¿Defender Madrid? ¿Cómo? ¿Con qué? El general Miaja no
cuenta en aquel momento más que con dos hombres, su ayudante de campo el
comandante Pérez Martínez y su secretario particular el suboficial Antonio
López, dos hombres fieles que durante muchos meses han de seguirle como la
sombra al cuerpo.
Lo primero es averiguar dónde está el frente si es que
todavía hay algún frente y saber qué fuerzas quedan para defenderlo. Los datos
que tienen en la Subsecretaría y en el Estado Mayor son confusos y
contradictorios. Los jefes se han ido y los subalternos no saben nada. Las
posiciones marcadas en los mapas no responden ya a la realidad. Durante el día
los rebeldes han avanzado y están ya en los arrabales de Madrid. En el Cerro de
los Ángeles, a doce kilómetros, han instalado unas baterías con las que están
bombardeando la capital. Carabanchel Alto y el barrio de Usera han sido
evacuados, pero no se sabe si los rebeldes los han ocupado ya. Probablemente
esperan al amanecer para reanudar el avance y llegar hasta el centro de Madrid.
Se ha perdido el contacto con el enemigo. La verdad es que nadie sabe nada.
—¡Qué vengan los jefes de las columnas! ¡Todos los
jefes aquí antes de una hora!, ordena el general Miaja. Es su primera
disposición. Parten los motoristas petardeando la noche tenebrosa en busca de
los jefes de las dispersas columnas que se han refugiado en el casco de la
población. La gesta de Madrid comienza.
El gran error del general Franco
El rumor de que el Gobierno ha huido y los rebeldes
están en los arrabales zigzaguea por las calles oscuras y silenciosas de
Madrid. Los primeros que acuden al Ministerio desolados son los personajes
influyentes de la República a los que el Gobierno ha dejado abandonados. Su
clamorosa indignación puebla los desiertos salones del palacio de Buenavista.
El presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, don Álvaro de
Albornoz, recorre uno por uno los despachos del Ministerio buscando al Gobierno
hasta detrás de los cortinajes. No quiere rendirse a la evidencia de que le han
asignado el papel de mártir.
¿Qué va a pasar dentro de unas horas? Un nombre está
en todos los labios: Addis– Abeba. El derrumbamiento parece total. Se asegura
que algunos ministros han sido detenidos por los milicianos en el control de
Vallecas a la salida de la capital. Los anarquistas y sindicalistas han
obligado a volverse a los ministros comunistas; unos dicen que han sido
fusilados y otros afirman que han conseguido salir a la carretera de Valencia
por caminos poco vigilados.
Antes de que amanezca estarán las patrullas de
moros y legionarios en la Puerta del Sol. En el Ministerio de la Gobernación el
Subsecretario, Wenceslao Carrillo, que se ha quedado en su puesto, hace
emplazar una ametralladora en cada uno de los balcones de su despacho,
dispuesto a vender cara su vida.
Los millares de partidarios de Franco que están
ocultos en Madrid, la famosa Quinta Columna con la que cuenta el general Mola,
presiente que ha llegado su hora y la madrugada se puebla de disparos aislados,
las palmadas secas de las pistolas provocadoras y el trallazo largo de los
máuseres de los milicianos después.
Si Franco hubiese sido efectivamente un gran capitán
sus tropas hubieran entrado aquella madrugada en Madrid. Le faltó la intuición
genial, la resolución fulminante, la videncia típica del caudillo. Los
granaderos de Napoleón hubiesen llegado a la Puerta del Sol antes de que
apuntase el día. Franco se contentó con dejar descansar a sus vanguardias en
los arrabales y se puso a repartir por Europa invitaciones para asistir a la
toma de Madrid. Que era suyo.
Y lo perdió aquella noche.
«¡Hombres que sepan morir, adelante!»
Mientras tanto el general Miaja en su despacho intenta
desesperadamente rehacer el aparato defensivo de Madrid antes de que amanezca.
No se trata de que la organización que había fuese mejor o peor; es que en
aquellos momentos no hay ninguna.
Catorce teléfonos suenan constantemente en el despacho
contiguo al del ministro pidiendo informes de la situación, reclamando
refuerzos, comunicando el abandono de posiciones indispensables para la defensa
de Madrid. Los jefes de algunas de las secciones del frente dan cuenta de que
están cumplimentando la orden de retirada que han recibido no se sabe de quién.
—¡Retirarse! ¿Pero, adónde? —exclama desesperado
Miaja.
En medio de aquel caos —¡oh prodigio de la inercia
burocrática!— se acerca al general Miaja el «speaker» de la radio, Augusto,
para someter a la aprobación del nuevo jefe el parte de operaciones del día que
va a ser radiado. El general Miaja lo lee estupefacto; su redacción es un
verdadero prodigio de eufemismos y de paradisíaca serenidad. Miaja lo devuelve
asqueado.
—¡Mentiras! ¡Camelos!
Los jefes de las dispersas Columnas van llegando al
Ministerio. Entre ellos hay viejos oficiales postergados por la monarquía que
se sienten ligados de por vida a la República y que fracasan en el empeño
imposible de dar disciplina y cohesión a unas masas de milicianos
antimilitaristas que no tienen en ellos ninguna confianza. Otros, son hombres
de acción de los partidos revolucionarios, bárbaros caudillos del pueblo,
guerrilleros típicamente españoles, dignos descendientes del Empecinado,
hombres jóvenes, fuertes, temerarios; pero incapaces de sostener la lucha
contra un ejército moderno y bien equipado con tanques y aviación. Desde
Extremadura han venido replegándose hasta Madrid sin haber podido oponer al
enemigo una verdadera resistencia. Sus columnas de voluntarios entusiastas e
indisciplinados se deshacen como la espuma apenas chocan con las vanguardias
aguerridas de los marroquíes y del Tercio.
Ahora, ante el general Miaja, estos hombres cuyos
rostros demacrados reflejan la impotencia y la desesperación bajan la vista
avergonzados, llenos de rencor y de odio por no haber acertado a convertirse en
los héroes legendarios que soñaron ser.
El viejo general les habla con palabras tajantes. Por
entre las mandíbulas apretadas de Miaja salen las frases crueles como
latigazos. A estos hombres rebeldes nadie se había atrevido jamás a hablarles
en este tono.
—El Gobierno se ha ido —les dice Miaja—. Madrid está a
merced del enemigo. Ha llegado el momento de ser hombres. ¿Me entienden bien?
Hay que ser hombre. ¡Machos!
Los jefes de las columnas, en semicírculo, escuchan
inmóviles y silenciosos al viejo general que les increpa.
—¡Ser machos! ¡Saber morir! ¡Eso es lo que hace falta!
¡Quiero que los hombres que estén conmigo sepan morir!
Miaja les vuelve la espalda. Hay una pausa
interminable. Cada uno de aquellos hombres ha sentido las palabras de Miaja
como si recibiese un trallazo en pleno rostro.
—Si hay alguno que no sea capaz de eso, de morir, más
le vale decirlo ahora. ¿Hay alguno? —interroga mirándoles a la cara uno por
uno.
Nadie responde. Pero se ve brillar en los ojos
febriles de todos la decisión heroica de perder la vida antes que retroceder un paso.
«¡Resistid mientras llegan los refuerzos!»
Luego, el general Miaja, seguro ya de contar por lo
menos con la heroica resolución de aquel puñado de jefes, acomete con ellos la
tarea de reorganizar las fuerzas de que dispone. Hasta aquí las tropas han
estado divididas en columnas que prácticamente se hallan disueltas por la
derrota. En adelante las fuerzas se agruparán por sectores. Para esta nueva
organización el general Miaja ha encontrado el hombre más eficaz y mejor
preparado que podía desear, el teniente coronel don Vicente Rojo, uno de los
tratadistas del arte de la guerra más prestigiosos que tiene España. El general
Miaja, que no lo conoce personalmente, pero que ha leído sus libros, le
encuentra desempeñando un puesto secundario en el Ministerio y sin vacilar le
nombra jefe del Estado Mayor del ejército que defiende Madrid. Acto seguido
escoge certeramente los demás miembros y el Estado Mayor queda constituido.
Aún no hace seis horas que el Gobierno se ha marchado
y ya está rehecho, aunque rudimentariamente, el aparato defensivo de Madrid.
Pero no hay que hacerse muchas ilusiones. No basta con haber improvisado un
instrumento de mando. Antes de que alumbre el nuevo día hay que contar con
fuerzas capaces de resistir, hacen falta hombres, soldados; y hay que darles
fusiles y municiones y colocarles en los sitios estratégicos…
De nada hay. Los hombres con que se cuenta son pocos.
La mayoría de los milicianos ha desertado ante la inminencia de la catástrofe.
Al llegar a Madrid derrotados, muchos han abandonado los fusiles y se han
metido en sus casas. Los que siguen en sus puestos carecen de material de
guerra y sobre todo de mandos idóneos.
Los catorce teléfonos del Ministerio siguen sonando
apremiantes:
—¡No tenemos municiones! —dicen desde los puestos
avanzados de los arrabales de Madrid.
—¡Van enseguida! —se les contesta—. ¡Seguid
resistiendo con los cartuchos que tengáis! Dentro de dos horas recibiréis más.
—¡Faltan hombres en este sector! ¡No nos será posible
resistir ni una hora! — claman de otro sitio.
—¡Necesitamos refuerzos antes de que amanezca! —piden
desde las posiciones que protegen los puentes de Toledo y Segovia y desde la
carretera de Andalucía, por donde se cree que las tropas enemigas avanzarán sobre Madrid al
rayar el día.
—¡Ya han salido los refuerzos que necesitáis!
¡Resistid solo mientras llegan! —se les responde.
Así se va engañando a quienes están condenados a morir
antes de que los refuerzos puedan llegar.
«¡Vamos a hacer de parapeto!»
Hacen falta hombres, combatientes, soldados. La
leyenda de que basta con la presión de las grandes masas humanas para que la
voluntad del pueblo triunfe arrolladoramente se ha desvanecido en cuatro meses
de guerra. La masa inerme que tomó por asalto el cuartel de la Montaña en los
primeros momentos de la rebelión merced al mismo fenómeno de sugestión que hizo
posible la toma de la Bastilla, ha perdido su eficacia combativa. El alarido de
la multitud no tiene ya el poder taumatúrgico de las trompetas de Jericó. Hay
que pelear. Hombre contra hombre.
¿Pero dónde están los posibles soldados de la
República? El general Miaja va a buscarlos donde únicamente puede hallarlos; en
los sindicatos; en el proletariado industrial de Madrid.
Desde hace ya más de una semana los sindicatos han
dado la orden de movilización y mantienen día y noche en las fábricas, los
talleres, las oficinas y los centros sindicales una guardia de hombres que
esperan fumando, discutiendo, oyendo las noticias de la radio y durmiendo por
los rincones a que les den un fusil y les lleven al frente. Por un curioso
fenómeno de autosugestión estos obreros y empleados humildes, sin ninguna
presunción heroica, están íntimamente convencidos de que sabrán luchar e
incluso de que serán capaces, cuando llegue el instante, de morir heroicamente.
Tienen una fe ciega en sí mismos y en la causa que van a defender. Pero son la
gran incógnita de la defensa de Madrid.
Las circunstancias han determinado que la única
organización de lucha con que cuenta la República sea ésta; la organización sindical,
ajena en absoluto al control del Estado y sometida ciegamente a la tutela de
los partidos revolucionarios. La Unión General de Trabajadores, marxista, y la
Confederación Nacional del Trabajo, anarcosindicalista, son los organismos que
tienen en sus manos la única fuerza combativa de la República. A ellos tiene
que recurrir el general Miaja para intentar la defensa de Madrid.
Un delegado suyo, el comandante Marenco, es quien se
encarga de ir a los centros sindicales y a las fábricas para recabar los
hombres que hace falta llevar inmediatamente a los parapetos si se quiere
defender Madrid.
De sindicato en sindicato, el comandante Marenco, un
militar que con su voz cascada y entrañable sabe hablar a los obreros, consigue
extraer los centenares de hombres que aquella misma madrugada han de oponerse
al avance de los rebeldes.
Cuando ya a altas horas de la noche se presenta el
comandante Marenco en los centros sindicales, todos, absolutamente todos los
obreros que se hallan concentrados se ofrecen para ir a las avanzadas.
—¡No! —les advierte Marenco—. No quiero grandes masas.
No sirve para nada que os ofrezcáis todos. Mil hombres, diez mil, huyen
fatalmente ante el enemigo cuando les arrastra el pánico de unas docenas de
cobardes. Quiero solo los que sean capaces de luchar hasta la muerte. ¡Solo los
que estén dispuestos a morir!
La fe de aquellos hombres es tan ciega que hasta para
morir reiteran su ofrecimiento en masa y poco después cruzan las calles
tenebrosas de Madrid en dirección a los arrabales del Sur y el Oeste unos
pelotones de hombres silenciosos y cabizbajos. Van sin armas y sin uniformes,
con las manos metidas en los bolsillos de sus ropas de trabajo.
Al pasar, uno
de ellos es interrogado por alguien que les ve partir en dirección al frente.
—¿Qué? ¿Van ustedes a hacer parapetos?
—No. Vamos a hacer de parapeto nosotros mismos.
El interpelado alza los hombros con tranquila resignación
y, junto con la masa borrosa de sus compañeros de taller, se lo traga pronto la
noche.
Fín de jornada
No hay armas ni municiones. No las tenía el Gobierno.
No las tiene tampoco el general Miaja. Este sabe, sin embargo, que en Madrid
hay escondidos bastantes fusiles y no pocas ametralladoras. En los primeros
momentos, cuando el asalto a los cuarteles, se apoderaron de todo el material
de guerra que pudieron, los partidos políticos revolucionarios y las centrales
sindicales. Los anarquistas han constituido en cada barriada un Ateneo
Libertario que es un verdadero arsenal. Anarquistas y comunistas se temen y se
odian y quieren estar prevenidos. Hay que recuperar todo ese material de guerra
celosamente guardado por quienes desentendiéndose de la lucha contra los
militares rebeldes lo han escamoteado para hacer «su» revolución.
El partido comunista, el más fuerte, se pone al lado
del viejo general desde el primer momento. O, si se prefiere, el viejo general
se echa en brazos de los comunistas. El partido comunista es el único que
durante estos cuatro meses de lucha se ha preparado para una guerra larga. Su
«quinto regimiento» es la única tropa voluntaria con cohesión y disciplina que hay en Madrid. El general Miaja, apoyándose en
esta fuerza comunista, arrastra a las demás fuerzas revolucionarias y las
somete a su mando. Es su gran triunfo. Como garantía de su lealtad, el viejo
general se prende en el pecho la estrella roja de cinco puntas. Es igual. Miaja
no ha sido nunca comunista ni lo será jamás.
Suenan las cinco de la madrugada. Han pasado doce
horas. El general Miaja suspende su trabajo y recapacita un momento. En una
cuartilla tiene ante sus ojos un esquema de lo que ha conseguido en estas horas
febriles. La unidad de mando, el acatamiento de los partidos revolucionarios
anarquistas y comunistas, un Estado Mayor idóneo, unas docenas de jefes que no
retrocederán, unos centenares de fusiles y ametralladoras y un millar de
hombres que acaso no sepan combatir, pero que están dispuestos a hacerse matar.
Madrid puede perderse. Es lo más probable. Pero no
está perdido como lo estaría irremisiblemente si el nuevo día hubiese
encontrado al general Miaja vacilante todavía ante la incógnita de aquella
carta del Jefe del Gobierno que no debía haber abierto hasta las seis de la
mañana.
Durante tres horas, desde las cinco hasta las ocho, el
general va a descansar, a cobrar fuerzas para la jornada terrible que comienza.
Al tenderse en el lecho una aguda inquietud le asalta. Allá lejos, en tierras
de África, su esposa ha quedado prisionera del enemigo. ¿Qué va a ser de ella
ahora?
La férrea voluntad del jefe se impone una vez más y
unos minutos después el general Miaja duerme profunda y sosegadamente…
Manuel Chaves Nogales
La Defensa de Madrid - Capítulo II
La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.
María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario