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1172. La noche de pasión del General Miaja




¿Defender Madrid? ¿Cómo? ¿Con qué? El general Miaja no cuenta en aquel momento más que con dos hombres, su ayudante de campo el comandante Pérez Martínez y su secretario particular el suboficial Antonio López, dos hombres fieles que durante muchos meses han de seguirle como la sombra al cuerpo.

Lo primero es averiguar dónde está el frente si es que todavía hay algún frente y saber qué fuerzas quedan para defenderlo. Los datos que tienen en la Subsecretaría y en el Estado Mayor son confusos y contradictorios. Los jefes se han ido y los subalternos no saben nada. Las posiciones marcadas en los mapas no responden ya a la realidad. Durante el día los rebeldes han avanzado y están ya en los arrabales de Madrid. En el Cerro de los Ángeles, a doce kilómetros, han instalado unas baterías con las que están bombardeando la capital. Carabanchel Alto y el barrio de Usera han sido evacuados, pero no se sabe si los rebeldes los han ocupado ya. Probablemente esperan al amanecer para reanudar el avance y llegar hasta el centro de Madrid. Se ha perdido el contacto con el enemigo. La verdad es que nadie sabe nada.

—¡Qué vengan los jefes de las columnas! ¡Todos los jefes aquí antes de una hora!, ordena el general Miaja. Es su primera disposición. Parten los motoristas petardeando la noche tenebrosa en busca de los jefes de las dispersas columnas que se han refugiado en el casco de la población. La gesta de Madrid comienza.


El gran error del general Franco

El rumor de que el Gobierno ha huido y los rebeldes están en los arrabales zigzaguea por las calles oscuras y silenciosas de Madrid. Los primeros que acuden al Ministerio desolados son los personajes influyentes de la República a los que el Gobierno ha dejado abandonados. Su clamorosa indignación puebla los desiertos salones del palacio de Buenavista. El presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, don Álvaro de Albornoz, recorre uno por uno los despachos del Ministerio buscando al Gobierno hasta detrás de los cortinajes. No quiere rendirse a la evidencia de que le han asignado el papel de mártir.

¿Qué va a pasar dentro de unas horas? Un nombre está en todos los labios: Addis– Abeba. El derrumbamiento parece total. Se asegura que algunos ministros han sido detenidos por los milicianos en el control de Vallecas a la salida de la capital. Los anarquistas y sindicalistas han obligado a volverse a los ministros comunistas; unos dicen que han sido fusilados y otros afirman que han conseguido salir a la carretera de Valencia por caminos poco vigilados.

Antes de que amanezca estarán las patrullas de moros y legionarios en la Puerta del Sol. En el Ministerio de la Gobernación el Subsecretario, Wenceslao Carrillo, que se ha quedado en su puesto, hace emplazar una ametralladora en cada uno de los balcones de su despacho, dispuesto a vender cara su vida.

Los millares de partidarios de Franco que están ocultos en Madrid, la famosa Quinta Columna con la que cuenta el general Mola, presiente que ha llegado su hora y la madrugada se puebla de disparos aislados, las palmadas secas de las pistolas provocadoras y el trallazo largo de los máuseres de los milicianos después.

Si Franco hubiese sido efectivamente un gran capitán sus tropas hubieran entrado aquella madrugada en Madrid. Le faltó la intuición genial, la resolución fulminante, la videncia típica del caudillo. Los granaderos de Napoleón hubiesen llegado a la Puerta del Sol antes de que apuntase el día. Franco se contentó con dejar descansar a sus vanguardias en los arrabales y se puso a repartir por Europa invitaciones para asistir a la toma de Madrid. Que era suyo.

Y lo perdió aquella noche.


«¡Hombres que sepan morir, adelante!»

Mientras tanto el general Miaja en su despacho intenta desesperadamente rehacer el aparato defensivo de Madrid antes de que amanezca. No se trata de que la organización que había fuese mejor o peor; es que en aquellos momentos no hay ninguna.

Catorce teléfonos suenan constantemente en el despacho contiguo al del ministro pidiendo informes de la situación, reclamando refuerzos, comunicando el abandono de posiciones indispensables para la defensa de Madrid. Los jefes de algunas de las secciones del frente dan cuenta de que están cumplimentando la orden de retirada que han recibido no se sabe de quién.

—¡Retirarse! ¿Pero, adónde? —exclama desesperado Miaja.

En medio de aquel caos —¡oh prodigio de la inercia burocrática!— se acerca al general Miaja el «speaker» de la radio, Augusto, para someter a la aprobación del nuevo jefe el parte de operaciones del día que va a ser radiado. El general Miaja lo lee estupefacto; su redacción es un verdadero prodigio de eufemismos y de paradisíaca serenidad. Miaja lo devuelve asqueado.

—¡Mentiras! ¡Camelos!

Los jefes de las dispersas Columnas van llegando al Ministerio. Entre ellos hay viejos oficiales postergados por la monarquía que se sienten ligados de por vida a la República y que fracasan en el empeño imposible de dar disciplina y cohesión a unas masas de milicianos antimilitaristas que no tienen en ellos ninguna confianza. Otros, son hombres de acción de los partidos revolucionarios, bárbaros caudillos del pueblo, guerrilleros típicamente españoles, dignos descendientes del Empecinado, hombres jóvenes, fuertes, temerarios; pero incapaces de sostener la lucha contra un ejército moderno y bien equipado con tanques y aviación. Desde Extremadura han venido replegándose hasta Madrid sin haber podido oponer al enemigo una verdadera resistencia. Sus columnas de voluntarios entusiastas e indisciplinados se deshacen como la espuma apenas chocan con las vanguardias aguerridas de los marroquíes y del Tercio.

Ahora, ante el general Miaja, estos hombres cuyos rostros demacrados reflejan la impotencia y la desesperación bajan la vista avergonzados, llenos de rencor y de odio por no haber acertado a convertirse en los héroes legendarios que soñaron ser.

El viejo general les habla con palabras tajantes. Por entre las mandíbulas apretadas de Miaja salen las frases crueles como latigazos. A estos hombres rebeldes nadie se había atrevido jamás a hablarles en este tono.

—El Gobierno se ha ido —les dice Miaja—. Madrid está a merced del enemigo. Ha llegado el momento de ser hombres. ¿Me entienden bien? Hay que ser hombre. ¡Machos!

Los jefes de las columnas, en semicírculo, escuchan inmóviles y silenciosos al viejo general que les increpa.

—¡Ser machos! ¡Saber morir! ¡Eso es lo que hace falta! ¡Quiero que los hombres que estén conmigo sepan morir!

Miaja les vuelve la espalda. Hay una pausa interminable. Cada uno de aquellos hombres ha sentido las palabras de Miaja como si recibiese un trallazo en pleno rostro.

—Si hay alguno que no sea capaz de eso, de morir, más le vale decirlo ahora. ¿Hay alguno? —interroga mirándoles a la cara uno por uno.

Nadie responde. Pero se ve brillar en los ojos febriles de todos la decisión heroica de perder la vida antes que retroceder un paso.


«¡Resistid mientras llegan los refuerzos!»

Luego, el general Miaja, seguro ya de contar por lo menos con la heroica resolución de aquel puñado de jefes, acomete con ellos la tarea de reorganizar las fuerzas de que dispone. Hasta aquí las tropas han estado divididas en columnas que prácticamente se hallan disueltas por la derrota. En adelante las fuerzas se agruparán por sectores. Para esta nueva organización el general Miaja ha encontrado el hombre más eficaz y mejor preparado que podía desear, el teniente coronel don Vicente Rojo, uno de los tratadistas del arte de la guerra más prestigiosos que tiene España. El general Miaja, que no lo conoce personalmente, pero que ha leído sus libros, le encuentra desempeñando un puesto secundario en el Ministerio y sin vacilar le nombra jefe del Estado Mayor del ejército que defiende Madrid. Acto seguido escoge certeramente los demás miembros y el Estado Mayor queda constituido.

Aún no hace seis horas que el Gobierno se ha marchado y ya está rehecho, aunque rudimentariamente, el aparato defensivo de Madrid. Pero no hay que hacerse muchas ilusiones. No basta con haber improvisado un instrumento de mando. Antes de que alumbre el nuevo día hay que contar con fuerzas capaces de resistir, hacen falta hombres, soldados; y hay que darles fusiles y municiones y colocarles en los sitios estratégicos…

De nada hay. Los hombres con que se cuenta son pocos. La mayoría de los milicianos ha desertado ante la inminencia de la catástrofe. Al llegar a Madrid derrotados, muchos han abandonado los fusiles y se han metido en sus casas. Los que siguen en sus puestos carecen de material de guerra y sobre todo de mandos idóneos.

Los catorce teléfonos del Ministerio siguen sonando apremiantes:

—¡No tenemos municiones! —dicen desde los puestos avanzados de los arrabales de Madrid.

—¡Van enseguida! —se les contesta—. ¡Seguid resistiendo con los cartuchos que tengáis! Dentro de dos horas recibiréis más.

—¡Faltan hombres en este sector! ¡No nos será posible resistir ni una hora! — claman de otro sitio.

—¡Necesitamos refuerzos antes de que amanezca! —piden desde las posiciones que protegen los puentes de Toledo y Segovia y desde la carretera de Andalucía, por donde se cree que las tropas enemigas avanzarán sobre Madrid al rayar el día.

—¡Ya han salido los refuerzos que necesitáis! ¡Resistid solo mientras llegan! —se les responde.

Así se va engañando a quienes están condenados a morir antes de que los refuerzos puedan llegar.


«¡Vamos a hacer de parapeto!»

Hacen falta hombres, combatientes, soldados. La leyenda de que basta con la presión de las grandes masas humanas para que la voluntad del pueblo triunfe arrolladoramente se ha desvanecido en cuatro meses de guerra. La masa inerme que tomó por asalto el cuartel de la Montaña en los primeros momentos de la rebelión merced al mismo fenómeno de sugestión que hizo posible la toma de la Bastilla, ha perdido su eficacia combativa. El alarido de la multitud no tiene ya el poder taumatúrgico de las trompetas de Jericó. Hay que pelear. Hombre contra hombre.

¿Pero dónde están los posibles soldados de la República? El general Miaja va a buscarlos donde únicamente puede hallarlos; en los sindicatos; en el proletariado industrial de Madrid.

Desde hace ya más de una semana los sindicatos han dado la orden de movilización y mantienen día y noche en las fábricas, los talleres, las oficinas y los centros sindicales una guardia de hombres que esperan fumando, discutiendo, oyendo las noticias de la radio y durmiendo por los rincones a que les den un fusil y les lleven al frente. Por un curioso fenómeno de autosugestión estos obreros y empleados humildes, sin ninguna presunción heroica, están íntimamente convencidos de que sabrán luchar e incluso de que serán capaces, cuando llegue el instante, de morir heroicamente. Tienen una fe ciega en sí mismos y en la causa que van a defender. Pero son la gran incógnita de la defensa de Madrid.

Las circunstancias han determinado que la única organización de lucha con que cuenta la República sea ésta; la organización sindical, ajena en absoluto al control del Estado y sometida ciegamente a la tutela de los partidos revolucionarios. La Unión General de Trabajadores, marxista, y la Confederación Nacional del Trabajo, anarcosindicalista, son los organismos que tienen en sus manos la única fuerza combativa de la República. A ellos tiene que recurrir el general Miaja para intentar la defensa de Madrid.

Un delegado suyo, el comandante Marenco, es quien se encarga de ir a los centros sindicales y a las fábricas para recabar los hombres que hace falta llevar inmediatamente a los parapetos si se quiere defender Madrid.

De sindicato en sindicato, el comandante Marenco, un militar que con su voz cascada y entrañable sabe hablar a los obreros, consigue extraer los centenares de hombres que aquella misma madrugada han de oponerse al avance de los rebeldes.

Cuando ya a altas horas de la noche se presenta el comandante Marenco en los centros sindicales, todos, absolutamente todos los obreros que se hallan concentrados se ofrecen para ir a las avanzadas.

—¡No! —les advierte Marenco—. No quiero grandes masas. No sirve para nada que os ofrezcáis todos. Mil hombres, diez mil, huyen fatalmente ante el enemigo cuando les arrastra el pánico de unas docenas de cobardes. Quiero solo los que sean capaces de luchar hasta la muerte. ¡Solo los que estén dispuestos a morir!

La fe de aquellos hombres es tan ciega que hasta para morir reiteran su ofrecimiento en masa y poco después cruzan las calles tenebrosas de Madrid en dirección a los arrabales del Sur y el Oeste unos pelotones de hombres silenciosos y cabizbajos. Van sin armas y sin uniformes, con las manos metidas en los bolsillos de sus ropas de trabajo.

Al pasar, uno de ellos es interrogado por alguien que les ve partir en dirección al frente.

—¿Qué? ¿Van ustedes a hacer parapetos?

—No. Vamos a hacer de parapeto nosotros mismos.

El interpelado alza los hombros con tranquila resignación y, junto con la masa borrosa de sus compañeros de taller, se lo traga pronto la noche.


Fín de jornada

No hay armas ni municiones. No las tenía el Gobierno. No las tiene tampoco el general Miaja. Este sabe, sin embargo, que en Madrid hay escondidos bastantes fusiles y no pocas ametralladoras. En los primeros momentos, cuando el asalto a los cuarteles, se apoderaron de todo el material de guerra que pudieron, los partidos políticos revolucionarios y las centrales sindicales. Los anarquistas han constituido en cada barriada un Ateneo Libertario que es un verdadero arsenal. Anarquistas y comunistas se temen y se odian y quieren estar prevenidos. Hay que recuperar todo ese material de guerra celosamente guardado por quienes desentendiéndose de la lucha contra los militares rebeldes lo han escamoteado para hacer «su» revolución.

El partido comunista, el más fuerte, se pone al lado del viejo general desde el primer momento. O, si se prefiere, el viejo general se echa en brazos de los comunistas. El partido comunista es el único que durante estos cuatro meses de lucha se ha preparado para una guerra larga. Su «quinto regimiento» es la única tropa voluntaria con cohesión y disciplina que hay en Madrid. El general Miaja, apoyándose en esta fuerza comunista, arrastra a las demás fuerzas revolucionarias y las somete a su mando. Es su gran triunfo. Como garantía de su lealtad, el viejo general se prende en el pecho la estrella roja de cinco puntas. Es igual. Miaja no ha sido nunca comunista ni lo será jamás.

Suenan las cinco de la madrugada. Han pasado doce horas. El general Miaja suspende su trabajo y recapacita un momento. En una cuartilla tiene ante sus ojos un esquema de lo que ha conseguido en estas horas febriles. La unidad de mando, el acatamiento de los partidos revolucionarios anarquistas y comunistas, un Estado Mayor idóneo, unas docenas de jefes que no retrocederán, unos centenares de fusiles y ametralladoras y un millar de hombres que acaso no sepan combatir, pero que están dispuestos a hacerse matar.

Madrid puede perderse. Es lo más probable. Pero no está perdido como lo estaría irremisiblemente si el nuevo día hubiese encontrado al general Miaja vacilante todavía ante la incógnita de aquella carta del Jefe del Gobierno que no debía haber abierto hasta las seis de la mañana.

Durante tres horas, desde las cinco hasta las ocho, el general va a descansar, a cobrar fuerzas para la jornada terrible que comienza. Al tenderse en el lecho una aguda inquietud le asalta. Allá lejos, en tierras de África, su esposa ha quedado prisionera del enemigo. ¿Qué va a ser de ella ahora?

La férrea voluntad del jefe se impone una vez más y unos minutos después el general Miaja duerme profunda y sosegadamente…


Manuel Chaves Nogales
La Defensa de Madrid - Capítulo II



La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.

María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.










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