Imagen de tierra
La compañera de los días del hombre ha llevado en
España una vida humillada, apaleada, moribunda. Me refiero a la mujer nacida
encima del jergón pobre del pueblo, en el rincón ceniciento de la aldea, sobre
la misma extensión del campo. Áspera y triste de carne desde su nacimiento,
como si fuera la obra cansada de un arado secular y una besana rendida, la
campesina española aparece ante mí con su imagen de tierra y encina escuálida,
con su silencio expresivo, con sus ojos de abatimiento, por los que su alma avanza
llena de llanto íntimo, de dolor encarcelado. No es una mujer: es una corteza
que se apoya en unos pies duros, que sube por un vientre donde los partos dejan
huellas de torrente, que se derriba en unos pechos sin lozanía, cabizbajos
desde la adolescencia, marchitos y requemados, desde que comenzaron a ser
pechos. El sol, el hambre, la pena, el trabajo, han mordido las facciones y las
proporciones de esta mujer que pudo ser bella y que resultó terriblemente
hermosa bajo el arco de su pañuelo. Tengo muchos motivos para pegar martillazos
contra los culpables de la tristeza de las campesinas de España: mi madre ha
sido, es una de las víctimas del régimen esclavizador de la criatura femenina.
Enferma, agotada, empequeñecida por los grandes trabajos, las grandes
privaciones y las injusticias grandes, ella me hace exigir y procurar con todas
mis fuerzas una justicia, una vida nueva para la mujer.
Con el sudor de su frente
Creció sobre la tierra con dificultad de rama pobre de
sabia, y la abundancia de hijos de su madre y la escasez de pan pesaron pronto
sobre sus brazos de chiquilla hambrienta. Desgastó las losas de su casa
fregándolas arrodillada en sus ocho, diez, doce años; perdió pelo en las
palizas que recibió de su madre si no fregaba con el esmero que se exigía, y
lloró dentro de muchos inviernos de frio lavando la ropa de sus hermanos al
agua de nieve que hay en todos los arroyos a las cuatro de la mañana. Recuerdo
a mis hermanas cuando escribo estas palabras y recuerdo a todas las hermanas de
los pobres. Yo he visto sangrar manos queridas sobre las piedras donde las
sábanas habían de recobrar la blancura perdida en el trascurso de los sueños
del hombre que trabaja, suda y lleva a la cama restos de barbecho, polvo del
camino, trozos de madera combatida por los hachazos, resina, semillas. A los
catorce años la chiquilla ganaba un jornal humillante recogiendo aceituna,
espigando rastrojos, trillando centeno, cogiendo la fruta de los huertos de los
señores amos. Luego, ya mayor, vinieron labores más rudas y desonrosas para su
cuerpo: empuñó la hoz y la esteva como el hombre. Y si sus huesos y su carne, a
pesar de las agotadoras faenas, se resistían a la deformación, no se
masculinizaban, se alzaban prodigiosamente bellos, femeninos, eran presa
forzosa del rico que poseía la tierra de su padre.
Indignante situación
A fuerza de respirar una atmósfera brutal, la
campesina se hizo a vivir en ella con resignación, y el palo, el salivazo, todo
cuanto la humillaba y envilecía, llegó a parecerle cosa de irremediable origen.
Así llega hasta nosotros con una mentalidad reducida, sin horizontes y con unas
manos varoniles, encallecidas, que se ven que son de mujer cuando cogen el hijo
entre sus dedos y lo acarician: Entonces, debajo de la oscuridad que les dio el sol
y los callos se transparentan delicadeza, rasgos, gestos que solo a unas manos
maternas corresponden. Llega hacia nosotros y parece fatigada, sin ganas de
hacer otra cosa que tomar compañero, parir y resistir sobre sus espaldas, las
indignas cargas que se le han ido echando durante varios siglos.
Luchamos porque sea otra
Es preciso conmoverla en lo más hondo con el ademán
más noble. Es preciso encauzar esa fe religiosa que la domina, y
que es el afán de su corazón terrestre vuelto al cielo por habérsele negado en
la tierra su expansión amorosa. Al hombre de este tiempo corresponde sacar el
generoso cuerpo, acostumbrado a la esclavitud, a la libertad sana y a la
claridad de la alegría. Los hijos brotados de las entrañas de esta mujer
luchan, sueñan, mueren y viven para ello y para las demás pasiones populares en
los páramos de Castila, en las piedras de Extremadura, en los olivos de
Andalucía y en las montañas mineras de Asturias. Obra de esta mujer son
nuestros soldados reivindicativos y ella es la que siente la inmensidad
del peso doloroso y glorioso de sus muertes y de sus vidas. Ella es la que
reviste de luto hasta el último rincón de su corazón y su casa y nosotros somos
los que plantearemos en ellos un resplandor alegre de victorias. Nuestras madres,
nuestras novias, nuestras mujeres han de venir pronto hacia nosotros a través
de la risa, por una avenida de trigales, ante un firmamento despejado de
pólvora, con rastrillos relucientes al hombro.
Miguel Hernández (Firma como Antonio López)
Frente Sur (Jaén), 21
de marzo de 1937
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