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1120. O educación, o exámenes

Cuando se recuerda que, en el último Congreso Pedagógico de Madrid, se derrochó tanta oratoria en pro de los exámenes (cuya supresión había recomendado la Sección de Enseñanza universitaria), y si se tiene en cuenta la extraña defensa que de semejante institución se ha hecho poco ha en el Consejo de Instrucción pública, apoyada en declaraciones y hechos inexactos, no puede creerse inútil insistir uno y otro día sobre este punto; en particular, para mostrar cómo las opiniones más autorizadas en los principales pueblos reclaman, con mayor energía cada vez, la abolición, no sólo de esas supuestas «pruebas», sino de todas las demás prácticas análogas: oposiciones a cargos públicos, a premios, pensiones, etc. Y esto, teniendo en cuenta que, fuera de España, es rarísimo hallar la plaga desarrollada en los términos a que ha llegado entre nosotros; verbigracia: los exámenes anuales por asignaturas, especialmente en la universidad, y las oposiciones directas a cátedras, apenas existen en ningún pueblo donde la enseñanza se encuentra en situación próspera.

Por ejemplo, en Inglaterra, se introdujo en nuestros días el sistema de la oposición para becas y pensiones (fellowships, scholarships) y para empleos del Estado, como un correctivo contra el favoritismo y un medio democrático de abrir por igual las puertas de la vida a toda clase de personas, por desconocidas que fuesen. Pero, al igual que en otros muchos órdenes, el remedio ha concluido por parecer que tiene dudosa ventaja sobre la enfermedad; y acaba de publicarse una protesta contra ese régimen, suscrita por más de 400 autoridades, de tanta importancia como los filólogos Max Müller y Sayce; los naturalistas Grant Allen, Bastian, Carpenter, Dewar, William Crookes, Warner; el profesor Bryce, actual ministro de Comercio; el venerable autor de la Educación de sí mismo, Stuart Blackie; lord Armstrong, el famoso industrial; el pedagogo Oscar Browning, los filósofos Harrison y Romanes (muerto recientemente, como asimismo los historiadores Freeman y Froude, asociados también al movimiento); el doctor Chrichton Browne, una de las primeras autoridades europeas sobre higiene mental y escolar; Pridgin Teale, que lo es en higiene física; Spencer Wells, el gran cirujano; los sociólogos Aveling, mistress Besant, mistress Cuninghame Graham (la autora de la Vida de Santa Teresa), el austero Haweis, el semianarquista Auberon Hebert; Kidd -cuya Evolución social es ahora el libro de actualidad de Inglaterra-; el pintor Burne Jones; el ilustre asiriólogo Layard, que acaba de morir (tan conocido en España, donde fue embajador); el director del Journal of Education, Storr, y un número considerable de profesores, examinadores, escritores, pedagogos, prelados, diputados, pares, industriales, etc.

He aquí los principales fundamentos de su protesta, publicada con el expresivo título de El sacrificio de la educación al examen.

La administración y los maestros tratan al niño como un instrumento que hay que preparar para ganar dinero del Estado (en forma de pensiones y empleos de todas clases), como se educa a un potro para las carreras; sin miramiento alguno respecto de su porvenir, destruyendo su robustez y su resistencia a las enfermedades, ya inmediatamente, ya a la larga, y con ella su mismo vigor intelectual y moral para el trabajo. La emulación, una de las formas inferiores de la lucha animal por la existencia, desmoraliza, obliga a desatender los fines superiores de la educación y hace imposible la diversidad y originalidad en ésta, imponiendo a todos un tipo único: el que ha de dar la victoria en el concurso. El maestro, esclavizado a una tarea servil, no puede consagrar lo mejor de sus fuerzas a aquello que más responde a su vocación y que él realizaría con superior desempeño, sino a ese ideal de satisfacer a los examinadores: todo lo demás es, o perjudicial, o cuando menos artículo de lujo, a que no hay tiempo ni posibilidad de atender. Mientras tanto, por su parte, el discípulo tiene que encogerse de hombros ante la idea nueva, la investigación original, el punto de vista personal y fresco, que es lo único que puede despertar su interés, abrir su espíritu, dilatar su horizonte, fortalecer su inteligencia y su amor al saber y al trabajo. ¿De qué le sirve todo esto en el examen?...

En tales condiciones, la opinión pública, atraída artificialmente hacia el éxito en esas luchas, es imposible que forme idea de la verdadera importancia de la educación nacional, de su estado, sus tipos, sus necesidades. No hay más que una necesidad: ser aprobado, llevarse la nota, el premio, la plaza.

El sacrificio de las facultades superiores, a la rutina; el rápido olvido de lo que de ese modo y con tal fin se «aprende»; el cultivo obstinado de la superficialidad para tratarlo todo, compañera inseparable de la incapacidad para tratar a fondo nada; el deseo, no de saber, sino de parecer que sabemos; la presión para improvisar juicios cerrados sobre cosas arduas y difíciles, que engendra la osadía, la ligereza, la falta de respeto, la indiferencia por la verdad; la subordinación de la espontaneidad y la sinceridad al convencionalismo de las respuestas a un programa; la habilidad para cubrir con la menor cantidad de sustancia el mayor espacio posible; la disipación y anarquía de fuerzas; el disgusto de todo trabajo que no tiene carácter remunerativo... he aquí los gravísimos males de un sistema pedagógico, al cual los autores de la protesta llaman «un cuerpo sin alma», que trae consigo por necesidad la corruptio optimiy suprime las más nobles influencias para una sana educación.

Pues, por este camino, al joven ya no le importa comprender el mundo en que vive, las fuerzas que ha de manejar, la humanidad a que pertenece, ni trazarse un ideal elevado para su conducta. A este ideal, se sustituye otro, separado de aquél por un abismo, y que, salvo para el desesperado esfuerzo de una exigencia momentánea, es completamente infecundo. Y, hasta a aquellos que son capaces de sentir otra clase de estímulos, se les fuerza a doblegarse a la conquista del éxito, la fama y el dinero. Los firmantes notan, en este punto, lo que todo profesor y aun todo hombre de mundo está harto de observar: el fenómeno, frecuentísimo, de estudiantes brillantes y victoriosos, que luego jamás han logrado rebasar el límite de una vulgar insignificancia. Sus fuerzas mentales y sus fuerzas morales: todo llevó en ellos el mismo camino de perdición. «Parecía que habían agotado el conocimiento y vencido en la lucha de la vida, cuando apenas habían cruzado el umbral de uno y otra».

Si por examen se entendiese la constante atención del maestro a sus discípulos para darse cuenta de su estado y proceder en consonancia, ¿quién rechazaría semejante medio, sin el cual no hay obra educativa posible? Pero, justamente, las pruebas académicas a que se da aquel nombre constituyen un sistema en diametral oposición con ese trato y comunión constante. Pues, donde ésta existe, aquél huelga, y, por el contrario, jamás los exámenes florecen, como allí donde el monólogo diario del profesor pone un abismo entre él y sus alumnos. La situación del primero es como la de un libro de texto que hubiera que oír leer a horas fijas. Y, para esto, pueden bien suprimirse el profesorado y sustituir (con ventaja) las aulas por bibliotecas: para los auditivos, se podrían sacar lectores, que merecerían este nombre más que los de la Edad Media. La enseñanza es función viva, personal y flexible; si no, ya está de sobra. El libro será siempre obra más meditada, reposada y concienzuda que la lección de cátedra, algo expuesta a las ligerezas y extravíos de la improvisación; a menos que el maestro se limite a recitar un sermón, previamente aprendido de memoria. Pero, en tal caso, está más de sobra todavía.

En cuanto a los que defienden el examen como prueba de la enseñanza que da el maestro (opinión bastante arraigada antes en Inglaterra con respecto a las escuelas primarias, en el pésimo sistema del payment by results, hoy ya felizmente derogado), cualquiera otro medio sería preferible: la publicación de libros, de trabajos, de resúmenes e informes acerca de la obra realizada en cada curso: la inspección. Todo valdría más y tendría mayor exactitud.


Francisco Giner de los Ríos
Escritos sobre la universidad española. Antología (1893-1904) 










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