Lo Último

1116. Al pan pan y al vino vino

Katy Horna, 1936


I.

Probablemente, la guerra española haya producido una mayor cosecha de mentiras que ningún otro acontecimiento desde la Gran Guerra de 1914-1918, pero honestamente dudo de que hayan sido los periódicos pro-fascistas los que más daño hayan hecho, a pesar de todas esas hecatombes de monjas que han sido violadas y crucificadas en presencia de los periodistas del Daily Mail. Son los periódicos de izquierdas, el News Chronicle y el Daily Worker, los que con sus métodos de distorsión mucho más sutiles, han impedido que el público británico comprenda la verdadera naturaleza de la lucha.

El hecho que estos periódicos han ocultado tan cuidadosamente es que el Gobierno español (incluido el semi-autónomo Gobierno catalán) teme mucho más a la revolución que a los fascistas. Es prácticamente seguro ahora que la guerra terminará con algún tipo de acuerdo, y hay incluso razones para dudar de si el Gobierno, que dejó caer Bilbao sin mover un dedo, desea alcanzar la victoria; pero no hay ninguna duda acerca del esmero con el que está aplastando a sus propios revolucionarios. Desde hace ya algún tiempo se viene estableciendo un reinado del terror: la supresión forzosa de partidos políticos, una censura asfixiante de la prensa, espionaje incesante y encarcelamientos en masa sin juicio. Cuando me marché de Barcelona a finales de junio, las cárceles estaban a rebosar, de hecho, las cárceles normales llevaban mucho tiempo inundadas y los prisioneros se amontonaban en tiendas vacías o en cualquier otro tugurio temporal que se les pudiera encontrar. Pero el asunto a remarcar es que las personas que están en la cárcel ahora no son fascistas, sino revolucionarios; están ahí no porque sus opiniones sean demasiado de derechas, sino demasiado de izquierdas. Y los responsables de meterlos ahí son esos horribles revolucionarios cuyo nombre hace temblar aterrorizado a Garvin, los comunistas.

Mientras tanto la guerra contra Franco continúa, pero excepto los pobres diablos en las trincheras de primera línea, nadie en el Gobierno español piensa que esa sea la verdadera guerra. La verdadera lucha es entre la revolución y la contrarrevolución; entre los trabajadores que tratan en vano de retener un poco de lo que ganaron en 1936, y el bloque liberal comunista que con tanto éxito se lo está arrebatando. Es una desgracia que todavía tan poca gente en Inglaterra esté al corriente de que el comunismo es ahora una fuerza contrarrevolucionaria; de que los comunistas están aliados por todas partes con el reformismo burgués y que emplean la totalidad de su poderosa maquinaria para aplastar o desacreditar a cualquier partido que muestre tendencias revolucionarias. De ahí el grotesco espectáculo de los intelectuales de derechas que acosan a los comunistas calificándolos de «rojos» malvados, cuando de hecho están esencialmente de acuerdo con ellos. El señor Wyndham Lewis, por ejemplo, debería de amar a los comunistas, por lo menos temporalmente. En España, la alianza comunista-liberal ha sido casi totalmente victoriosa. De todo lo que los trabajadores españoles ganaron en 1936, no queda nada sólido excepto algunos colectivos de granjeros y algunas tierras de las que se apoderaron los campesinos el año pasado; y supuestamente más tarde incluso los campesinos serán sacrificados, cuando ya no haya necesidad de aplacarlos. Para ver cómo se ha llegado a la situación actual, nos tenemos que remitir a los orígenes de la guerra civil.

La apuesta de Franco por el poder se diferenció de las de Hitler o Mussolini en que fue una sublevación militar, comparable a una invasión extranjera y, por lo tanto, no tenía el apoyo popular, aunque Franco haya tratado de adquirirlo desde entonces. Sus seguidores principales, aparte de ciertas secciones de algunas grandes empresas, eran la aristocracia terrateniente y la enorme, parásita Iglesia. Obviamente, un levantamiento de este tipo formará contra sí mismo varias fuerzas que no estén de acuerdo en ningún otro punto. El campesino y el trabajador odian el feudalismo y el clericalismo; pero también los odia la burguesía «liberal», que no se opone en absoluto a una versión más moderna del fascismo, siempre y cuando no se llame fascismo. El burgués «liberal» es realmente liberal sólo hasta donde llega su propio interés. Defiende el grado de progreso implícito en la frase «la carrière ouverte aux talents». Está claro que no tiene la oportunidad de desarrollarse en una sociedad feudal, en la que el trabajador y el campesino son demasiado pobres para comprar bienes, donde la industria carga con enormes impuestos para pagar las vestimentas de los obispos, y donde todos los trabajos lucrativos son concedidos habitualmente al amigo, o al joven amante del hijo ilegítimo del duque. Por eso, frente a un reaccionario absoluto como Franco, se da durante algún tiempo una situación en la que el trabajador y el burgués, en realidad enemigos mortales, luchan codo con codo. Esta inestable alianza se conoce como el Frente Popular (o en la prensa comunista, para darle un falso atractivo democrático, el Frente del Pueblo). Es una combinación con poco más o menos tanta vitalidad y tanto derecho a existir como un cerdo con dos cabezas o alguna otra monstruosidad de Barnum y Barley.

En cualquier emergencia seria, se hará seguramente sentir la contradicción que implica el Frente Popular, puesto que incluso cuando el trabajador y el burgués luchan ambos contra el fascismo, no están luchando por las mismas cosas: el burgués lucha por una democracia burguesa, es decir, el capitalismo; el trabajador, en lo que a él se refiere, lucha por el socialismo. Y en los inicios de la revolución, los trabajadores españoles entendieron muy bien el problema. En las zonas donde el fascismo fue vencido, no se contentaron con sacar a las tropas rebeldes de las ciudades; también aprovecharon la oportunidad para apoderarse de tierras y fábricas y para asentar a grandes rasgos los comienzos de un gobierno de trabajadores a través de comunidades locales, milicias de trabajadores, fuerzas policiales y demás. Sin embargo, cometieron el error de dejar al Gobierno republicano en control nominal, posiblemente porque la mayoría de los activistas revolucionarios eran anarquistas que desconfiaban de todos los parlamentos. Y a pesar de varios cambios de personal, los sucesivos gobiernos han tenido casi el mismo carácter burgués reformista. Al principio esto no parecía importar, porque el Gobierno, especialmente en Cataluña, no tenía poder alguno y la burguesía tenía que esconderse o incluso hacerse pasar por trabajadores (esto todavía ocurría cuando yo llegué a España en diciembre). Más tarde, según se les fue escurriendo el poder entre las manos a los anarquistas para pasar a manos de los comunistas y socialistas de derechas, el Gobierno pudo hacerse valer, la burguesía salió de su escondite y la vieja división social entre ricos y pobres volvió a aparecer sin demasiadas modificaciones.

A partir de entonces, excepto algunas maniobras dictadas por emergencias militares, todas las demás estuvieron dirigidas a deshacer el trabajo de los primeros meses de revolución. De los numerosos ejemplos posibles, citaré sólo uno, la ruptura de las viejas milicias de trabajadores que estaban organizadas en un sistema auténticamente democrático en el cual oficiales y hombres recibían la misma paga y se mezclaban como miembros con total igualdad, y la sustitución del Ejército Popular (de nuevo, en la jerga comunista, el «Ejército del Pueblo»), que seguía el modelo, en la medida de lo posible, de un ejercito burgués ordinario, con una casta privilegiada de oficiales, diferencias inmensas de paga, etcétera, etcétera. Evidentemente, esto se ha presentado como una necesidad militar y, casi con toda seguridad, ha fomentado una mayor eficacia militar, al menos durante un corto periodo. Pero el propósito indudable del cambio fue asestarle un golpe al igualitarismo. Se ha seguido la misma política en todos los Departamentos, con el resultado de que solamente un año después del estallido de la guerra y la revolución, nos encontramos con lo que es en realidad un estado burgués revolucionario, junto con un reino de terror para preservar el statu quo. Este proceso seguramente no hubiera llegado tan lejos si la lucha hubiera tenido lugar sin la intervención extranjera. Pero la debilidad militar del Gobierno hizo esto imposible. Enfrentado a los mercenarios extranjeros de Franco, se vio obligado a recurrir a Rusia para obtener ayuda, y aunque se exageró enormemente la cantidad de armas que Rusia facilitó (en mis primeros tres meses en España, vi únicamente un arma rusa, una solitaria ametralladora), el mero hecho de que llegasen, propulsó a los comunistas al poder. Para empezar, las armas y los aeroplanos rusos, y las buenas cualidades militares de las Brigadas Internacionales (no necesariamente comunistas pero bajo el control comunista), aumentaron inmensamente el prestigio comunista. Pero, aún más importante, puesto que Rusia y México eran los únicos países que proveían armas abiertamente, los rusos no solamente pudieron obtener dinero por sus armas, sino además imponer ciertos criterios. Dicho de la manera más cruda, los criterios eran: «Aplasta la revolución o no tendrás más armas». La razón que se da normalmente para explicar la actitud de los rusos es que si hubiese parecido que Rusia instigaba la revolución, el pacto franco-soviético (y la esperada alianza con Gran Bretaña) se hubieran visto en peligro; también puede ser que el espectáculo de una verdadera revolución en España hubiera levantado ecos no deseados en Rusia. Los comunistas, por supuesto, niegan que el Gobierno ruso haya ejercido ningún tipo de presión directa. Pero incluso si esto es verdad, no tiene apenas relevancia, ya que a los partidos comunistas de todos los países se les puede considerar ejecutores de la política rusa; y es cierto que el partido comunista español, junto con los socialistas de derechas a los que controlan, y junto con la prensa comunista de todo el mundo, ha utilizado su inmensa y creciente influencia para favorecer el lado de la contrarrevolución.


II

En la primera parte de este artículo, sugerí que la verdadera lucha en España por parte del Gobierno ha sido entre la revolución y la contra-revolución; que el Gobierno, aunque lo suficientemente preocupado por evitar que Franco lo derrote, ha estado más preocupado aún por deshacer los cambios revolucionarios que acompañaron al estallido de la guerra.

Cualquier comunista rechazaría esta sugerencia como errónea o deliberadamente deshonesta. Diría que es un disparate hablar de que el Gobierno español aplasta la revolución, porque la revolución nunca tuvo lugar; y que nuestra labor hoy es vencer al fascismo y defender la democracia. Al respecto, es muy importante ver cómo funciona la propaganda comunista antirrevolucionaria. Es un error pensar que esto no tiene ninguna relevancia en Inglaterra, donde el partido comunista es pequeño y comparativamente débil. Veríamos su relevancia bastante pronto si Inglaterra se aliara con la URSS; o quizás incluso antes, puesto que la influencia del partido comunista seguramente aumentará —y está aumentando visiblemente—, y un número de capitalistas cada vez mayor se da cuenta de que el comunismo de los últimos tiempos les sigue el juego.

Hablando en términos generales, la propaganda comunista se basa en aterrorizar a la gente con los horrores (bastante reales) del fascismo. También implica la asunción, no explícita pero implícita, de que el fascismo no tiene nada que ver con el capitalismo. El fascismo es sólo una especie de maldad sin sentido, una aberración, un «sadismo de masas», algo similar a lo que ocurriría si de repente se dejase sueltos a todos los maníacos homicidas que viven en un asilo. Si presentamos al fascismo de este modo, podremos movilizar a la opinión pública contra él, en cualquier caso, durante algún tiempo, sin provocar un movimiento revolucionario. Podemos oponer el fascismo a una «democracia» burguesa, es decir, al capitalismo. Pero entretanto tenemos que deshacernos de esa persona molesta que señala que el fascismo y la «democracia» burguesa son como Tweedledum y Tweedledee. Al principio, lo haremos llamándole visionario soñador. Le decimos que está confundiendo el problema, que está dividiendo a las fuerzas antifascistas, que no es el momento de negociar términos revolucionarios, que por el momento tenemos que luchar contra el fascismo sin preguntarnos demasiado por qué estamos luchando. Más tarde, si se niega a callarse, cambiamos de disco y le llamamos traidor. Para más exactitud, le llamamos trotskista.

¿Y qué es un trotskista? Esta terrible palabra —en España, en este momento, te pueden meter en la cárcel y mantenerte ahí indefinidamente sin juicio, por el mero rumor de que seas trotskista— apenas se está comenzando a manejar en Inglaterra. Dentro de un tiempo, la escucharemos más. La palabra «trotskista» (o «trotskista-fascista») se utiliza en general para designar a un fascista disfrazado que se hace pasar por un ultra-revolucionario para dividir a las fuerzas de izquierda. Pero deriva su peculiar poder del hecho de que significa tres cosas distintas. Puede significar alguien que, como Trotsky, desea la revolución mundial; o designar a un miembro de la organización real cuyo dirigente es Trotsky (el único uso legítimo de la palabra); o el fascista disfrazado ya mencionado. Los tres significados se pueden sintetizar según interese. El significado número uno puede implicar o no el significado número dos, y el significado número tres casi invariablemente implica el significado número dos. Entonces: «Se ha escuchado a XY hablar favorablemente de la revolución mundial; por lo tanto, es un trotskista; por lo tanto, es un fascista». En España, y hasta cierto punto en Inglaterra, cualquiera que profese el socialismo revolucionario, es decir, que profese las mismas cosas que el partido comunista hace algunos años, está bajo sospecha de ser un trotskista al servicio de Franco o Hitler.

La acusación es muy sutil, porque en cualquier caso, a menos que se tenga conocimiento de lo contrario, puede ser cierta. Un espía fascista probablemente se haría pasar por un revolucionario. En España, cualquiera que tenga opiniones más izquierdistas que el partido comunista, tarde o temprano será desenmascarado como trotskista o por lo menos como traidor. Al principio de la guerra, el POUM, un partido comunista de oposición que corresponde más o menos al partido inglés ILP, era un partido aceptado que tuvo un ministro en el Gobierno catalán; más tarde fue expulsado del Gobierno y entonces fue denunciado como trotskista; finalmente, fue suprimido. Todo miembro al que la policía pudiera poner las manos encima, era encerrado en la cárcel.

Hasta hace algunos meses se describía a los anarco-sindicalistas diciendo que «trabajaban lealmente» al lado de los comunistas. Luego, se expulsó a los anarco-sindicalistas del Gobierno; entonces se reveló que no trabajaban tan lealmente; ahora están a punto de convertirse en traidores. Después, les tocará el turno a los socialistas de izquierda. Caballero, el ex presidente socialista de izquierdas, hasta mayo de 1937 ídolo de la prensa comunista, ha caído ya totalmente en el olvido, es un trotskista y un «enemigo del pueblo». Y así continúa el juego. El final lógico es un régimen en el cual los partidos de la oposición son reprimidos y todos los disidentes de alguna importancia están en la cárcel. Por supuesto, un régimen semejante sería un régimen fascista. No sería el mismo fascismo que impondría Franco, sería mejor que el fascismo de Franco hasta el punto de merecer que se luche por él, pero sería fascismo. Solamente que al ser manejado por los comunistas y los liberales, lo llamarían de otra manera.

Entretanto, ¿se puede ganar la guerra? La influencia comunista ha ido contra el caos revolucionario y, en consecuencia, además de la ayuda rusa, ha tendido a producir una mayor eficacia militar. Si los anarquistas salvaron al Gobierno desde agosto a octubre de 1936, los comunistas lo han salvado a partir de octubre. Pero al organizar la defensa, han conseguido aniquilar con éxito el entusiasmo (dentro de España, no fuera). Hicieron posible la existencia de un ejército militar de servicio obligatorio, pero también lo convirtieron en una necesidad. Hay que destacar que ya en enero de este año, el reclutamiento voluntario hubiera cesado. Un ejército revolucionario puede a veces vencer por el entusiasmo, pero un ejército de reclutas tiene que vencer con las armas y es improbable que el Gobierno llegue a tener ventaja en cuanto a las armas, Francia intervenga o Alemania, Italia y las colonias españolas decidan salir corriendo y dejar a Franco en la estacada. Lo más probable parece una situación general de estancamiento.

El Gobierno, ¿está intentando en serio ganar? Lo cierto es que intenta no perder. Por otro lado, una victoria completa con la fuga de Franco y los alemanes e italianos arrojados al mar, crearía problemas enormes, algunos de ellos bastante obvios. No hay pruebas incontestables y sólo podemos juzgar por los acontecimientos, pero sospecho que lo que el Gobierno realmente persigue es un arreglo que deje, en esencia, una situación de guerra latente. Todas las predicciones son erróneas, y ésta lo será también, pero me aventuraré a hacerla y diré que tanto si la guerra termina pronto como si dura aún años, terminará con España dividida bien por fronteras reales, bien por zonas económicas. Por supuesto, tal arreglo podría ser declarado una victoria por cualquiera de las partes, o por ambas.

Todo lo que he dicho en este artículo parecería algo corriente en España o incluso en Francia. En cambio en Inglaterra, a pesar del intenso interés que ha despertado la guerra española, hay muy poca gente consciente de la importante lucha que está teniendo lugar tras las líneas del Gobierno. Naturalmente, esto no es una casualidad. Ha habido una conspiración bastante deliberada (podría dar ejemplos detallados) para impedir que se comprenda la situación española. Personas que deberían haber actuado de otro modo, se han prestado al engaño alegando que si se dice la verdad sobre España, sería utilizada como propaganda fascista. Es fácil ver a dónde conduce tal cobardía. Si se hubiera hecho una exposición veraz de la guerra española al público británico, éste hubiera tenido la oportunidad de aprender qué es el fascismo y cómo se puede combatir. Tal y como son las cosas, la versión delNews Chronicle de que el fascismo es un tipo de manía homicida particular de un coronel Blimps que murmura en el vacío económico, ha arraigado con más firmeza que nunca. Y por eso hemos dado otro paso hacia a la gran guerra «contra el fascismo» (cfr. 1914, «contra el militarismo») que permitirá al fascismo, a su variedad británica, infiltrarse en nuestras vidas a la primera semana.


George Orwell
"Al pan pan y al vino vino"
Publicado en New English Weekely
19 de Julio de 1937 (I) y 2 de septiembre de 1937 (II)







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