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1125. Recordando al general Vicente Rojo Lluch

He consagrado mi vida a la Milicia porque desde la infancia me he sentido animado por una vocación estrictamente militar.

Mis aficiones intelectuales han sido el cultivo de la historia y la enseñanza.

Como militar, en alguna ocasión, y sin proponérmelo, he tenido que hacer historia. Después, en las horas de calma, más de una vez me propuse escribirla; pero jamás fui más allá del boceto o de la síntesis. Hoy quiero llegar más lejos.

Viví día a día la Guerra Civil, librada desde julio de 1936 hasta abril de 1939. La pulsé en una interminable inquietud de treinta y tres meses. Su recuerdo me hace vibrar excitando mi honor de soldado, mi calidad de español y mi fe de creyente. Y doy gracias a Dios por haberme permitido ser actor en un drama de tan alta trascendencia educativa como histórica.

La guerra española fue realmente una contienda fratricida de España contra España, en que lucharon dos generaciones de las cuales habían brotado agrupaciones que actuaban en la vida nacional para lograr una regeneración social, contra otras agrupaciones que se resistían a ver mermados sus privilegios.

Y fue, también, una guerra que se revelaría con rango internacional porque en ella luchó España contra el mundo europeo y porque éste acudió a la liza española con sus armas, sus ideologías y sus intereses para debatir sus pugnas en suelo español; las pugnas que salen a flote en las sociedades que, amuralladas en seculares egoísmos, se ven súbitamente batidas por el tornado de las revoluciones políticas.

En España hubo guerra y revolución; un litigio nacional y otro internacional. Todo ello tan confusamente enmarañado, que aún no se conoce cabalmente la verdad de lo sucedido.

Después de la guerra pude desplazarme libremente por el mundo, viviendo en ambientes descargados de las pasiones que nos habían dominado a los españoles y totalmente desvinculado de los bajos apetitos nacionales e internacionales que se debatieron en aquella lucha.

He conocido —disfrutado o padecido— el poder creador que alienta en la ilusión de libertad y redención y en el amor de fraternidad de los oprimidos y los humildes; pero también el poder envilecedor de las cualidades humanas allí donde se oye restallar el látigo del terror, de la tiranía o de la esclavitud.

He aprendido mucho en ese peregrinar, aunque después, cuando no se extingue el afán de saber, se comprueba que es una modesta brizna de todo lo que hay que aprender en la vida.

Pese a esa ignorancia, llegado hoy al pórtico que anuncia un futuro breve y una muerte cierta y próxima, me he detenido a mirar el pasado y a pensar recordando. Y recuerdo con claridad lo que viví confusamente, porque ahora puedo proyectar esos recuerdos en una perspectiva de conjunto que les da vida, que los relaciona y armoniza, realzándolos o difuminándolos según su verdadero valor: algo que pudo parecerme magnífico al vivirlo envuelto en ruidosas circunstancias que tenían mero carácter incidental, comprendo ahora el pequeño espacio que le corresponde en el panorama de la historia. Por el contrario, sucesos menudos, aparentemente pueriles, personas que vi desfilar ante mí sin que me provocaran la menor emoción, cobran ahora un rango sobresaliente, porque por ellos, el acontecer nacional pudo tener signos de grandeza o de mezquindad.

Esa perspectiva histórica es aleccionadora. He leído alguna vez que la historia es una lección inútil (Pedro A. de Alarcón), escrita con lágrimas y sangre. La afirmación parece ser rigurosamente cierta por la reiteración que han podido tener en la vida social esos sucesos en que las bajas pasiones, exaltadas por motivos ideológicos, políticos, económicos o sociales, impulsan al hombre a la lucha despiadada, ya sea por ambición de poder, por ansia de bienestar o por el afán de alcanzar un ideal. Pero no es menos cierto que cuando en las obras humanas hay una fuerza creadora despojada de egoísmo, el hombre se puede redimir de esas lacras sociales que se llaman el fanatismo y la miseria.

Cierto es también que, con lucha o sin ella, en las mutaciones políticas que algunas minorías imponen a los estados se reproducen tales lacras por obra de la conducta del hombre; que pueblos que conocieron y gozaron la libertad volvieron a caer en la esclavitud; que otros que consiguieron vivir como poderosos perdieron ese rango hasta padecer la vida de mendigos, y que quienes en algún período histórico pudieron verse libres del lastre del fanatismo, sufrieron otra vez la misma aberración mental al asfixiar sus nobles sentimientos y sus ideales.

En todo caso, en el tejer y destejer del acontecer sin término que es la historia de un pueblo, los sucesos que le dan estructura y alma tienen fuerza vital y aleccionadora. Mas, para que pueda ser así, ha de ser veraz. Cuando esta condición no se cumple a la historia se la puede llamar inútil. Entonces, no sólo es inútil, sino que deforma la calidad espiritual del hombre y provoca la estéril repetición de los hechos, cargados y recargados de lágrimas y sangre. Porque falsear la verdad, ocultarla o deformarla, solamente conduce a que la vida social se desarrolle sobre ficciones, a que los pueblos vivan engañados y a que sus obras resulten infecundas.

La guerra civil ha sido, a mi entender, un suceso sin par en la historia de España. Su grandeza me parece tan excelsa como abrumadoras sus miserias y ruindades. Desde sus orígenes políticos y sociales hasta hoy, su trama es terriblemente enrevesada y de difícil esclarecimiento; sus antecedentes confusos y complejos; y si se puede encontrar mucho de reprobable en la conducta de algunos hombres del populacho [01], de ciertas minorías descarriadas, en los altos planos sociales, no por eso pierde su grandioso significado ni su ejemplaridad como hecho histórico–social.

Por entenderlo así, y porque compruebo que en algunos textos leídos y discursos escuchados, se deforma, con intención o sin ella, la estricta verdad de sucesos o episodios de los que fui actor o testigo, es por lo que hoy escribo este relato aunque mis palabras e interpretaciones no agraden a los amigos o a los adversarios que yo pueda tener.

Jamás me inquietó desmesuradamente lo que personalmente pudiera afectarme. La verdad histórica, sí; la justicia histórica también, tanto porque la merecen los que, por muertos, no pueden replicar, cuanto porque la verdad y el espíritu de justicia no deben estar ausentes de la historia.

Pero no voy a escribir para las generaciones de hoy, que ya creen saberlo todo y que, por no haberse apagado aún el rescoldo del odio y la inconvivencia ideológica, tal vez no podrían comprender; sino para la$ de mañana, posiblemente las que aún no han nacido, las de un mañana indeterminado en su lejanía, cuando las guerras y las revoluciones que hoy baten al mundo hayan barrido la estupidez y la hipocresía con que se conduce a las sociedades de nuestro tiempo.

Confío que venideras generaciones, algún día, cuando se haya restaurado insensiblemente el sentido de la fraternidad, hija legítima del mandato divino de amor al prójimo, sabrán sin que nadie se lo explique ni se lo imponga, que hay que descubrirse ante todos los muertos y rezar por todos los muertos de aquella magna guerra española, en la que todos, engañados o no, se batieron abnegadamente, y porque todos lucharon por una España mejor, más digna, más culta y más libre. En ese «todos» se cuentan hasta los malvados, precisamente porque, aunque lo eran, luchaban abnegadamente por el bien común [02].

Al escribir me ampararé solamente en el culto que se debe a la verdad como mandato cristiano, respetando la verdad de los demás y exponiendo la mía. «La verdad os hará libres», dice el Evangelio; y León XIII añadiría: «… respecto a las cosas opinables, dejadas por Dios a las disputas de los hombres, es permitido, sin que a ello se oponga la Naturaleza, sentir lo que acomoda y libremente hablar de lo que se siente, porque esta libertad nunca induce al hombre a oprimir la verdad, sino muchas veces a investigarla y manifestarla» (Encíclica Libertas).

Ese es mi camino y estoy dispuesto a recorrerlo.


Vicente Rojo Lluch
Así fué la defensa de Madrid
Introducción.
Madrid, febrero de 1962


[01] Al aplicar este vocablo me refiero a la parte del pueblo más baja por su ineducación e ignorancia y por su relajada moral, sin confundirlo en ningún caso con el término pueblo, que estimo, en todo caso, en su acepción más amplia, como conjunto de habitantes de un país sin distinción de rango social, jerarquía o nivel cultural

[2] Los presos comunes arbitrariamente sacados de la Cárcel Modelo de Madrid el mes de julio, fueron recuperados en su mayor parte por el Gobierno y enviados al frente, donde valientemente defendieron el embalse del Lozoya que abastecía de agua a la Capital











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