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1168. El general que se quedó olvidado

Ser general de la República en los primeros meses de la guerra civil no es, ni mucho menos, una situación envidiable. Los generales más prestigiosos de España se han sublevado contra esta República antimilitarista que ha respondido a la rebelión lanzando a las masas proletarias al asalto de los cuarteles. El pueblo en armas ha fusilado a los militares que han caído en sus manos y luego se ha puesto a hacer la guerra improvisando el más incongruente ejército del mundo; un ejército en el que las virtudes militares son consideradas como delitos.

Los generales, jefes y oficiales que han permanecido fieles a la República sucumben heroicamente en el vano intento de organizar para la guerra a unas masas revolucionarias que al sentirse impotentes se revuelven furiosas contra ellos al grito de: «¡Hemos sido traicionados; fusilemos a los jefes!». Los militares que no tienen temperamento de mártires desertan uno tras otro. El pueblo en armas no acata más jefes que los suyos y convierte en comandantes y generales a sus agitadores y a los directivos de sus sindicatos. Largo Caballero ha recorrido los frentes de la Sierra disfrazado de caudillo tropical, cubierto con un inverosímil sombrero de alas anchas y armado con un rifle. Las tropas rebeldes arrollan fácilmente a estas masas heroicas e insensatas.

Pero los duros reveses del frente van alumbrando poco a poco un curioso y vergonzante redescubrimiento de las virtudes militares. Los anarquistas han lanzado una consigna paradójica: «¡Disciplinemos la indisciplina!» es su disparatado «slogan». El Partido Comunista es la única fuerza revolucionaria que no tiene que inventar la disciplina, pero contribuye a la catástrofe porque no consiente más disciplina que la suya propia. Con el mismo entusiasmo con que organiza el «Quinto Regimiento» que ha de ser el germen del futuro ejército del pueblo, el comunismo se aplica a destruir los cuadros subsistentes del viejo ejército nacional. Mientras tanto el Gobierno de la República y los militares que se obstinan en serle fieles flotan a la deriva en esta procela sangrienta de la revolución y la guerra civil.

Un general del ejército regular en este trance es un triste personaje, un superviviente, un ser anacrónico que no se sabe aún por qué está allí y por qué está aún vivo si está allí. Cuando en Madrid se encuentra uno con un general se pregunta extrañado: «¿Cómo no se ha ido ya? ¿Cómo no le han matado todavía?». Los militares profesionales al cabo de cuatro meses de guerra civil son pura fauna residual. Todavía hay muchos, sin embargo. ¡Eran tantos los militares que había en España! Agarrados desesperadamente a sus destinos burocráticos contemplan atónitos el caótico espectáculo de la guerra en la que apenas intervienen. Los milicianos no se fían de ellos. Un día se ha pasado al enemigo incluso el general que dirige las operaciones desde el Ministerio de la Guerra; le habían sacado de la cárcel para colocarle ante los planos del Estado Mayor Central y decirle poniéndole una pistola en el costado: «¡Manda!».

Olvidado en uno de los lóbregos y desiertos salones del caserón que fue Capitanía General de Madrid se ha quedado un viejo general que se obstina en seguir siendo leal a la República. Pocos le conocen y nadie se acuerda de él. No es hombre brillante ni tiene historia política, cosa extraordinaria en un general español. Es, sencillamente, un hombre que ha cumplido siempre con su deber y que por seguir cumpliéndolo se ha quedado en su sitio. Este general olvidado es nada menos que el comandante general de Madrid y general en jefe de la división del ejército que tiene encomendada la defensa del casco de la ciudad.

El pueblo lucha ya en los arrabales de Madrid, hasta donde han avanzado los rebeldes la punta de acero de su vanguardia de tropas marroquíes y legionarias. Pero el pueblo hace la guerra sin contar para nada con los generales que le han sido fieles.

El Excelentísimo señor don José Miaja y Menant, sentado en su sillón dorado de capitán general, preside impotente el desastre esperando resignadamente el desenlace fatal. Espera solo que los milicianos derrotados le asesinen para vengarse de la derrota que invariablemente atribuyen a la traición de sus jefes militares o bien que los generales sublevados se apoderen al fin de Madrid y le fusilen por no haberles secundado en su rebeldía.

Esta es la situación del general Miaja el día seis de noviembre de 1936.


«Cumpliré con mi deber»

Son las tres de la tarde. Largo Caballero, Jefe del Gobierno y Ministro de la Guerra, llama a su despacho al general Miaja y le pregunta:

—¿Qué ocurriría si el Gobierno abandonase Madrid?

El general Miaja frunce el ceño y contesta:

—El Gobierno debió marcharse antes, cuando todavía era oportuno. Sigo creyendo que no debe permanecer en Madrid, pero no sé cuáles serán ahora las consecuencias de un traslado que tiene todos los caracteres de una huida.

En el rostro de Largo Caballero y sobre todo en sus ojos atónitos se refleja exactamente la angustia del momento. Quiere marcharse, lo tiene ya decidido y anhela solo que para su tranquilidad de conciencia el viejo general le garantice que esta huida del Gobierno cuando Madrid está ya bajo el fuego de la artillería rebelde no ha de provocar fatalmente el derrumbamiento de la resistencia y la catástrofe definitiva. El general Miaja, impenetrable, le ofrece solo la garantía de su lealtad personal.

—Sean cuales fueren la decisión del Gobierno y sus consecuencias yo seguiré acatando fielmente las órdenes que se me den y cumpliré con mi deber hasta el último instante.

La brevísima entrevista ha terminado con un silencioso apretón de manos. El Gobierno decidirá por su cuenta y riesgo. Miaja no desertará de su puesto. Pero se niega a descargar al Gobierno de la responsabilidad de su deserción frente al enemigo.


La huida del Gobierno

EL viejo general cruza desdeñoso ante los grupos de «iniciados» que se han ido formando en la antecámara ministerial en espera de sus salvoconductos. Son las típicas ratas disponiéndose a abandonar el navío que se hunde.

Desde el despacho de Largo Caballero, el general Miaja se va directamente a las oficinas del Estado Mayor Central, que se hallan en el piso superior del mismo palacio de Buenavista, se acerca al mapa de operaciones y lo contempla ensimismado ¿Qué valor tienen en aquel instante las indicaciones hechas sobre el mapa por el Estado Mayor? ¿Con qué posiciones se cuenta aún y cuáles son a estas horas las fuerzas de que se dispone? El general permanece absorto durante largo rato. Sabe únicamente que en aquel mismo instante hay, en algún sitio, un hombre de buena fe que resiste heroicamente clavado en su parapeto porque no puede creer que los que están en la retaguardia sean capaces de abandonarle.

Viene aprisa la noche cargada de tristes presagios para este viejo general que se inclina preocupado sobre el mapa de operaciones y para ese hombre confiado que está en alguna parte esperando la muerte con serena resolución. El silencio va poco a poco cercándoles. El hombre del parapeto frente al campo desierto y oscuro no escucha más que el latido de su propio corazón. El general ensimismado no advierte que a medida que pasa el tiempo el palacio se ha ido quedando silencioso y vacío.

A las seis de la tarde suenan por última vez los timbres que anuncian habitualmente la entrada y la salida del señor ministro. Largo Caballero, más atónito que nunca, sale del ascensor y se dirige al automóvil que le espera. Le acompañan su hijo, su secretario Aguirre y su ayudante de campo, el teniente coronel Arredondo. Unos paquetes de ropa, unas mantas y unos salvoconductos entregados al chofer delatan la huida. Un periodista que merodea por el cuerpo de guardia se acerca indiscreto al señor Largo Caballero cuando éste va a poner el pie en el estribo.

—¿Alguna novedad, señor Presidente?
—Ninguna.


Las doce horas que salvaron Madrid

Se ha hecho de noche. El viejo general advierte al fin que se ha quedado solo y a oscuras. Sale de las oficinas del Estado Mayor y baja por la amplia escalera de mármol llena de trofeos militares y grandes lienzos que representan gloriosas batallas. Los vastos salones del palacio están poblados solo por los seres dichosos e indiferentes que viven en los tapices de Goya. Al llegar al departamento del Ministro le sale al paso el Subsecretario, general Asensio, que le dice alargándole un sobre cerrado:

—Tengo orden de entregarte esta carta en propia mano.

—¿Qué pasa? —le pregunta Miaja.

—No sé; las cosas van mal… —contesta evasivamente el general Asensio.

Miaja, irritado y orgulloso, no quiere seguir preguntando. Asensio, por su parte, no acierta a salir de aquella situación embarazosa y permanece ante Miaja sin decidirse a marcharse. Coge su gorra y antes de ponérsela le da vueltas nerviosamente entre las manos.

—Mira qué gorra más bonita me he comprado —dice por decir algo.

—¡Para lo que te va a servir! —gruñe Miaja dejándose caer en un butacón. Asensio hace una pirueta y se pone en salvo sin más explicaciones. Unos minutos más tarde estará también camino de Levante.

Miaja queda hundido en el butacón palpando con sus dedos carnosos la carta que le han entregado. En el sobre dice: «Para abrirlo a las seis de la mañana». Tira con rabia la carta sobre su mesa y durante algún tiempo va y viene por la pieza como una fiera enjaulada. Aquello es estúpido. Prohibirle que abra aquella carta antes del día siguiente puede ser criminal. Equivale a condenar a muerte estúpidamente a millares de hombres. Estas doce horas pueden ser inestimables para lo que sea, para resistir o ceder, para entregarse, para organizar la retirada o para morir matando.

Se informa de quiénes quedan en el Ministerio. De los jefes solo el general Pozas, que manda en jefe el Ejército del Centro, está en su despacho. Miaja va a buscarle. El general Pozas se halla efectivamente impasible ante su mesa de trabajo. Es otro general viejo, sordo además y sin nervios.

—¿Te han dejado alguna orden? —le pregunta Miaja.

—Me han dejado una carta que no debo abrir hasta las seis de la mañana.

—A mí me han dejado otra. ¿Tú qué vas a hacer?
—Esperar.

—¡Yo no! Yo abro esta carta ahora mismo. ¡Esperar puede ser un crimen!

Dicho y hecho. Miaja rasga el sobre y se encuentra estupefacto con una carta en la que Largo Caballero ordena al general Pozas que se retire a Tarancón, a ochenta kilómetros de Madrid, para organizar las nuevas líneas republicanas por si la capital no pudiera resistir.

—¡Esta carta no es para mí! —exclama Miaja—. Mi carta debe estar en el sobre de la tuya.

Pozas rasga también el sobre que le han entregado y allí está, efectivamente, la carta para Miaja.

—¡Es inaudito! Tenían tanta prisa y estaban tan aturdidos que han equivocado los sobres.

Miaja lee a saltos las instrucciones del Jefe del Gobierno. «… El Gobierno ha decidido trasladarse de Madrid y encarga a Vuecencia de la defensa de la capital a toda costa… Se constituirá una Junta de Defensa… En el caso de que haya que abandonar Madrid las fuerzas deben replegarse en dirección a Cuenca…».

Después de un momento de meditación, Miaja se sienta en el sillón ministerial y pone las manos sobre la mesa de Largo Caballero, en la que no ha quedado ni un solo papel. Luego oprime un timbre y espera. No acude nadie. Insiste. Nadie. Toca otro timbre, y otro, y otro… Termina oprimiendo frenéticamente todos los timbres a la vez. Nadie, nadie, nadie…

Los cañonazos rebeldes van cayendo sobre los tejados de Madrid con una cadencia constante.


Manuel Chaves Nogales
«La Defensa de Madrid» - Capítulo I



La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.

María Isabel Cintas Guillén , tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.






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