La maniobra hasta el lindero de la ciudad y sus repercusiones
Fracasado el contraataque de Illescas a primeros de
octubre con el cual quiso el mando del Ejército del Centro contener el ataque a
Madrid batiendo a la principal columna adversaria que maniobraba teniendo como
eje la carretera de Toledo, las fuerzas, replegadas con algún desorden, se
reorganizaron en la línea de los Torrejones, a vanguardia de la carretera de
Valdemoro a Griñón.
Los elementos más avanzados no llegaron a apoyarse en
las fortificaciones que, en forma dispersa y principalmente a base de nidos de
ametralladoras, se habían construido precipitadamente para que fueran ocupados
por el primer escalón de la defensa de la capital.
La desorganización que se había producido en las
fuerzas no les permitió afrontar los ataques incesantes y numerosos que en todo
el frente y con manifiesta superioridad llevaban a cabo las columnas
enemigas.
Continuó el repliegue sobre Madrid en forma
ciertamente desordenada y sólo se ofrecían resistencias localizadas en algunos
lugares donde actuaban unidades de moral exaltada o que estaban conducidas por
jefes audaces y valerosos.
La confusión fue extraordinaria mientras nuestras
tropas se hallaron en campo abierto, y sus esfuerzos resultaban baldíos, porque
las pequeñas unidades que los realizaban se veían fácilmente desbordadas y en
peligro de ser envueltas, en razón de la mayor aptitud maniobrera de las
tropas enemigas y por ser mejor el encuadramiento y la conducción de las
mismas. Nosotros, prácticamente, carecíamos de cuadros subalternos de mando.
En tales condiciones y multiplicándose la confusión
prosiguió el repliegue hasta la línea Campamento de Retamares–Carabanchel Alto–
Villaverde.
Tan categórico era nuestro desconcierto en el montaje
y manejo del Sistema de Fuerzas (si así podía llamarse el enjambre de pequeñas
unidades dispersas por el sur de Madrid) que una acción de cuña más audaz
que hubiera realizado el adversario, por su mayor capacidad de maniobra y
empleando más potencia en el centro, habría aclarado su situación favoreciendo
la resolución del problema estratégico que se había planteado.
Sin duda le faltó información veraz o pesó en sus
determinaciones la dureza de los combates habidos en la región de Talavera de
la Reina; lo cierto fue que después de dichos combates, por nuestras
dificultades en la conducción de la maniobra de conjunto y por el arbitrario empleo
que se hacía de las pocas fuerzas organizadas de que se disponía, nuestro Mando
Superior tuvo muy mal cubierto —prácticamente desguarnecido— el eje del
esfuerzo principal del atacante (carretera Talavera–Maqueda–Madrid), apenas
defendido durante toda una larga semana por unos cuantos centenares de hombres
sin reservas.
Pasada esa crisis estimábamos por nuestra parte que en
la maniobra enemiga presidían las ideas de seguridad, continuidad y
articulación, más que las de audacia, sorpresa y rapidez de la acción con un
mínimo de pausas. No obstante, después de la ocupación de Toledo, a medida que
se reducía el frente de aplicación de la cuña de maniobra (quedó reducido
a la mitad al pasar de la base de partida Bargas–San Martín de Valdeiglesias a
la base Pinto–Brunete) aumentaba la potencia de sus golpes, sin que nuestro ya
deshecho frente logrará reconstituirse con la mínima cohesión.
En síntesis: las unidades de milicias podían resistir
esporádicamente en algunos lugares donde se imponía la energía de algunos
jefes, pero esto no impedía que el conjunto fuese incesantemente arrollado y
que el repliegue careciese de un mínimo de orden, aunque en la lucha se
multiplicasen los actos de valor.
Por eso en muy pocos días pudo pasar a manos enemigas
la importante zona de maniobras que se extendía en el espacio comprendido entre
su base de partida inicial a primeros de octubre en Maqueda–Bargas y la que
alcanzaron el día 6 para el asalto a la ciudad a la altura de Carabanchel.
Como ya se ha dicho, en esos mismos días el Gobierno
decidió su desplazamiento a Valencia. Se había discutido en el campo político
con opiniones contradictorias (y muy agrias) si procedía efectuarlo. Prevaleció
la respuesta afirmativa, y los rápidos progresos de la maniobra atacante en los primeros
días de noviembre obligaron a que se llevase a cabo con alguna precipitación.
Tal circunstancia provocó, primero, una crisis que
deprimió la moral de la masa ciudadana y después una reacción que sería, en el
orden militar, favorable a la defensa, por cuanto el pueblo madrileño
comprendió la gravedad del peligro de ver asaltada su ciudad y la necesidad de
consagrarse abnegadamente a su defensa.
Tal crisis se manifestaba en unos sectores en forma de
exaltación patriótica, vinculada o no a sus ideales políticos, pero ahora con
un significado profundamente humano; en otros se descubrían caracteres de
negro pesimismo, temor, desconcierto, miedo…; los más eran víctimas de la duda,
¿era posible la resistencia o inevitable la caída?; sin embargo, la crisis era
cierta y la ansiedad de saber qué iba a suceder tenía, en los más, signos de
angustia.
El resultado de esa crisis dependía realmente de cómo
se revelase la voluntad de acción de las masas humanas (combatiente y meramente
ciudadana), es decir, de cómo se produjese la revulsión del enfermo que iba a
entrar en período de coma, hacia la muerte o hacia la vida. En período de
coma las probabilidades de vida son mínimas. Iguales eran, en aquellos
momentos, las posibilidades de salvar la capital.
El doctor (Gobierno), al despedirse del paciente, le
había recetado simplemente unos paliativos sin trascendencia curativa alguna,
dejándolo en manos de Dios para que la fe y la naturaleza hiciesen lo que la
ciencia rectora de la política no había sabido o podido hacer. Y fueron esa fe,
a través de la moral de guerra, y esa obra de la naturaleza, a través de la
voluntad (savia inextinguible en el hombre español, en sus horas
difíciles), las que produjeron una exaltación de la moral, a la que
contribuyeron poderosamente los dirigentes políticos, viejos y jóvenes, que
voluntariamente se quedaron en Madrid conservando sin desmoralizar el espíritu
de sacrificio, luchando hasta el fin, y gracias a él, y sus arengas habladas o
escritas en la prensa y radio, mantuvieron encendida la pasión de lucha. Todo
eso provocó la revulsión necesaria devolviendo al enfermo una vitalidad
inusitada, en la que se ponía de relieve que la combatividad del hombre que se
batía defendiendo ideales, bien o mal comprendidos, pero ideales al
fin, no se había extinguido todavía.
Y pudo ser así porque aquellos fueron momentos en que
los factores negativos que podían inclinar la balanza hacia el fracaso se
mantuvieron discretamente ocultos. Algunos de ellos se han revelado después,
como éste, de un autor ya citado (Zugazagoitia) que muestra crudamente el
pesimismo que dominaba en algunas personas y sectores políticos de relieve. Si
estos detalles no se conociesen, descritos por quienes les dieron vida, el
lector difícilmente podría coordinar todos los factores de aquella crisis de
moral. Dice así aquel autor:
Prieto, que hizo un rato de tertulia en nuestra
redacción, no recataba su pesimismo. Estaba afligido por la suerte de la
capital. La consideraba perdida…
—La noticia de la marcha del Gobierno se conocerá
mañana y no habrá quien no crea que se trata de una fuga. El silencio de que se
ha rodeado el traslado le da esa apariencia de deserción. En la guerra, las
previsiones son inexcusables y es equivocado esperar el último momento, porque
en la precipitación se hacen mal las cosas que importa mucho que se hagan bien.
¿Usted qué piensa hacer?
—Quedarme —le respondí—. Nuestro periódico no puede
dejar de publicarse. Una suspensión en estas circunstancias supondría el
acabamiento de nuestro partido. Además, que las cosas que hayan de suceder
no irán tan rápidas como para que necesitemos salir esta misma noche a uña de
caballo.
—Mañana ni pasado, en efecto, no creo que suceda nada;
pero al siguiente día, no se haga Ud. ilusiones, las tropas de Franco estarán
en la Puerta del Sol.
—¿De verdad cree Ud. eso que dice?
—Sí, de verdad. ¿Piensa Ud. otra cosa? Lo que le he
dicho. Dentro de tres días estarán en la Puerta del Sol…
Y poco más adelante perfila el autor el pesimismo que
flotaba en el ambiente madrileño, poniendo en boca del cronista de guerra de su
diario —que se justificaba por no poder enviarle material publicaba— las
siguientes palabras:
—Aquí no se entiende nadie. Esto es una casa de orates
furiosos. No quiera saber lo que se dice del Gobierno. Da miedo andar por los
pasillos (se refiere al Ministerio de la Guerra). Todo el mundo se va y los que
se quedan ¡qué caras tienen! No se incomode conmigo si no le mando nada. Es que
no puedo. Materialmente no puedo (…). Si tenemos que levantar el campo lo
sabremos los primeros; que eso no le dé cuidado. A cualquier hora del día o de
la noche sabrá si tiene que hacer la maleta. Es bueno que siempre tenga un
coche dispuesto y las pistolas para defenderlo en la carretera.
La crisis que acabamos de exponer no podía percibirla
el adversario, pero por su proceder parece que la intuía. Lo que no podía
sospechar ni intuir era la mutación que simultánea e insensiblemente se estaba
produciendo en la masa combatiente, ajena a aquel derrotismo.
Pensando con la lógica en la mano, nuestros
adversarios veían fácil, llana, rápida la culminación de su obra entrando en
Madrid, pues era natural que así lo estimasen después de la experiencia de un
mes de operaciones victoriosas y, especialmente, por los resultados que habían
obtenido los últimos cuatro días. De aquí que, paralelamente a la
elaboración de su Orden de Operaciones para la maniobra de ataque, otros
organismos ajenos al Mando Militar redactasen el programa de festejos con que
se había de celebrar tan gran acontecimiento, tanto en Madrid como en toda
España.
Esperaban como suceso natural y fulminante el
derrumbamiento de la moral de su adversario. Pero la verdad, al otro lado del
Manzanares, era que la moral se exaltaba de manera pocas veces igualada.
Este hecho, concebido por pocos, provocado no se sabe
por quién, pero alentado por innumerables hombres y mujeres de acción, sin
distinción de clases ni de matices políticos, y vivificado por la voluntad de
cientos de miles de españoles, entre los que naturalmente no contaban los que
se habían marchado a Valencia, hizo variar en el curso de media jornada el
panorama de la lucha.
Ésta sería una sorpresa para Madrid, para los propios
combatientes y especialmente para el adversario: en el orden técnico, fríamente
considerado, resulta de difícil explicación. Trataremos de hallarla en este
estudio. Por ahora, para comprender lo que ha de venir, sí cabe afirmar de
manera categórica que los inmutables principios del arte de la guerra, la
voluntad de vencer, la acción de conjunto y la sorpresa, que hasta el comienzo
de la batalla de Madrid, «habían brillado por su ausencia» (ausencia que
explicaba los reveses), iban a mostrarse a ella con la plenitud de su poder y
de su eficacia. He ahí cómo la más breve y confusa de las etapas que dan
estructura a dicha batalla iba a resultar la de máxima trascendencia tanto en
el orden espiritual como en el material.
General Vicente Rojo
"Así fué la defensa de Madrid"
Capítulo II - Acciones preliminares (1)
Asociación de Libreros de Lance de Madrid, 2006
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