está el café, hasta que una señora novelista de Iowa, y que va completamente vestida, se encarga de él y lo distribuye a los demás sirviéndolo en vasos, junto con tostadas quemadas y porciones del pomelo del francés. Todos se van animando y se ponen a hablar hasta que no queda café. Para entonces, el bombardeo ha disminuido un poco y vuelvo a la cama a dormir una hora más.

Cuando me volví a despertar todo estaba tranquilo. Había agua caliente en el baño. De algún sitio entre los tejados apiñados bajo la ventana flotaba un tenue aroma de fritura de aceite de oliva. En los balcones del hotel todo parecía tranquilo y normal. Las camareras de mediana edad y gesto amable estaban por allí, con sus delantales impecables, limpiando en silencio. En el piso de abajo los camareros servían el café matutino. Fuera, en la plaza de Callao, había algunos baches en el pavimento que no estaban la noche anterior. Alguien dijo que allí fuera habían matado a un viejo vendedor de periódicos. Ayer, el portero del hotel resultó herido en un muslo por una bala de ametralladora.

El sol de media mañana calentaba en la Gran Vía a pesar del viento seco y helado de la primavera castellana. Según salía hacia el animado bullicio de la ciudad, no pude evitar pensar en el Madrid que conocí hace veinte, dieciocho, cuatro años atrás. Los tranvías son los mismos, las caras cetrinas y de largas narices de los madrileños son las mismas, con la misma mezcla de cabezas apepinadas y marrones de los campesinos: las mujeres, con sus chales oscuros, tampoco parecen ser muy diferentes. Por supuesto que ya no se ve a la «gente bien». Está en Portugal y en Sevilla, o en su tumba. De todas maneras, nunca vi a ninguno de ellos a una hora tan temprana. Los agujeros de metralla y las huellas de los fragmentos voladores no han cambiado el aspecto general de la calle, como tampoco lo han hecho los carteles políticos pegados en cada trozo libre de los muros, ni el hecho de que la gente vista con ropa raída y predominen los uniformes color caqui o de dril azul. Es precisamente lo habitual de todo esto lo que produce la sensación de pesadilla. De pronto me topo con el hotel en el que mi esposa y yo nos alojamos la última vez que estuvimos aquí. La entrada de la calle parece normal, así como el almacén de al lado, pero en las plantas altas del edificio y en la planta donde estaba nuestra habitación hay huellas de disparos y se ven tantos agujeros como en un queso suizo.

Hoy, casi nadie pasa por la Gran Vía sin acelerar el paso un poco, ya que es la calle donde caen más proyectiles, pero nadie corre tanto como para detenerse y echar una mirada al alto edificio de tipo neoyorquino de la Telefónica para ver si tiene nuevos agujeros de metralla. Resulta gracioso cómo el edificio menos español de Madrid, la torre barroca de la International Tel and Tel de Wall Street, el símbolo del poder colonizador del dólar, se ha convertido en la mente de los madrileños en el símbolo de la defensa de la ciudad. Es notable que cinco meses de bombardeos intermitentes hayan producido tan poco daño. Hay tan pocos agujeros y desconchones que podrían repararse en un par de semanas. En el lado del que provienen los disparos se han tapiado las ventanas de varias plantas. La ostentosa ornamentación de época apenas se ha desportillado.

En el interior se siente uno especialmente seguro. El sistema íntegro del servicio telefónico sigue funcionando dentro de las oscuras oficinas. Los ascensores funcionan. Todo da una sensación como de domingo en un edificio del centro de Nueva York. Los censores de prensa —un español cadavérico y una austriaca regordeta y bajita de voz agradable— están en su gran oficina silenciosa. Dicen que van a trasladar su oficina a otro edificio. Es muy molesto pedir a los periodistas que se agachen durante un bombardeo cada vez que tienen que registrar un artículo, y los censores empiezan a sentir que los artilleros de Franco les están persiguiendo personalmente. Ayer mismo, la mujer austriaca vio cómo un trozo de metralla incendiaba su habitación y se le quemaron todos sus zapatos, y el censor, al salir a comer, había visto junto a él a una señora hecha pedazos. No es de extrañar que el censor sea un hombre nervioso; parece falto de sueño y de alimento. Habla como si comprendiera, sin que eso le produzca un gran placer personal, la importancia de su papel de guardián de esos teléfonos que son el nexo con otros países más felices, donde se hace la guerra civil con los créditos-oro de los libros de contabilidad bancarios y los contratos de municiones y las conversaciones en los elegantes sofás rojos de las antesalas diplomáticas, en lugar de con obuses de seis pulgadas y pelotones de ejecución. No da la impresión de estar muy satisfecho con su trabajo. Pero es difícil para uno, que es más o menos un agente libre de un país en paz, hablar sobre muchas cosas con hombres que están encadenados a los bancos de galera de una guerra.

Es un alivio alejarse de los cuadros de mando del poder y caminar por las calles soleadas. Si uno sigue la Gran Vía, detrás de la plaza de Callao, cuesta abajo en dirección a la Estación del Norte, y se detiene durante un momento en una excelente librería que se mantiene abierta, se encuentra la primera barricada defensiva. Está sólidamente construida con adoquines unidos con cemento, colocados en orden y que llegan a la altura de la cabeza. Es el lugar de la última resistencia y donde los hombres morirán si los fascistas penetran.

Bajo por la calle. Solía ser la forma más placentera y rápida de llegar al campo, por la sombreada avenida que recorre el Manzanares, donde esa iglesia pequeña y gruesa que dicen conserva unos frescos de Goya, y pasar por la puerta de hierro para llegar al Real Sitio de El Pardo. Ahora es el camino más directo hasta el frente.

En la siguiente barricada hay un centinela de ojos almendrados quien, sonriente, me pide que le muestre mi pase. Es cubano. Hablamos como americanos. De alguna manera existe un lazo entre nosotros porque venimos del mundo occidental.

Hay trincheras hechas con sacos de arena en la gran y recientemente terminada plaza de España. Las enormes estatuas de bronce de Don Quijote y Sancho Panza se orientan con curiosidad hacia la posición enemiga en Carabanchel. En un edificio de barracas de la esquina, un grupo de las Brigadas Internacionales está esperando para comer. Caras francesas, caras belgas, caras del norte de Italia; exiliados alemanes, hombres barbados ennegrecidos por el sol, muchachos jóvenes; una sensación de energía y de desesperación emana de ellos. Los dictadores les han robado su mundo; han perdido sus casas, sus familias, sus esperanzas de vida o su carrera; están contraatacando.

Subiendo por otra loma está el armazón quemado de las barracas del Cuartel de la Montaña, donde la gente de Madrid aplastó la revuelta militar el pasado julio. Ahora estamos viendo la amplia calle limítrofe del paseo de Rosales. Solía ser uno de los sitios más placenteros para vivir en Madrid, gracias a sus edificios de pisos de cuatro y cinco plantas con vistas al valle del Manzanares y los árboles de los viejos parques y campos reales. Ahora es tierra de nadie. Las líneas cruzan el valle de abajo, pero si uno sale del Paseo se aprecia una vista completa del enemigo apostado sobre las colinas de enfrente, y los moros son unos tiradores extraordinariamente buenos.

Unos excursionistas se escabulleron con gran rapidez a una casa en una esquina. Allí están el vestíbulo estrecho y la hilera de timbres, y las escaleras oscuras y bastante mugrientas de las casas de pisos típicas de Madrid, pero en lugar del piso del señor fulano de tal en la tercera planta, cuando se abre la puerta de vidrio esmerilado uno se encuentra con… el frente de guerra. El resto de la casa ha volado. La puerta de vidrio esmerilado se abre al vacío, a los pies se abre un pozo lleno de escombros y de mobiliario roto; después, la avenida vacía y más allá, cruzando el Manzanares, una vista magnífica del enemigo. En la planta superior hay una habitación en ese mismo lado que permanece intacta; si se mira con cuidado a través de los postigos casi destrozados, se ven las trincheras y los puestos de avanzada en lo alto de la colina, una nueva trinchera gubernamental a media colina y, para rematar la imagen, como siempre, la gran barrera nevada coronada por nubes que es el Guadarrama. Las líneas están tranquilas; ni un sonido. A través de los prismáticos podemos ver algunos milicianos que se pasean detrás de un grupo de árboles. Después de todo, es la hora de la comida. No se puede esperar que empiecen una batalla para complacer a unos paseantes.

De regreso al hotel a través de las calles vacías del maltrecho barrio que está detrás el Paseo, tenemos ocasión de ver todas las curiosas secuelas del fuego de artillería y del bombardeo aéreo entre las casas. El más común es el efecto «casa de muñecas»: la fachada o un lateral del edificio se desprenden y dejan al descubierto los salones, los dormitorios, las cocinas, los comedores, camas de hierro retorcidas colgando, elaboradas arañas de luces pendientes sobre el vacío, un piano suspendido en el aire, un aparador con los platos aún dentro, un espejo con marco de estuco dorado brillando en lo alto de un amasijo de ruinas donde todo lo demás ha sido destruido.

Después de comer, camino por la parte moderna de la ciudad para visitar a la madre de un viejo amigo mío. Es el mismo apartamento en el que ya he estado de visita en varios viajes anteriores. La misma vieja sirvienta vestida de negro con un delantal blanco almidonado me abre la puerta de las oscuras habitaciones blancas, con el viejo mobiliario de roble y nogal que me recuerda un poco las estancias de Felipe II en El Escorial. La madre de mi amigo está mucho más avejentada que cuando la vi por última vez, pero sus ojos, bajo las cejas bellamente arqueadas y aún oscuras, son tan bonitos como siempre; cuando habla, siguen teniendo el mismo destello negro. Con ella está una hermana mayor llegada de Andalucía: una mujer de pelo blanco tan anciana que ya no participa en la conversación. Han estado en Madrid desde que «el movimiento», como lo llaman ellas, empezó. Su hijo ha tratado de que se vayan a Valencia, pero ella no quiere dejar su piso y no le gustaría que los fascistas pensaran que la han asustado tanto como para huir. Claro que conseguir comida es un incordio, pero ya son viejas y no necesitan mucho, dice ella. Incluso podría invitarme a comer; yo podría venir algún día aunque no podría esperar comer demasiado. Me cuenta qué periódicos le gustan; después terminamos hablando sobre los viejos tiempos cuando vivían en El Pardo y su esposo, el médico, estaba vivo y yo solía ir a verlos atravesando el precioso parque de encinas que siempre me hizo sentir como si estuviera caminando por el fondo de una pintura de Velázquez. El parque era un coto real de caza y, en tiempos de los Borbones, estaba protegido por cepos para personas y guardas de caza vestidos con trajes goyescos. Los ciervos eran mansos. Mientras tomábamos el té y los pastelillos de pasta de almendra, hablamos de los paseos por la sierra, del esquí y de las visitas a los pueblos castellanos abandonados y olvidados, y del placer de observar la construcción de las edificaciones antiguas, y de las fotografías y de los poemas de Antonio Machado.

Cuando salí a la calle vacía volví a escuchar disparos de artillería a lo lejos. Como medida de precaución crucé hasta la estación de metro y me fui en un vagón repleto hasta la Gran Vía. Cuando salí del ascensor de la estación, me di cuenta de que no había tanta gente como siempre caminando en dirección a la calle de Alcalá. Tendían a permanecer de pie al lado de las puertas.

Estaba pensando en que esta parte de la ciudad estaba bastante intacta cuando, frente a Molinero, la pastelería donde solíamos ir en los intermedios de los conciertos sinfónicos del Circo Price a comer los pastelillos de pasta de almendra y yema con crema batida en los viejos tiempos, al bajar de la acera piso un charco de sangre. Habían echado agua encima, pero quedaban restos entre los adoquines. Tanta sangre debe de haber sido de una mula o de varias personas heridas al mismo tiempo. Lo rodeé. Pero lo que observaba todo el mundo era la división de «El Campesino», con sus nuevos uniformes caqui, que desfilaba por la calle de Alcalá con banderas y armas y camiones italianos capturados en Brihuega. Los clarines sonaban y los tambores batían mientras las banderas ondeaban a la luz de la tarde y los hombres jóvenes y los niños vestidos de caqui parecían saludables y seguros, caminando tan morenos tras su vida en el frente, con el color marcado en las caras gracias al viento que azota en las sierras. Los seguí hasta la Puerta del Sol que, a pesar de los dos bloques quemados por bombas incendiarias, tenía un aspecto prácticamente normal en el bullicio de la caída de la tarde, llena de chicos limpiabotas y vendedores de periódicos, y gente vendiendo cordones de zapatos y briquetas de carbón y libros forrados de papel.

En la isleta del centro, donde está la estación de metro, un hombre viejo me limpió los zapatos.

Detrás de mí oí un par de tiros a una calle de distancia. Al sonido seco le siguió un humo amarillo y un olor a polvo de granito que se esparció lentamente. No hubo más. Los grupos de personas charlando en las esquinas siguieron charlando. Quizá unas pocas personas más decidieron tomar el metro en lugar del tranvía. Pasó una ambulancia. El viejo siguió limpiándome los zapatos meticulosamente.

Empecé a pensar que el artillero del general Franco, fumando un cigarrillo mientras veía la silueta de la ciudad desde la colina de Carabanchel, me estaba apuntando a mí. Por fin, el viejo quedó satisfecho con su trabajo y colocó su caja de lustre para esperar al siguiente cliente mientras yo cruzaba la plaza en forma de media luna en medio de un grupo cada vez menor de gente en dirección al viejo Café de Lisboa. Pasar por las puertas giratorias de vidrios grabados, sentarme en el desteñido sofá de color verde guisante y acomodarme para leer los periódicos bebiendo una copa de vermú, era como volver atrás veintiún años hasta aquel invierno en que salía de mi fría habitación en lo alto de una casa en el otro lado de la Puerta del Sol para calentarme aquí con un café durante toda la mañana. Los periódicos, naturalmente, estaban llenos de victorias; es tiempo de guerra. Cuando salgo del café a las siete, hora del cierre, y me dirijo al Hotel Florida, es casi de noche. Por alguna razón, la ciudad parece más segura por la noche.

Los corresponsales comen en el sótano del Hotel Gran Vía, casi frente al edificio de la Telefónica. Se entra cruzando el vestíbulo oscuro y a través de una especie de despensa, y se bajan unas escaleras por detrás de la cocina hasta un sitio semejante a una cueva que todavía tiene luces color de rosa y un aire de club nocturno puesto patas arriba. Allí se sientan en una mesa larga los corresponsales extranjeros profesionales y los jóvenes redentores del mundo y los miembros de las delegaciones radicales extranjeras. En las mesas pequeñas de los huecos suele haber milicianos e internacionales de juerga, y un puñado de jovencitas de la «brigada de entre las sábanas».

Esta noche en particular, en una mesa especial, hay un grupo de peces gordos que son parlamentarios ingleses, incluida una duquesa. Para ellos, éste ha sido un día también especial, porque los artilleros del general Franco han cazado más civiles que de costumbre. De hecho, fuera del hotel, y justo frente a los ojos de la duquesa, dos pacíficos madrileños fueron reducidos repentinamente a una masa sanguinolenta. Tuvieron que limpiar las salpicaduras de sesos de las puertas giratorias sin cristales del hotel. Pero aun horrorizados como estaban, los peces gordos británicos se habían puesto a cenar.

De hecho se habían comido todo lo que había, así que cuando empezó el goteo de corresponsales estadounidenses con el estómago vacío, excepto por el whisky y les dieron una rebanada de jamón rancio, hubo una explosión del espíritu del setenta y seis. ¿Por qué una maldita asquerosa etcétera duquesa podía comer tres platos mientras un esforzado periodista estadounidense tenía que pasar hambre?

Un pequeño púgil ex peso gallo, ligeramente borracho, que acudía con frecuencia al antro con un elegante uniforme de miliciano y que en el pasado solía hacerse amigo de los miembros del contingente gringo —los cuales eran generosos con el licor— se convirtió en nuestro héroe cuando profirió entre dientes unas terribles amenazas sobre clausurar el lugar y mandar a los cocineros y a los camareros al frente, asquerosos acaparadores que se escondían tras las faldas de la CNT, que eran todos hijos de mujeres fáciles y saboteadores y peores que los fascistas, mierda. Al final, la dirección consiguió un par de pescadillas pasadas y un plato de espinacas que probablemente habían pensado comerse ellos, y así se extinguieron los ardores de la revuelta.

Sin embargo, lo más fácil de conseguir en Madrid, a pesar de su alto precio, es el whisky; de modo que es la gran bebida-comida nacional con la que suelen subsistir los chicos al otro extremo de los cables. Uno de ellos, un veterano, se inclinó sobre la mesa y dijo de forma lastimera: «Cuando vuelvas a casa, ¿no irás a escribir sobre los corresponsales borrachos, verdad?».

Fuera, la ciudad de piedra negra estaba inundada lúgubremente por la luz de la luna, que corta cada calle en dos secciones oblicuas. Por la Gran Vía pude ver la luz de la linterna de una patrulla y los escuché pedir en voz baja la contraseña para circular de noche a todos los que encontraban en la acera.

Desde el oeste llegaba el sonido de explosiones huecas y aisladas, perforaciones suaves del horizonte distante. En algún sitio, no muy lejos, hombres con cada nervio del cuerpo tenso avanzaban pegados al lado oscuro de los muros, agachando las cabezas dentro de las trincheras, sacando el brazo derecho para tirar una granada de mano contra cualquier sombra que se arrastrase frente a ellos. Y en todas las casas negras, los niños que hemos visto jugando en las calles dormían y los mayores estaban tumbados pensando en los amigos perdidos y en la familia y las ruinas y en la gente que querían y en odiar al enemigo y en el hambre y en cómo conseguir mañana un poco más de comida, sintiendo en la sangre entumecida, a pesar de todo el desdén frente a la muerte, en el interminable miedo calcinante de una ciudad sitiada. Y no pude evitar cierto sobrecogimiento, mientras me desvestía en mi tranquila habitación limpia, con luz eléctrica y agua corriente y una bañera, en las caras de toda la gente en esta ciudad. Me acosté en la cama para leer un libro, pero en lugar de eso miré al techo y pensé en la camarera de mediana edad y gesto amable que había limpiado mi habitación esa mañana y había hecho la cama y había puesto todo en orden, y que había estado viniendo todos los días, haciendo su trabajo desde que empezó el asedio, tal y como lo había hecho en los días de Don Alfonso, y me preguntaba dónde dormiría y qué sería de su familia y de sus hijos y de su hombre, y cómo tal vez mañana cuando viniera al trabajo se oiría ese violento silbido ensordecedor y la calle llena de polvo y de astillas de piedras y, en lugar de venir a trabajar, la mujer se convirtiera en una masa aplastada de sangre y tripas que recogerían y meterían en un nuevo ataúd de pino y se llevarían rápidamente. Y echarían un poco de agua sobre los adoquines y seguiría la muerte de Madrid. Una ciudad sitiada no es muy buen lugar para un turista. Es una ciudad sin sueño.


John Dos Passos
"Habitación con baño en el Hotel Florida"
Publicado en Esquire, enero de 1938 








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